lunes, 5 de diciembre de 2016

El Recluta

Jaime Didier Aldana

Peru

          El día que me presenté para prestar servicio militar, mis piernas casi no podían sostenerme. No quería ser soldado por muchos motivos, pero sobre todo, porque yo era un militante de izquierda. Lo más cerca que quería estar de un uniforme, era del que vestía el policía de la cuadra que se había hecho mi amigo, y que me esperaba siempre para despotricar contra el gobierno.
          En ese tiempo, como ahora, el servicio militar en Colombia era obligatorio. Muy pocos querían estar bajo la bota militar obedeciendo órdenes. Por eso, la excusa perfecta era la universidad, pero ni así; la falta de elementos que reforzaran los batallones que combatían contra la guerrilla, el narcotráfico, o en las otras unidades que se desplegaban para cumplir diferentes funciones, obligaba al gobierno a echar mano de todos, incluso de los que se aprestaban a iniciar una carrera universitaria.
          A nuestro colegio llegó la orden de que los varones que estábamos por culminar la educación secundaria, debíamos presentarnos a un batallón de infantería ubicado en Bogotá.
          Eran cerca de las siete de la mañana de un frío y funesto lunes de noviembre, cuyo año parece perderse en la neblina del tiempo.
          Los ciento y pico de compañeros que estaban conmigo, bromeaban con la idea de ser soldados y no tomaban en serio que muy pronto estaríamos bajo las órdenes de algún cabo renegón que nos llevaría hasta los límites de la fatiga y la paciencia, cumpliendo horarios estrictos, y sin la posibilidad de salir a fiestas, como estábamos acostumbrados; toda nuestra vida transformada de un día para otro.
          Mis abuelos, conocedores de mi enclenque anatomía, temían lo peor. Por eso, para impedir que su nieto del ‘’alma’’ fuera víctima de los terribles vejámenes que se suponía sufrían los reclutas, escribieron ––escribí–– una carta sufrida y llorona con la esperanza de librarme de aquel espantoso porvenir.
          Con la carta en el bolsillo, me dispuse a sacudirme el susto, y comencé a disfrutar de los chistes que contaban mis compañeros. Algunos relataban episodios terroríficos referidos al ejército    ––que a todas luces sonaban a mentira––, con el fin de asustarnos. Yo conté ––algo que sí fue real–– que un amigo fue golpeado sin razón por un superior en la boca del estómago, cuando se encontraba prestando guardia. El codazo lo dejó sin aire. Apenas se recuperó le quitó el seguro a su fusil, y le apuntó con intenciones de dispararle. Por suerte, unos compañeros que se encontraban cerca y que habían sido testigos del hecho, se le abalanzaron y evitaron una desgracia. Mi amigo tuvo que pasar varios meses en el calabozo, y luego fue denunciado penalmente. Cumplió dos años de cárcel, y cuando salió fue llevado de nuevo al cuartel para que terminara de cumplir con el servicio militar.

          A eso de las diez de la mañana nos llamaron por grupos de veinte. Yo me alisté primero para tener oportunidad de entregar la carta, pero nadie parecía oír mi pedido.

          Un sargento ––que gritaba sin razón a pocos centímetros de nuestros oídos––, nos pidió que nos desnudáramos. Nos miramos entre nosotros sin saber qué hacer, pero la orden se repitió varios decibeles más alto, por lo que procedimos a quitarnos la ropa, dejándonos los calzoncillos que nos protegía del pudor y la humillación. Otro grito hizo que nos despojáramos de la prenda íntima. El frío que sentíamos se agudizó. Nadie hablaba. Solo se escuchaban risitas nerviosas.

          ––¡Cállense y pónganse en rueda que ya viene el doctor! ––gritó el sargento. Nos alegraba que fuera un doctor y no una doctora la encargada de hacernos la inspección o examen, pero a la vez nos molestaba que se demorara tanto debido al intenso frío bogotano. Yo aproveché para estudiar las reacciones de mis acompañantes ante tan extraña circunstancia, y me di cuenta que nadie se miraba a los ojos; la mayoría miraba al suelo o al cielo raso; unos pocos, entre los que me encontraba, sonreían; casi todos estaban serios. Como el doctor demoraba, muchos aprovechamos para hacer comparaciones. Es imposible negarlo. Algunos salimos perdiendo, pero otros estaban en la ruina. Miré a mis compañeros y pude constatar que muchos hacían lo mismo; era una oportunidad única y nadie quería desaprovecharla.

