domingo, 21 de diciembre de 2014

Circunstancias


Alejandro Franco
Mexico


Tan solo de pensar en acicalarme mediando un duchazo, el obligado cepillado de dientes, afeitar la pelona que tanto odiaba por la amenazante calvicie, seleccionar de entre el único traje, viejas camisas y corbatas, algo digno de ser vestido sin levantar las críticas de las chicas asistentes, porque a los varones les da lo mismo si llega uno trajeado o encuerado; pues de que yo sepa y se sepa, a nosotros lo único que verdaderamente nos hace pelar el ojo es: un abultado trasero y unas medias tetas que pugnen por librarse del ajustado corpiño; ¡ah!, y un buen trago, el infaltable cigarrillo, y párenle de contar. Con solo ello, la velada deberá de estar más que completa.


Finalmente me cacheteé con algo de la loción obsequio amoroso de mi último flirt (por lo que a ella correspondía), porque de mi parte cero compromisos, que no fueran los de una paseadita, una buena cena (dependiendo de quién se tratara), y de no merecerla por sus pobres atributos: una rebanada de pastel, un café americano, y a cohabitar se ha dicho; de correr con suerte.


Pero no había escapatoria ni posible disculpa. Esa amenaza de muerte que me había antepuesto Adelita de llegarle a faltar al festejo de su veinticuatroavo onomástico, no era como para dejarla pasar por alto.


Después de hacerme presente con un nada modesto arreglo floral subrepticiamente extraído de un sanatorio que me quedó al paso, que al cabo de todo, ―me dije―, ni quien se llegue a dar cuenta al día siguiente del faltante entre todos los arreglos que sacan de las habitaciones a fin de no privar del buen aire a las recién paridas.


Una vez transcurrido el besuqueo, salutaciones y abrazos, y para no pasar por una simple plasta en la fiesta, copa en mano me dio por circular evitando a los ya conocidos y tediosos zoquetes, acabando por irme a sentar al lado de una bella y solitaria madeimoselle, misma que me pareció algo esquiva al principio, pero no así cuando la abordé con un zalamero saludo realzando su hermosura a más de ofrecerle una bebida, a lo que la dulce moza respondió afirmativamente y de buen grado sin voltear a verme.


―Ya te vi Maiqui… cortejando a mi lindura de amiga. Seguro que ese ponche de granada que llevas es para ella, ¿verdad?


―Así es, Adelita. La verdad es que me ha cautivado de lo lindo y a primera vista.


―Pues a ella no creo que le haya sucedido lo mismo siendo invidente.


―¿Queeé? ¿Cuac? Para haberlo sabido, ni me le planto enfrente. Y yo sin saberlo, ¡elogiando sus ojos, su pelo y toda ella! Pero mira que no haberme dado cuenta… ¡Por querer hacerme el vivales, me pasé de pendejo!


―No te preocupes tanto, amiguito, que Lilí es toda ternura y comprensión. Mientras tú apenas vas, ella ya viene de regreso. Tú sabes bien que a falta de la vista, a los cieguitos se les desarrollan muchas otras virtudes.


“Pero, mira, Maiqui, otro día te cuento lo que quieras sobre las numerosas cualidades de Lilí. Anda, ve y atiéndela antes de que alguno la saque a bailar, pues quienes la conocen saben que es una excelente bailadora. Con eso de que para ellos la música les es tan vital como el aire... Te la encargo extremadamente. No te aproveches de su inocencia… es tan niña y tan mujer a la vez… Te lo advierto, Maiqui, ¡no te atrevas!


Fue tan fácil y ameno conversar con Lilí, que llegué a olvidar su discapacidad. Supe más de esa preciosura en unas horas que lo que Adela pudiese haberme contado posteriormente. Eso sí, al estar bailando con ella, no faltó quien a señas me felicitara por mi afortunado hallazgo; entretanto, yo conducía entre las demás parejas a tan frágil y dulce criatura en esos momentos amparada por mí.


Unas dos o tres piezas, no más, y Lilí me dijo sentir algo de fatiga, rogándome que si no me incomodaba, mejor la llevara a sentarse.


En su larga y amena plática, me dejó saber de sus estudios en universidades especializadas donde había logrado culminar con un doctorado en filosofía y letras. Que la buena música le fascinaba, y que le encantaba tocar el piano; que pasear por el campo y sentir el viento acariciándole, escuchar todos los sonidos y husmear las fragancias de las flores, la hierba… y tantas y tantas otras cosas de las que yo me hallaba más que asombrado por tan claras descripciones; tal y como si en verdad ella las pudiese haber contemplado algún día; pero no podía ser así, porque a decir de ella, había nacido invidente y jamás la luz podría haberse asomado ni por casualidad en sus ojos, que para esos momentos me parecieron hasta vivaces y llenos de vida. Qué triste ―me dije― mientras percibía su calor en el último baile que me concedió esa noche; ceñidos ambos en el encuentro posiblemente el más dulce y grato de mi vida.


Al despedirnos, prolongó su caricia en mi mejilla examinando al tacto mi rostro para acabar diciendo:


―Tal cual y como te había imaginado, Miguel… ansiaba conocerte… que tengas buena noche. ¿Qué digo? ¡Tonta de mí! Que tengas buen día... ya casi amanece.






―¿Despidiéndose los tórtolos? ¿Te vas a quedar a dormir aquí en el departamento, Lilí? Es tan tarde que flojera me da llevarte hasta tu casa. Te prometo que te deposito en lo tuyo hoy mismo. Pero ya tardecito, ¿eh?, una vez que estemos recuperadas de la fandanga.


―Ay, sí Adelita, te lo agradezco y me quedo. Estoy que me muero de tan cansada. Un poco más y me caigo de sueño.


―Pues entonces vete para la otra recámara que ya conoces el caminito. Yo mientras echo a la calle a este gandul, no vaya a querer quedarse también a dormir; es tan conchudo, que no te lo puedes imaginar.


Adela no me permitió articular una sola palabra más antes de cerrar la puerta tras de sí. “Tan atenta como siempre conmigo”, a sabiendas de que de cualquier manera contaría con mi amistad incondicional y un total aprecio hacia su persona.


