Jaime Didier Aldana
Peru
El día que me presenté para prestar servicio militar, mis piernas casi
no podían sostenerme. No quería ser soldado por muchos motivos, pero sobre todo,
porque yo era un militante de izquierda. Lo más cerca que quería estar de un
uniforme, era del que vestía el policía de la cuadra que se había hecho mi
amigo, y que me esperaba siempre para despotricar contra el gobierno.
En ese tiempo, como ahora, el servicio militar en Colombia era
obligatorio. Muy pocos querían estar bajo la bota militar obedeciendo órdenes.
Por eso, la excusa perfecta era la universidad, pero ni así; la falta de
elementos que reforzaran los batallones que combatían contra la guerrilla, el
narcotráfico, o en las otras unidades que se desplegaban para cumplir
diferentes funciones, obligaba al gobierno a echar mano de todos, incluso de
los que se aprestaban a iniciar una carrera universitaria.
A nuestro colegio llegó la orden de que los varones que estábamos por
culminar la educación secundaria, debíamos presentarnos a un batallón de
infantería ubicado en Bogotá.
Eran cerca de las siete de la mañana de un frío y funesto lunes de
noviembre, cuyo año parece perderse en la neblina del tiempo.
Los ciento y pico de compañeros que
estaban conmigo, bromeaban con la idea de ser soldados y no tomaban en serio
que muy pronto estaríamos bajo las órdenes de algún cabo renegón que nos
llevaría hasta los límites de la fatiga y la paciencia, cumpliendo horarios
estrictos, y sin la posibilidad de salir a fiestas, como estábamos
acostumbrados; toda nuestra vida transformada de un día para otro.
Mis abuelos, conocedores de mi enclenque anatomía, temían lo peor. Por
eso, para impedir que su nieto del ‘’alma’’ fuera víctima de los terribles
vejámenes que se suponía sufrían los reclutas, escribieron ––escribí–– una
carta sufrida y llorona con la esperanza de librarme de aquel espantoso
porvenir.
Con la carta en el bolsillo, me dispuse a sacudirme el susto, y comencé
a disfrutar de los chistes que contaban mis compañeros. Algunos relataban
episodios terroríficos referidos al ejército
––que a todas luces sonaban a mentira––, con el fin de asustarnos. Yo
conté ––algo que sí fue real–– que un amigo fue golpeado sin razón por un
superior en la boca del estómago, cuando se encontraba prestando guardia. El
codazo lo dejó sin aire. Apenas se recuperó le quitó el seguro a su fusil, y le
apuntó con intenciones de dispararle. Por suerte, unos compañeros que se
encontraban cerca y que habían sido testigos del hecho, se le abalanzaron y
evitaron una desgracia. Mi amigo tuvo que pasar varios meses en el calabozo, y
luego fue denunciado penalmente. Cumplió dos años de cárcel, y cuando salió fue
llevado de nuevo al cuartel para que terminara de cumplir con el servicio
militar.
A eso de las diez de la
mañana nos llamaron por grupos de veinte. Yo me alisté primero para tener
oportunidad de entregar la carta, pero nadie parecía oír mi pedido.
Un sargento ––que gritaba sin razón a
pocos centímetros de nuestros oídos––, nos pidió que nos desnudáramos. Nos
miramos entre nosotros sin saber qué hacer, pero la orden se repitió varios decibeles
más alto, por lo que procedimos a quitarnos la ropa, dejándonos los
calzoncillos que nos protegía del pudor y la humillación. Otro grito hizo que
nos despojáramos de la prenda íntima. El frío que sentíamos se agudizó. Nadie
hablaba. Solo se escuchaban risitas nerviosas.
––¡Cállense y pónganse en
rueda que ya viene el doctor! ––gritó el sargento. Nos alegraba que fuera un
doctor y no una doctora la encargada de hacernos la inspección o examen, pero a
la vez nos molestaba que se demorara tanto debido al intenso frío bogotano. Yo
aproveché para estudiar las reacciones de mis acompañantes ante tan extraña
circunstancia, y me di cuenta que nadie se miraba a los ojos; la mayoría miraba
al suelo o al cielo raso; unos pocos, entre los que me encontraba, sonreían;
casi todos estaban serios. Como el doctor demoraba, muchos aprovechamos para
hacer comparaciones. Es imposible negarlo. Algunos salimos perdiendo, pero otros
estaban en la ruina. Miré a mis compañeros y pude constatar que muchos hacían
lo mismo; era una oportunidad única y nadie quería desaprovecharla.