          Nuestra esperanza de que fuera un médico el que hiciera el examen se esfumó cuando vimos aparecer a una doctora entrada en años que nos pidió guardar silencio. Varios se echaron a reír a carcajadas sin poder evitarlo aunque nos tapáramos la boca con ambas manos.

          ––¡Hey, tú! ¿Qué tanto te ríes? ¡Ya vas a ver cuando estés bajo el reglamento! ––me gritó un tipo que luego supe era coronel. La doctora comenzó con el examen; iba tocando aquí y allá, provocando exclamaciones de dolor y de risa, hasta que llegó a mi lado. Sus dedos se hundieron más allá de lo que podía aguantar (no sé si buscaba una hernia inguinal, o mi hombría) y di un paso hacia atrás.

          ––¿Te duele? ––me preguntó la doctora bajo la atenta mirada del coronel, que ya se había fijado en mí como a su presa.

          ––No ––le respondí. Tarde, me di cuenta que debí responderle afirmativamente para que no repitiera el ‘’examen’’. Un segundo después volvió sobre sus pasos y hundió con mayor fuerza sus dedos. Permanecí sereno a pesar de que por dentro quería gritar. Una lágrima rodó por mi mejilla, y temí que la viera, pero pasó a otra víctima. El siguiente no pudo soportar el pinchazo, y fue separado del grupo. Volvimos adoloridos al patio, siendo bombardeados a preguntas por los compañeros, que querían saber qué nos habían hecho. Les mentimos descaradamente; les dijimos que nos habían revisado los pulmones y el corazón.

          Cuando todos terminaron de ser examinados, el coronel se plantó delante y nos dijo:

          ––Solamente necesitamos cien hombres. Como ustedes son ciento cinco, dejaremos al azar quienes serán los beneficiados con servir a la patria ––acto seguido sacó una bolsa negra en la que habían cien bolitas verdes y cinco rojas; los que escogieran las rojas se libraban de prestar servicio militar. Prácticamente era imposible escapar del suplicio, menos, cuando descubrí al coronel mirándome como si yo le debiera algo. No le bajé la mirada; todavía no era su recluta, ni pensaba serlo. Me salí de la formación y me le acerqué:

          ––Coronel, tengo una carta de mis abuelos donde explican por qué no debo estar aquí ––le dije, poniendo énfasis en la palabra aquí. Me regaló una sonrisa burlona y me respondió:

          ––La hubieran mandado por correo. ¿Tiene hijos? ––me preguntó.

          ––No, señor.

          ––Entonces no tiene escapatoria–– me respondió con sequedad. Me quedé helado y volví a mi lugar en la fila. Mis amigos me preguntaron qué había conversado con el coronel, pero yo no podía articular palabra.

          Mis compañeros empezaron a hacer conjeturas respecto al motivo que me llevó a conversar con el superior. Uno de ellos dijo en voz alta que yo le estaba ofreciendo dinero, y varios se echaron a reír. Mientras, los que se encontraban adelante comenzaron a sacar las bolitas verdes y rojas; las caras de desconsuelo o de regocijo eran evidentes, pero nadie se atrevía a decir algo. 

          Me tocó mi turno. Mi destino dependía de una miserable bolita de plástico. Metí mi mano temblorosa en aquella bolsa negra ––de la que ya habían sacado tres bolitas rojas––. Tantee la que me daba mejor ‘’onda’’, pero el terror de pensar que podría ser verde me indujo a dejarla para buscar otra. Un grito hizo que tomara una cualquiera. De inmediato saqué mi mano. Con los ojos cerrados la levanté para que todos pudieran verla, y en ese momento escuché un ¡oh! de mis compañeros.

MANUEL TEYPER mteyper@hotmail.com

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