La gélida mañana del domingo me atrapó en plena calle a la espera de un auto de alquiler, que dado lo corto de centavos en el bolsillo, deseé que nunca apareciera. Más me apetecía hallar un cafetín abierto, agenciarme un desayuno barato y reparador, que cualquier otra cosa. Así que eché a caminar con rumbo a mi modesto cuarto de azotea, seguro de que el sanatorio a mi paso contaría con cafetería abierta día y noche; o quizás de pura casualidad pudiese por ahí encontrar una cocina económica para madrugadores.


Metabolizando mi frugal desayuno y arropado con un par de cobijas, sin dejar de pensar en Lilí, todavía con su aroma en la mejilla rezumando en mi almohada, me abracé a esta imaginándome también ciego y viviendo a su lado.


Y si ello ocurriese… ¿cómo podría proseguir mis estudios de medicina y encontrar un trabajo en el que los ojos no fueran necesarios. Si estando sano y completito apenas y podía cubrir mis gastos personales y escolares con el empleo de supervisor y horario “especial” que en ese entonces me facilitaba el buenazo del tío Crispín; sin dejar de mencionar el cuartucho prestado en la azotea de su casa a cambio de darle de comer al perro y recoger los despojos.


Cuando que ella, Lilí, ya contaba con todo un doctorado en esas doctrinas del pensamiento y la reflexión.


Pensé que lo mejor era olvidarla. ¡Ay, Dios, pero cómo olvidar esa ternurita de mujer, habiéndome quedado tan prendado de su buen cuerpo y finas maneras.






Eran ya casi las tres de la tarde cuando mi móvil repiqueteó una llamada:


―¿Maiqui? Por acá Adelita y Lilí para invitarte a comer con nosotras en mi piso; si es que no te encuentras aún echado en cama soñando con ella… ―se escucharon unas risillas cómplices y hasta pude imaginar los jaloneos de ropa y regaños de Lilí a su amiga.


―No mujer, qué va, si ya hasta duchado estoy. Perfumado y listo para la batalla.


―Pues qué esperas para venir a hacernos compañía. No hagas esperar a Lilí, que se muere por verte ―nuevas risas y seguros jaloneos―. Y sábete que no me da por aquello de servir dos veces la mesa. Así que apura, chico, apura.


Nunca me había acicalado tan rápido como aquel día. Era tal la urgencia de encontrarme con Lilí que manos me faltaban. Y claro, a caminar a paso veloz una vez que en el desayuno había gastado mis últimas monedas; al fin que mañana es día de raya ―pensé con optimismo.


Me encontré a las dos amigas ataviadas de lo más sport con playeras y shorts. Bien que se apreciaba que bajo la playera no portaban nada, y que postradas en el sofá mostraban sendas y torneadas piernas.


Lilí me había recibido llena de contento con gran abrazo y un par de besos en las mejillas. Adelita con un simple “hola” se metió a la cocineta a preparar las viandas, para luego volver con tres cervezas heladas y unos aperitivos muy a la mexicana.


La comilona compuesta tan solo por recalentados transcurrió dentro de la más cordial y amena plática. Lilí volteaba hacía mí en cuanto me oía hablar. Juro que su carita era todo júbilo al escucharme, y no perdía oportunidad para rogarme que le hablara de mis planes, mi trabajo y mis estudios. Adela terminó por aburrirse de lo lindo, optando por irse a echar la siesta a fin de estar fuerte y lista a otro día por la mañana.


¡Ah!, cómo disfruté esa tarde. Arremolinados en el sofá escuchando buena música, dejamos transcurrir las horas volviendo a la realidad con la aparición de Adela en el umbral de la puerta de su recámara.


―Ha llegado la hora de despedirse tortolitos, que mañana hay que trabajar y estudiar. Así que desfilando, Miguelito, desfilando. No es que te corra, pero por hoy ya estuvo bien.


Lilí se puso de pie al instante, y asida a mi brazo me acompañó hasta la puerta mientras Adela volvía a su recámara.


Estando en el quicio, Lilí me dio sus últimas recomendaciones, y buscando mi boca con su manita, se acercó para besarme largamente.


Ya antes habíamos hecho planes de cómo, cuándo y dónde nos veríamos acorde a nuestros compromisos y actividades.


El caso fue que yo salí feliz y ufano de poder contar con ella de ahí en adelante. No cabía la menor duda de que cuando el amor hace su aparición, si no es que el deseo, es por demás aclarar, cualquiera enloquece. Y me refiero no solamente a mí, sino a ambos.






Lilí vivía en ese entonces en un departamento que se ubicaba en un barrio elegantísimo en compañía de la nana que la vio nacer y que había cuidado y cuidaba de ella hasta la fecha. Las dos se adoraban; y Lilí le guardaba un gran cariño. No en pocas ocasiones me dejó saber lo agradecida y comprometida que para con su nana se sentía. Y cuando yo le expresaba mi deseo por conocerla, siempre mediaba un pretexto, porque en las tantas veces que la llevé hasta su departamento, Lilí me despedía como siempre de cariñosa, y en algunas ocasiones hasta febril y agitada; sí, pero antes de cerrar tras ella la puerta.


Nuestros paseos se fueron espaciando a causa de los privativos compromisos: mis estudios por una parte, y según Lilí, por el hecho de tener que asistir a congresos, dar conferencias, la preparación de sus trabajos, y en fin, nunca faltaban las excusas; más las de ella, que las mías.


Y había otra cosa…, y esta era, que según Lilí, con sus presentaciones y demás obtenía pingües ganancias, a decir de ella, pero al mismo tiempo me enteré de que recibía una generosa ayuda de su padre, quien prácticamente cubría todos sus gastos. Su madre, fallecida hacía ya algunos años, muy joven por cierto, siempre la había mantenido encargada con la nana ―sin dejarme saber el motivo de tal decisión―. También me enteré de que el departamento que Lilí habitaba era de su propiedad, regalo de sus padres antes de su dolorosa orfandad; toda vez que ella había decidido independizarse.


