Con audio al final
Osvaldo Villalba
Argentina
Llegará un día que nuestros
recuerdos
serán nuestra riqueza.
¡Cómo disfrutaba la lluvia!
El repiqueteo de las gotas en mi ventana o el ruido en el toldo del
departamento de abajo eran una música increíble. Hasta aquel sábado... Sábado
sin programa, recostado en mi sofá, vaso de whisky, escuchando a Piazzolla
mientras la tormenta sacudía con fuerza las copas de los árboles.
En esa época vivía en un
departamento antiguo en Paternal, sobre Espinosa, casi Seguí, con un pasillo
largo, cuatro departamentos en planta baja, con patio, al que confluían todos
los ambientes y cuatro en planta alta, donde estaba el mío. Escalera de mármol
con escalones muy gastados, ambientes amplios, altos, puertas y ventanas mitad
madera y mitad vidrio, con banderola y balcón con postigos metálicos.
Los gritos de la calle me
sacaron de mi trance. Me acerqué a la ventana y el panorama ante mis ojos era
aterrador. La calle parecía un río que venía desde Juan B. Justo haciendo olas
al rodear los árboles. Las veredas ya no se veían. La corriente había
arrastrado un par de autos estacionados y los había amontonado contra el camión
de mudanzas, siempre estacionado en la esquina, dejándolos atravesados en el
medio la calle. Los vecinos de la vereda de enfrente sacaban agua con un
secador, pero la fuerza de la corriente los vencía una y otra vez.
Llevaba cinco años viviendo
allí y nunca se había inundado de esa forma. No había salido de mi asombro
todavía, cuando se cortó la luz. Fui a la cocina a buscar una linterna y fue
entonces cuando escuché un grito desgarrador. “¡¡Nooo!! ¿Por qué?” gritó doña Julia,
la anciana del departamento de abajo. Corrí al pasillo de mi departamento y me
asomé a la pared que daba a su patio. Le pregunté si estaba bien. “Se mojó, se
mojó” me respondió entre sollozos. Le pedí que no se moviera y baje corriendo.
En la calle el agua me llegó hasta las rodillas. El umbral de entrada era alto
por lo que, tanto en el zaguán como en el pasillo, el nivel del agua era menor.
Por suerte doña Julia tenía la puerta de su departamento abierta. Entré,
alumbré el patio y alcancé a divisar las macetas, una mesa con sillas y el
lavarropas al lado de la pileta. El agua tendría una altura de cinco
centímetros porque sólo me cubría las zapatillas. La llamé y me respondió desde
el dormitorio. Entré a la habitación, hice un paneo con la linterna y la vi
sentada, a los pies de la cama, con algo sobre su regazo. Su rostro estaba
desolado. Repetía una y otra vez “se mojó, se mojó”. La pieza tenía poca agua,
y no afectaba al viejo ropero ni a la mesa de luz o la cómoda porque tenían
patas. Apoyé la linterna sobre un mueble de manera que iluminara un poco, y me
senté a su lado. La abracé, intenté tranquilizarla, ofreciéndole levantar las
cosas para preservarlas del agua. Me miró con tristeza y repitió “se mojó,
estaba bajo la cama”. Busqué la linterna, la alumbré y entendí. Sus manos
temblorosas acariciaban con ternura… ¡un álbum de fotos!
Subí a los muebles más altos
las cosas mojadas, levanté la heladera, que por suerte era pequeña, sobre dos
bancos de madera, el lavarropas sobre dos sillas, y llevé a doña Julia a mi
departamento, junto con su gato Bandido, para que descansaran en lugar seco.
Cuando volvió la luz, con un secador de pelo, estuvimos varias horas secando el
álbum y las fotos, que para tranquilidad de la anciana, no se habían dañado. A
medida que lo hacía comprendía más y más su angustia. ¡Toda su vida, toda su
historia, estaba en ese álbum! “Para ella debe ser como si se me quemara el
disco rígido de la computadora”, pensé. “Y tal vez peor, porque son cosas que
no se podrían replicar. ¡Mañana mismo, sin falta, hago un backup!”.
El agua bajó al día
siguiente. Otras vecinas la ayudaron a limpiar su departamento. El álbum, con
algunas arruguitas y ondulaciones, quedó bastante bien. Quedó tan agradecida
que una vez por mes, cuando cobraba su pensión, me hacía un bizcochuelo.
Jamás se alejó de mi memoria la triste imagen de Doña Julia, abrazada a su álbum de fotos, chorreando agua. Pasaron muchos años, me mudé varias veces, me fui aviejando por afuera y sigo amontonado recuerdos por adentro, pero desde aquel sábado, nunca, pero nunca más, pude disfrutar la lluvia.
Jamás se alejó de mi memoria la triste imagen de Doña Julia, abrazada a su álbum de fotos, chorreando agua. Pasaron muchos años, me mudé varias veces, me fui aviejando por afuera y sigo amontonado recuerdos por adentro, pero desde aquel sábado, nunca, pero nunca más, pude disfrutar la lluvia.
Muy bueno! Muy real tanto que pude sentir esa impotencia y angustia que te da al ver el agua inundando y llevándose todo, vidas, objetos, recuerdos... todo.
ResponderBorrarGracias Adri!!! Viniendo de vos es como un premio!
BorrarMe encantó! Sentí lo mismo que Adriana y siempre imagino como algo doloroso: la pérdida de las fotografías!
ResponderBorrarGracias Clide!!
BorrarMe encantó! Sentí lo mismo que Adriana y siempre imagino como algo doloroso: la pérdida de las fotografías!
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