Nuestra esperanza de que
fuera un médico el que hiciera el examen se esfumó cuando vimos aparecer a una
doctora entrada en años que nos pidió guardar silencio. Varios se echaron a
reír a carcajadas sin poder evitarlo aunque nos tapáramos la boca con ambas
manos.
––¡Hey, tú! ¿Qué tanto
te ríes? ¡Ya vas a ver cuando estés bajo el reglamento! ––me gritó un tipo que
luego supe era coronel. La doctora comenzó con el examen; iba tocando aquí y
allá, provocando exclamaciones de dolor y de risa, hasta que llegó a mi lado.
Sus dedos se hundieron más allá de lo que podía aguantar (no sé si buscaba una
hernia inguinal, o mi hombría) y di un paso hacia atrás.
––¿Te duele? ––me
preguntó la doctora bajo la atenta mirada del coronel, que ya se había fijado
en mí como a su presa.
––No ––le respondí.
Tarde, me di cuenta que debí responderle afirmativamente para que no repitiera
el ‘’examen’’. Un segundo después volvió sobre sus pasos y hundió con mayor
fuerza sus dedos. Permanecí sereno a pesar de que por dentro quería gritar. Una
lágrima rodó por mi mejilla, y temí que la viera, pero pasó a otra víctima. El
siguiente no pudo soportar el pinchazo, y fue separado del grupo. Volvimos
adoloridos al patio, siendo bombardeados a preguntas por los compañeros, que
querían saber qué nos habían hecho. Les mentimos descaradamente; les dijimos
que nos habían revisado los pulmones y el corazón.
Cuando todos terminaron
de ser examinados, el coronel se plantó delante y nos dijo:
––Solamente necesitamos cien hombres.
Como ustedes son ciento cinco, dejaremos al azar quienes serán los beneficiados
con servir a la patria ––acto seguido sacó una bolsa negra en la que habían
cien bolitas verdes y cinco rojas; los que escogieran las rojas se libraban de
prestar servicio militar. Prácticamente era imposible escapar del suplicio,
menos, cuando descubrí al coronel mirándome como si yo le debiera algo. No le
bajé la mirada; todavía no era su recluta, ni pensaba serlo. Me salí de la formación
y me le acerqué:
––Coronel, tengo una
carta de mis abuelos donde explican por qué no debo estar aquí ––le dije,
poniendo énfasis en la palabra aquí.
Me regaló una sonrisa burlona y me respondió:
––La hubieran mandado
por correo. ¿Tiene hijos? ––me preguntó.
––No, señor.
––Entonces no tiene
escapatoria–– me respondió con sequedad. Me quedé helado y volví a mi lugar en
la fila. Mis amigos me preguntaron qué había conversado con el coronel, pero yo
no podía articular palabra.
Mis compañeros empezaron
a hacer conjeturas respecto al motivo que me llevó a conversar con el superior.
Uno de ellos dijo en voz alta que yo le estaba ofreciendo dinero, y varios se
echaron a reír. Mientras, los que se encontraban adelante comenzaron a sacar
las bolitas verdes y rojas; las caras de desconsuelo o de regocijo eran
evidentes, pero nadie se atrevía a decir algo.
Me tocó mi turno. Mi
destino dependía de una miserable bolita de plástico. Metí mi mano temblorosa
en aquella bolsa negra ––de la que ya habían sacado tres bolitas rojas––.
Tantee la que me daba mejor ‘’onda’’, pero el terror de pensar que podría ser
verde me indujo a dejarla para buscar otra. Un grito hizo que tomara una
cualquiera. De inmediato saqué mi mano. Con los ojos cerrados la levanté para
que todos pudieran verla, y en ese momento escuché un ¡oh! de mis compañeros.
Si me encuentra, sepa que a cambio de una moneda, puede obtener una gran
historia.
¡Muy bueno!
ResponderBorrarEstá espectacular! Muy bueno!
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