Y yo, mientras tanto, comiéndome las uñas ansiando terminar mi carrera. Unos meses más y tendría que hacer el internado; y de ahí al examen profesional para finalmente ejercer. Así que la diferencia de estatus entre los dos me parecía abismal por esos días. Y como buen pobre estudiante que lo era, tuve que admitir no pocas veces que ella cubriera sus caprichos ―no los míos―: conciertos, presentaciones, consumos en restaurantes, y a veces hasta las entradas al cine tan solo para darme gusto a mí ―según ella―. Y me decía: con que yo la escuche, cariñito mío, me imaginaré todita la película.


Una ocasión de tantas en que a instancias de ella nos hallábamos dentro de un bar escuchando música de jazz en vivo, repentinamente me dijo:


―Hoy, tesorito mío, me hallaré sola en el departamento. Ofelia (nombre de la nana) se tomó su día de descanso, más bien un par de días, pero por orden mía. Tanto tiempo sin ver a tu viejecita ―le dije―, merece que la vayas a apapachar. Vas, te quedas un par de días, y te regresas volando a nuestro refugio. ¡Y aceptó encantada! Bueno, esto viene al caso porque…, no sé que me picó ahora mismo, pero la ocurrencia es que deseo y quiero que esta noche la pases a mi lado. Y no me preguntes la razón porque no la sabrás. ¿Qué me contestas? ¿Cuento con que veré cumplido mi capricho? O quieres que aquí mismo te arme una pataleta.


―Pues por mí encantado, a condición de dejarte muy temprano para irme al hospital de volada. Capaz que no llego a tiempo y mi profesor me borra de su lista.


―Por mi aceptado, pero si tú pones una condición, yo pondré la mía. A ver qué te parece:


Sé muy bien, porque lo intuyo, que a pesar del corto tiempo que nos hemos tratado, la duda, o mejor dicho la curiosidad de saber cómo es que quienes carecemos del sentido de la vista percibimos las cosas que nos rodean, y cómo también es que nos valemos por nosotros mismos, y aún más cuando nos hallamos completamente a solas, curiosidad esa que te viene carcomiendo el seso hace ya tiempo. O, ¿no es cierto?


―Dices…


―Bueno, cariño, siendo así como quieres concebirlo, a mí me da lo mismo; y no obstante tu respuesta al aire, de todos modos te voy a dar la oportunidad de que vivas una experiencia muy parecida, aunque solo sea por una noche. Al llegar a mi departamento, encenderé las luces. Te daré la oportunidad de que pasees dentro del mismo a tus anchas. Podrás abrir todas las puertas y cajones, meterte a la cocina, a los dos baños, localizar el estéreo, la estufa eléctrica, el fregadero, el congelador y toditito sin que te falte absolutamente nada por conocer y registrar en tu linda cabecita. Habrás de memorizar todo cuanto puedas. Cuando te sientas listo, y en el supuesto de que no habremos de usar ningún artefacto, le pediré al conserje que baje el interruptor general de mi departamento y, ¡adiós la luz, quedaremos totalmente a oscuras!; porque además, tendré la precaución de correr todas las cortinas. A partir de ese momento habrás de valerte por ti mismo. A tientas y como Dios te dé a entender, tendrás que hallar todo aquello que necesites. Incluyendo llegar hasta mí, pues no pienso hablarte ni hacer ruido alguno. El premio a tu esfuerzo será esta mujer que arde porque la poseas.


Diciendo y haciendo, Lílí comenzó a correr cortinas mientras yo de prisa hacía mi paseíllo por el amplio departamento. Visualmente y acostumbrado a memorizar, me tracé en mente un croquis de localización; todo ello antes de que Lilí a través del interfono, terminara de dar sus instrucciones al conserje:


―…y no suba el interruptor hasta que yo se lo indique, don Jesús. Gracias y buenas noches.


Al momento, el departamento se convirtió en un oscuro socavón; me sentí como dentro de una catacumba y sin vela. Lo último que escuché decir a Lilí, fue:


―Ahora sí tesorito mío, estamos en igualdad de circunstancias. ¡A buscar se ha dicho! Ah, y es menester que te desnudes en el mismo lugar donde estás parado. Ordenas tu ropa y la guardas en el closet de visitas. Luego, vas al baño de huéspedes y te das un duchazo. Una vez que termines, iniciarás la búsqueda de quien te estará aguardando conteniendo sus ansias.


Yo bien sabía que en aquello de que: “…estamos en igualdad de circunstancias…”, no había nada de cierto; pues a saber, un ciego tiene quintuplicados los sentidos que le restan; incluyendo el sexto, el séptimo y el etcétera.


El silencio era total, pues ni los pasos podían oírse dada la gruesa alfombra. Comencé a caminar trastabillando y no fueron pocos los tropiezos, golpes en los muebles y encontronazos en mi afanosa búsqueda a tientas; entretanto, el silencio absoluto reinaba. Después de vanos intentos tras una exhaustiva exploración, algo desalentado y no menos molesto, inicié ―no con mucho aliento― un último recorrido a gatas; pensaba que solo con tesón y paciencia se gana el cielo. De esa manera, no se me podría escapar rincón alguno.


A la postre, y en el supuesto de que me hallaba en la mismísima puerta de la entrada, pude palpar los pies fríos y diminutos de un cuerpo semidesnudo. Lilí, arrellanada y abrazando sus rodillas, al sentirse descubierta, le sobrevino una alegre algazara.


Mediando unos segundos, nos pusimos de pie. Quise estrecharla, pero ella me lo impidió diciendo:


―Ven cariño, te has ganado tu premio. No me sueltes, déjame que te guíe hacia la recámara. Esta ayudita no la tendrías de encontrarte tú solo… ¿me entiendes?


De lo que me es permitido detallar fue que por fin pude percibir a plenitud su aroma de mujer (sin perfume alguno, aclaro), escuchar su jadeante respiración, gustar de sus labios, su saliva y toda ella; al acariciarla y tomarla, no obstante su rendida y extraña pasividad, mis sentidos se acrecentaron de tal modo, que creí que cada vez que la palpaba la percibía al mil; y todo sin dejar a un lado lo mental, medio por el que pude imaginármela de cabo a rabo; tiento a tiento. ¡Ah!, cuán dulce experiencia durante toda esa noche hasta que nos sorprendió la mañana. Al abrir los ojos, pude ver a Lilí muy embatada corriendo las cortinas:


―¡Arriba flojito! A bañarse, vestirse y a correr en busca de un merecido desayuno, que la enseñanza ha terminado. ¿Aprendió algo el alumno? ¿Fue de su completo agrado la experiencia como invidente? ―una cristalina risita complementó sus preguntas.


Al escuchar la palabra “alumno” salté de la cama, pero ya demasiado muy tarde.


Durante el desayuno, Lilí se descosió narrándome acerca de sus últimos logros dentro de su profesión: los temas y fechas de los congresos en puerta, las conferencias que habría de impartir como colaboradora en la universidad, y otras más a las que tendría que asistir para ampliar sus conocimientos; unas próximas vacaciones en el extranjero ―quizás Europa, según la proveyera su padre para el viaje―, y en fin, una agenda totalmente llena de compromisos. ¡Pero sin incluirme!


Cuando terminó su monólogo, encendí un cigarrillo (que harto le molestaba), y casi involuntariamente le dije después de que me preguntara por mi parecer:


―Lo que claramente me parece, Lilí, es que yo no ocupo ningún lugar dentro de tus planes de trabajo y esparcimiento. Eso es lo que me parece.


―Mira Miguel, cariñito mío. Porque te lo mereces, y no tan solo por el hecho de cómo has sido conmigo; antes que nada, debo ser muy sincera y honesta con vos. Estos días a tu lado han sido para mí maravillosos; todas tus atenciones, mimos, cortesías tan de caballero. Y para colmo de los colmos, por haberme regalado la mejor de las noches hasta ahora.


―¿Hasta ahora? No te entiendo…


―Te explico: la meritita verdad, Miguel, es que tú no has sido el primero, ni serás el último en mi vida. Y no es que yo sea la cieguita de la torre de Nestlé, pero pudiera serlo ―una risilla entre cínica y alegre se le escapó dentro del recinto en el que nos encontrábamos.


Yo estupefacto, no podía dar crédito a lo que me estaba diciendo. Y no es que me hubiera forjado muchas ilusiones respecto a Lilí, pues tampoco ella estaba muy contemplada dentro de mis futuros planes, en los que mi carrera era tan fundamental; aún si mediara adquirir un compromiso o intentara entablar una relación sólida.


―¿Entonces…?


―Entonces… que mientras uno no se harte del otro y cada quien se ajuste… ya me entiendes, ¿verdad? De ese modo podríamos seguir la fiesta en paz, gozar y aprovecharse uno del otro en los pocos o muchos momentos en que se nos esté permitido vernos juntos.


“Pero cuánta desenvoltura, me dije”.






¿Con tal propuesta y confesión podría considerarme liberado? Ni siquiera me lo planteé durante las semanas siguientes en que Lilí se ausentó de mi vida, a no ser por una que otra fría postal desde lugares lejanos. Y entre postal y postal, apariciones repentinas en las que se dejaba ver ―dijera yo―, ya que los encuentros estaban condicionados a pasarla en la penumbra de su departamento, eludiendo los paseos al aire libre.


Comencé a notar en ella cierta lasitud y abandono, al tiempo que me suplicaba que la dejara descansar. Recuerdo que en no pocas ocasiones la vi dar traspiés y manifiestos movimientos torpes al comer o en su arreglo personal, que yo primeramente atribuí a un simple nerviosismo, y que más adelante se tornaron habituales y notorios; tanto como sus continuos despertares durante la noche. El piano guardó un permanente silencio a partir de esos entonces.


En una de sus tantas despedidas, ligeramente me dejó saber que estaba siendo atendida de su estrés ―como dio por considerarlo― por especialistas en el extranjero, y que a ello se debían sus frecuentes alejamientos.


Ya para esos tiempos en los que esporádicamente formaba yo parte tanto de su vida como la de Ofelia, su nana, de quien me daba yo bien cuenta de la gran preocupación que por su adorada hija adoptiva la embargaba:


―¡Mientras más la cuido y le procuro sus alimentos, más se adelgaza mi niña! ― me decía lloriqueando la pobre.


Sin embargo y dada la gran alegría que Lilí manifestaba al encontrarnos en cada nueva vez, yo no podía más que dejarme llevar por el arrebato de volver a pasarla a su lado; ya fuera efímera o pesarosamente.


Luego vinieron las evasivas y excusas para no vernos, mismas que se fueron multiplicando con el tiempo, hasta no saber más de ella.


Mientras tanto y con más afán que nunca, me dediqué de lleno a mis estudios, logrando como practicante destacar entre mis compañeros, por lo que me hice digno a la propuesta de mi profesor del internado médico de integrarme a su clínica particular. Al inicio como médico general, que ya después lo haría con mi proyectada especialización: la neurología.


Hubieron de transcurrir un par de años al menos, cuando hallándome en un congreso, tuve la







 fortuna de escuchar una ponencia que mi condiscípula Adela exponía para su aceptación y posterior publicación: “La ELA. Un caso de herencia familiar. “Enfermedad de Lou Gehrig”, un mal incurable”.


¡Cielos!, la luz se asomó flamígera y fulminante en mis ojos más que ciegos al recordar las ya lejanas palabras de mi amiga la ponente:


―Algún día te enterarás, pero tardíamente, Maiqui querido, la razón del alejamiento de Lilí.


Después de mis calurosas felicitaciones por el logro de llegar a ver publicado su artículo, la pregunta no se hizo esperar:


―Adelita, ¿era esa la razón a la que te referías aquella última vez que nos vimos?


―Razón que juré no dejarte saber nunca; aún pareciéndome una injusticia para ambos. Maiqui querido, Lilí recién ha fallecido víctima de esa insufrible enfermedad. ¿Puedes creerlo?


“Estas humanidades que nos deshumanizan” ―pensé y expresé a la vez a Adelita sumamente consternado, antes de abrazarla y despedirme.










Nota: La esclerosis lateral amiotrófica (abreviadamente, ELA) es una enfermedad de tipo neuromuscular. Se origina cuando unas células del sistema nervioso llamadas moto neuronas disminuyen gradualmente su funcionamiento y mueren, provocando una parálisis muscular progresiva de pronóstico mortal: en sus etapas avanzadas los pacientes sufren una parálisis total que se acompaña de una exaltación de los reflejos tendinosos (resultado de la pérdida de los controles musculares inhibitorios).


ELA familiar: se trata de una variante hereditaria con un perfil típicamente autosómico dominante; hay evidencias para un grupo de pacientes que constituyen entre el 5% y el 10% de los casos.































































































sábado, 13 de diciembre de 2014

MUDEZ


Gil Sánchez

 México

Temerosos de ser tragados en un mundo cibernético, Rudolf y Tania se aislaron en su amor. Sin 

conexión virtual vivían felices. Juraron comunicarse con la vista, su tacto, su humor y así dialogaban 

interminablemente. A su lado, veían autodestruirse a sus amigos, tragados y vomitados por un 

ciberespacio interminable, cada vez más voraz. La extinción estaba a punto de suceder, la salvación 

estaba en la mano de dos personas. Ellos eran héroes al resistirse entrar en la red virtual. Mientras, 

otros se reían en sus páginas cibernéticas con caritas felices o mandaban twitts señalándolos como: 

¡perdedores!, ¡locos!, ¡cavernícolas!, o una imagen con un pulgar hacia abajo. Su anonimato brilló 

como una estrella, y obtuvo millones de retwitts. Mientras ellos, cada vez más aturdidos sin darse 

cuenta de lo que ocurría, ante un sigilo total, cayeron en tedio para distanciarse, y ser distraídos por 

miles de lucecitas de celulares espectaculares. Cada uno por su lado sin esperanzas, decidió llamarse 

para despedirse, y el planeta quedó en absoluto silencio.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Consuelo

Patricia Gorla

Buenos Aires, Argentina



Cuando leí que Jesús dijo: 
“en el mundo tendréis aflicción…”, entendí que no  bromeaba. 

Después de un tiempo completé la lectura de ese versículo.

 “…pero confiad,  yo he vencido al mundo”

domingo, 7 de diciembre de 2014

Miss Elsa

Doris Irizarry

Puerto Rico


        Caminó despacio, como si no quisiera llegar. El corto trayecto entre el féretro y ella pareció una eternidad. La luz entró despiadada por la ventana que estaba arriba de la mesita del teléfono para darle la escena completa. La gente miraba sentada en la sala… en silencio. Unos brazos, quien sabe de quién, la levantaron. Los cirios estaban encendidos. Ella miró, está segura y lo sabe, porque recuerda el impulso bajo sus brazos presionándola a contrapeso. Alguien quiso que lo viera por última vez. Lo recuerda con ese recuerdo vívido que rasga más por dentro que por fuera, que le da por golpear donde no hay materia que aguante.
        Dile adiós… le dijeron, papito va para el cielo.
        Cuentan que un lapso febril se interpuso a partir de ese momento. Un rencor amargo la acompañó sin quererlo y terminó diluyéndose en el tiempo… sin remedio, arrastrando un abandono prematuro, lleno de preguntas sin respuesta. Prefirió olvidar el recuerdo del difunto a pesar de que lo miró con ansiedad, con incertidumbre, con incomprensión, con esa inmediatez que impone el destino.
        Pero sí, olvidó su rostro de haberse ido, su cuerpo de ya no estar, la ropa del no regreso, el olor de la partida. Lo único que abacoró su memoria fue su sonrisa, su presencia con un helado de vainilla chorreando entre sus dedos, el calor de su mano apretando la suya, vigilándola, llevándole la merienda a media mañana, corriendo para abrazarla. Nada pudo volver a superar jamás un paseo sin mamá. El calor de haber estado no pudo ser borrado por la partida funesta e irreversible que quedó como un tatuaje ajeno.
        Hasta ese otro día...
        Fue en la escuela, en la víspera de una Navidad. Fue Elsa, Miss Elsa. Su maestra. Alta, seria, de una apariencia impasible que contrastaba con su perfume delicado y una paz necesaria. Todos los niños abrían los regalos de intercambio. El último fue el de ella. Es para ti, le dijo. Sintió su mano protectora sobre el hombro. Ábrelo… insistió, con una sonrisa de complicidad.
        Ella lo abrió y miró la cara de Miss Elsa. El momento quedó grabado en la memoria como una pintura. Estaba de pie junto a su escritorio, vestía un traje color verde azul, sin mangas, ajustado a su cuerpo escultural. Sus ojos inspiraban solo cariño. Su cabello era corto y llevaba perlas como pendientes. Eran cerca de las dos de la tarde. Las ramas de los eucaliptos se mecían alegres y perfumaban la brisa que entraba a través de las ventanas. Miss Elsa la abrazó largamente con uno de esos abrazos que traspasan la piel y llegan al alma. Cerró los ojos, se fundió en el abrazo cálido y se sintió inmensamente feliz, reconfortada.
        Olía a felicidad, a papel de regalo, a consuelo… a esperanza.
        Han pasado los años y todavía no hay recuerdos entre el día de la partida y el día en que Miss Elsa puso su mano sobre su hombro. No hacen falta. Solo queda el momento mágico en que sintió su voz, el sonido del papel rompiéndose entre sus dedos y su sonrisa como un bálsamo arropando su corazón.
        Pero nada es perfecto… Miss Elsa, su querida maestra, se fue sin saberlo.
Por: Doris Irizarry
Puerto Rico

jueves, 27 de noviembre de 2014

¡Enhorabuena, nuestros cuentos andan de fiesta!




MicrosyMacrosTodosRelatos estamos celebrando  por la publicación del

 Volumen XXIV del Libro de los talleres de la Editorial Dunken. 



  Esta edición incluye los siete cuentos que fueron propuestos para el certamen literario de talleres 2014, gracias a la dirección y coordinación de la  profesora y 
escritora Clide Gremiger y como resultado del convivio literario y cibernético en el que estrechamos lazos desde diferentes países de nuestra querida Latinoamérica:

Desde Argentina:   Adriana Diaz y Patricia Gorla.  Desde Mexico: Alejandro Franco y Gil Sanchez, De Puerto Rico: Doris Irizarry y desde Venezuela Deanna Albano.

 La presentación del libro será:
 el 29 de noviembre de 2014
 en la Editorial Dunken, Ayacucho 357,
  Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

                                  ¡Felicidades a los ganadores!






lunes, 29 de septiembre de 2014

Mi jazmín



 Clide Gremiger
Argentina

Este año no hice podar el jazmín paraguayo que admiro en cada primavera. Parece que aprovechó para crecer a su antojo. Hace como quince días que le veo un largo cuello y en el extremo una cabeza enrulada, asomando como un metro por encima del paredón. Vaya cabeza la del jazmín, pensé. Vaya imaginación la mía, me dije, hasta que tuve un largo rato sentada a su sombra y entonces escuché que me decía: “desde aquí puedo ver todo, ¿querés que te cuente?”. Le seguí la corriente con un “dale”.
¡Válgame Dios, todo lo que cuenta mi jazmín!: que se las pasa mirando las vías del tren, pero no ha pasado ni siquiera una zorrita; que el perro que siempre escuchaba ladrar del otro lado del paredón es enorme y guardián, pero que cuando juega parece un peluche; que en la placita ha visto niños jugar, adolescentes enamorarse y adultos discutiendo.
Esta tarde superó mi paciencia. Me susurró que anoche vio llegar a un jovencito a la casa de la viejita de los perros y que luego de una larga discusión que no alcanzó a escuchar, él le propinó una terrible paliza. Hasta me preguntó por qué no me llego hasta su casa para saber un poco más… ¡Basta!, que sea un jazmín chismoso es lo último que puedo soportar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Otorgado Primer Premio Género Cuentos a Rubén Fernandez

Estamos muy complacidos    por el    Primer Premio  al género Cuentos

 

  otorgado a nuestro compañero y coordinador  Ruben Fernandez con su cuento

Chapita.

 

Este reconocimiento  fué otorgado por SALAC Sociedad Argentina de Letras, Artes y Ciencia en el marco del concurso "Joaquin V. Gonzalez 2014"

 

 Efusivas felicitaciones! Estos premios son un estimulo para seguir escribiendo cada vez mejor




MicrosyMacrosTodosRelatos

sábado, 30 de agosto de 2014

El culto a MariaLionza


 Deanna Albano

Caracas, Venezuela



 Maria Lionza es una deidad femenina mística autóctona del folklore venezolano.
Representada popularmente como una diosa o una reina y la escultura de una mujer guerrera, con el pecho desnudo, en la autopista,  es motivo de ofrendas, flores, cartas de petición,  en un culto en el que se mezclan ritos y creencias. Los creyentes hacen  de las sierras de la montaña de  Sorte, en el  Estado Yaracuy, un santuario  y lugar de peregrinaje para personas de todos los estratos sociales.

En la Universidad asistí a una charla de un psiquiatra,  quien estaba totalmente convencido de que  Sorte, con su río, el verde follaje  y  la brisa,  era un lugar de sanación terapéutico, para aquellos seres que acudían confiados    a los  brujos,  en búsqueda de  soluciones a sus problemas.
Los cuentos, hicieron que visualizara una imagen paradisíaca de ese lugar que ansiaba conocer. Sin embargo,  al preguntar, las personas abrían los ojos y susurraban  No se puede ir solo, es peligroso, hay que ir en grupo.
Pero vino el momento oportuno al cursar  un postgrado, un profesor sociólogo avezado en lo místico religioso conformó un grupo de psicólogos, psiquiatras, y otros. Éramos unos doce  alumnos de su asignatura,   llenos de expectativas.  
Planificamos, organizamos, buscar las carpas para permanecer los cuatro días de asueto, en ocasión al 24 de Junio, día de San Juan y Fiesta Nacional en conmemoración a la Batalla de Carabobo.
Emprendimos el viaje, en cuatro carros y a las cuatro horas llegamos al pueblo de Chivacoa, y nos alojamos esa primera noche en el  hotel « Las cuatro cortes»
Después de la cena, tuvimos el primer contacto con los ritos, donde hay elementos de la religión yoruba, vudú y  místicos y teológicos de otras culturas.
Nos llevaron caminando a otro sitio donde nos esperaba la Señora Benita, mujer de unos cincuenta años, de pelo gris y ademanes muy pausados. La acompañaba su hijo Félix, un joven apuesto de unos veinte años.
En el salón resaltaba un gran altar y nos fueron explicando acerca de las varias cortes:
Corte celestial, corte negra, corte libertadora, corte calé o malandra[1], y varias otras difíciles de recordar. Los rituales entremezclan santos, con personajes de la cultura popular venezolana y personajes históricos. Por eso la imagen de José Gregorio Hernández, el Cacique Guaicaipuro, convivían con Simón Bolívar, el Negro Felipe y muchos otros. No faltaba la imagen del político de turno.  
 Al terminar, la señora Benita preguntó
    —¿Quién quiere trabajar? —
 Nos miramos los unos a los otros, habíamos ido a observar, eramos científicos!
Pablo, un  joven sociólogo, de voz profunda,  exclamó: Yo, yo.
Lo acostaron en el suelo, rodeado de velas, le echaron licor. La señora le lanzaba el humo de un tabaco,   pronunciando algunos sonidos.
De repente Pablo se levantó bruscamente, emitiendo sonidos guturales, incomprensibles, se daba golpes de pecho y  danzaba alrededor de nosotros.
Luego de unos minutos Félix lo sostuvo por los hombros, le susurró unas palabras y Pablo regresó a su estado normal.
Benita  interpretó que  el joven  había reencarnado en el Cacique Guaicaipuro, una de las potencias del culto. Este ritual duró más o menos media hora.
Posteriormente se ofreció Simón, un psiquiatra, quien rápidamente entró en trance.  Permaneció acostado, sus palabras eran inconexas, inteligibles, murmuraba llamando a alguien.
Luego de un largo rato Felix trató de que regresara, sin embargo tuvo que intervenir Benita, para que Simón volviera a la conciencia. La bruja no comentó nada, Simón tampoco.  Silenciosos  y cabizbajos regresamos al hotel.
Al día siguiente, después de un copioso desayuno, recogimos nuestras pertenencias y provisiones para los tres días restantes y emprendimos la caminata hacia el lugar escogido.
Debíamos atravesar un riachuelo, allí nos detuvimos, Benita tenía que pedirle autorización a María Lionza. Si no se cumplía este requisito ella podría enojarse. Nos recordó las estrictas normas: no se podía tomar ron, y algo muy importante, estaba prohibido burlarse de alguien o reírse.
Llegamos, montamos las carpas, nos separamos en pequeños grupos y dimos un paseo por los alrededores. Yo iba con mi amiga Enoé. Las matas no estaban tan verdes, el paisaje no era tan esplendoroso. Una proliferación de  altares de todos los tamaños. Grises y más grises, cenizas, personas rodeadas de velas, gallinas, palomas degolladas. Botellas vacías de ron.  Personas grises, feas. No se escuchaban risas ni cantos.
Enoé y yo, cual niñas de preescolar, agarradas de la mano, no nos atrevíamos a separarnos. Un señor, de muy mal aspecto,  uno de los brujos nos acosaba:  
      —¿Quieren trabajar?   — a lo cual nos  negamos una y otra vez.

A lo lejos vimos a Pablo en el río, nuevamente había reencarnado en Guaicaipuro. Más allá una señora caía en trance con una facilidad asombrosa, reencarnando en varias personalidades.

El profesor había conseguido un permiso especial, para filmar uno de los trabajos, pero solo de nuestro grupo.
Se acercaba la noche, el lugar adquirió un encanto particular por la inmensidad de velas encendidas rodeando los cuerpos de mujeres, hombres, jovencitas, jovencitos, grupos, grupitos, cada uno concentrado en lo suyo,
Llegó la hora. Benita preguntó: ¿Quién está dispuesto a trabajar?
Callados, nos mirábamos, cuando Simón con tenue voz afirmó:
— Yo, yo quiero.
Lo acostaron, lo rodearon de velas, le echaron ron, fumaron el tabaco.
Simón, en el suelo, empezó a murmurar: Quiero ir a  la montaña, quiero ir  la montaña.
Un joven matemático de nuestro grupo, empezó a reírse nerviosamente,
A mi lado estaba la nieta de la Sra. Benita, una niña de unos diez años de edad quien murmuró: Esto se pone mal, cuando llaman a la montaña es peligroso. Y ese señor riéndose, mal muy mal.
Transcurrió un tiempo, Simón hablando incoherencias hasta que calló.  La Sra. Benita pidió ayuda a otros dos brujos y   lo levantaron, pero él no reaccionaba. Trataron por diferentes medios de que se recuperara pero, nada, Simón estaba ido. No obstante la noche calurosa, un frio recorrió mi cuerpo, yo no dejaba de observar el rostro  angustiado de la niña.
Llevaron a Simón al río, lo bañaron sin éxito alguno. Lo trajeron de vuelta. La psiquiatra del grupo nos pidió que hiciéramos un círculo  rodeando  el cuerpo inanimado y sostenido por los brujos. Agarrados de la mano, llamábamos: Simón, Simón, regresa.
Estuvimos largo rato, llamándolo, fueron segundos, minutos, me pareció un siglo, hasta que al fin Simón poco a poco volvió a la conciencia.

Silenciosamente nos retiramos a las carpas, y sin quitarnos la ropa, nos dispusimos a dormir, sin embargo los rituales continuaron toda la noche. Unos rezaban, otros caían en trance, una y otra vez.  Esa noche Simón estuvo merodeando las carpas y entraba a ellas varias veces, buscando sus zapatos. A las seis de la mañana del día siguiente, no sé quien dio la orden pero todos habíamos recogido nuestras pertenencias, las carpas y emprendimos el camino de regreso.
Simón condujo  su camioneta, con dos muchachas, pero ellas a los pocos minutos le pidieron que las dejara en la carretera. Apenas había recorrido cuatro kilómetros, cuando Simón se fue por  un barranco, atraído tal vez por la muerte.  Estuvo hospitalizado varios meses sin  deseos de luchar por la vida que le había ocasionado varios golpes últimamente.

Deanna Albano
Caracas, Venezuela

https://www.youtube.com/watch?v=h092K3_hUsI





[1] malandro: delincuente

miércoles, 20 de agosto de 2014

Por una sonrisa


Gil Sánchez
México
Hospedó sus pensamientos en sus ojos profundos donde cabía todo, hasta la tristeza y le dijo: ––Qué desea usted de mí, señorita.
––Que usted sea mi padrino de bodas. Me va a oficiar la misa el cura Arturo y me caso con el joven Alberto Parra.
Levantó el teléfono y habló al hospital psiquiátrico. La miró, delgada, pero muy delgada, en extremo. Vació su ternura en esa mirada. Su padre, la recibía después de seis meses de internarla por locura. Sabía que el sacerdote había muerto antes de casar a Alberto, éste se casó poco después y partió a Montevideo donde fijó su residencia. De pronto, sin pensarlo la subió a su coche y fue a comprarle su vestido blanco. Al probárselo, sus ojos se llenaron de luz y la felicidad instaló en su cara, una gran sonrisa. Luego de disfrutarla, pensó. “Tiene sentido perder la cordura, por este momento”.

domingo, 10 de agosto de 2014

En Consulta




Elvirita Hoyos
Cartagena, Colombia
Ana recurrió a la sicóloga, para que la ayudara a desentrañar traumas ocultos que ni ella misma sabía que tenía. El asunto es, que el mismo día que fue donde la sicologa, fue el día en que ella se preguntó en alta voz, ¿por qué’? Y caminando la habitación en círculos, desesperada, se repetía la misma pregunta: ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Una y otra vez, sin hallar respuestas.
La sicóloga, llenó una hoja con sus datos y mirándola fijamente a los ojos, le preguntó:
̶  ¿Sabe por qué está aquí?
̶ Sí, le respondió.
̶ ¿Por qué?
̶Es la misma pregunta que he venido haciéndome, desde esta mañana, y pensé que usted, me daría la respuesta.
̶ Ah, respondió, usted quiere una respuesta a su pregunta.
̶Exacto.
̶Y, ¿qué opina si le digo, que no tengo respuestas para usted?
̶¿Entonces? ¿No tengo cura?
̶Cura, sí hay. No he dicho eso, lo que trato es de explicarle que las respuestas están en usted.
̶Ah. ¿Y cómo las encuentro?
̶Yo la ayudaré. Bien, bien, bien. Empecemos. Póngase cómoda y cuénteme el primer recuerdo que se le atraviese, sin pensarlo demasiado. Pensar sobre lo que usted diga es mi trabajo, el suyo, es recordar.
̶ Deme una guía.
̶ Vaya a su niñez. Que le paso en su niñez.
̶ En mi niñez…estuve aislada en una habitación cerrada y algo oscura…
̶ ¿La secuestraron?
̶ No. Me dio Sarampión y me apartaron de los demás niños, con quienes solía jugar.
̶ Y eso fue terrible, supongo.
̶ No tanto, lo pasé muy bien, me consintieron, me dieron helados, gelatinas, papas en puré. Me regalaban comics, me leían cuentos y jugábamos a la lotería, ¿sabe? Me mostraban un cartoncito con algún dibujo que yo tenía que adivinar diciendo de qué se trataba.
̶ Puede adelantarse un poco y decirme qué la molestaba.
̶ Bueno yo quería estar con mis amiguitos corriendo, jugando al correr que te alcanzo y también a escondernos para que los otros nos encontraran. Pero no, estaba encerrada en mi habitación y eso  me molestaba.
̶ Eso es ¿todo? ¿No pasó algo más?
̶ Bueno, sí. Quise abrir la ventana, pero la falleba estaba muy alta, ¿sabe? Así que arrastré una silla y la puse frente a la ventana y me subí a ella, pero no alcancé la falleba y tuve que bajarme y arrastré el banco del tocador y lo puse encima de la silla y de nuevo me subí, pero la falleba de la ventana seguía inalcanzable para mí, así, que de nuevo bajé, y  miré por todos lados buscando qué podía servirme y vi el baúl, donde guardaba los jugueticos pequeñitos y las bolitas de colores, para jugar dama china o de las otras bolitas, para jugar “uñita” y entonces lo cargué hasta la silla y empinándome, lo puse encima del banco del tocador que estaba sobre la silla y luego me encaramé primero en la silla, luego al banco que estaba sobre la silla y seguí sobre el baulito, que estaba sobre el banco, que estaba sobre la silla. Fue cuando  me di cuenta, que la silla estaba alejada de la ventana así, que no podía alcanzar la falleba para abrirla.
̶ ¿Qué hizo, entonces?
̶ Bueno, me bajé de allí con alguna dificultad y luego acerqué la silla a la ventana, e iba a subirme cuando vi debajo de la cama, la patineta y pensé…
̶ No así no, ya le dije que usted cuenta su recuerdo y yo soy la que pienso. Continúe…
̶ Ajá, entonces, cogí la patineta y con ella en una mano, escalé la silla, luego escalé el banco que estaba sobre la silla, seguí escalando al baúl, que estaba sobre el banco, que estaba sobre la silla y puse la patineta encima y me monté sobre ella…
̶ Y ¿alcanzó la dichosa falleba?
̶ Pues, me incliné un poco hacia adelante y cuando ya casi la tocaba, todo ese andamiaje, se cayó conmigo encima y…
̶ ¿Se hizo daño? ¿Se hirió en alguna parte? ¿Le dolió el golpe?
̶  No, la verdad no recuerdo.
̶  Ajá, déjeme anotar: se cayó y no recuerda si le dolió el golpe.
̶  Bueno, yo pienso, que…
̶ Ya le dije que soy yo, la que debo pensar. Continúe sólo con sus recuerdos…
̶  Oí el estropicio, tal como lo estoy oyendo ahora…
̶ Espere, déjeme anotar: Oye ahora el estropicio, tal como lo oyó en ese momento, ¿cierto? Y que pasó después…
̶  Llegaron los adultos y…
̶ ¿Los adultos, dijo? ¿Quiénes eran? ¿Por qué no los llama por sus nombres?
̶ Bueno llego mi mamá, mi hermana mayor, mi tía, mi abuelita y la doméstica.
̶ Ahhhhh, todas mujeres, espere déjeme anotar eso, es muy importante. ¿Qué le hicieron, la regañaron? ¿Le pegaron?
̶ No, mi mamá me levantó del piso, me dio besitos, mientras mi hermana y la empleada recogían las bolitas para que nadie fuera a caerse, y levantaban del suelo, la silla, el banco que había puesto sobre la silla, el baulito que había puesto sobre el banco que estaba en la silla y la patineta que había puesto sobre el baulito que estaba sobre el banco, que estaba sobre la silla, mientras mi abuelita me sobaba la cabeza y cantaba “sana, sana cabecita de rana, si no sanas hoy, sanarás mañana”
̶ Espere, déjame anotar: la mujer mayor le sobaba la cabeza mientras le cantaba. Dígame, mientras le sobaban la cabeza, usted, ¿qué hacía?
̶ Lloraba, sí, eso pienso que…
̶ No piense, déjemelo a mí por favor. Pensar es mi trabajo, el suyo es recordar. ¿Por qué lloraba, lo sabe?
̶ Creo que del susto.
̶  Permítame. Anoto: lloraba del susto. Qué pasó después, ¿lo recuerda?
̶  Sí, claro. Llegó mi papá y atrás de él, venia mi hermano mayor.
̶ Esto es muy importante en la vida de una mujer, estamos llegando al punto álgido. Espere, yo anoto: Llegaron los hombres…. Y, qué le hicieron. ¿Le pegaron?, ¿la regañaron?
̶  No. Sabe que no, que no fue así, mi papá sonreído, me cargó en sus brazos. Entonces yo…
̶ Un momento. Se acabó el tiempo. Le daré cita para el miércoles próximo a las tres de la tarde.