Doris Irizarry
Puerto Rico
Caminó despacio, como si no quisiera
llegar. El corto trayecto entre el féretro y ella pareció una eternidad. La luz
entró despiadada por la ventana que estaba arriba de la mesita del teléfono para
darle la escena completa. La gente miraba sentada en la sala… en silencio. Unos
brazos, quien sabe de quién, la levantaron. Los cirios estaban encendidos. Ella
miró, está segura y lo sabe, porque recuerda el impulso bajo sus brazos
presionándola a contrapeso. Alguien quiso que lo viera por última vez. Lo
recuerda con ese recuerdo vívido que rasga más por dentro que por fuera, que le
da por golpear donde no hay materia que aguante.
Dile adiós… le dijeron, papito va para
el cielo.
Cuentan que un lapso febril se interpuso
a partir de ese momento. Un rencor amargo la acompañó sin quererlo y terminó
diluyéndose en el tiempo… sin remedio, arrastrando un abandono prematuro, lleno
de preguntas sin respuesta. Prefirió olvidar el recuerdo del difunto a pesar de
que lo miró con ansiedad, con incertidumbre, con incomprensión, con esa
inmediatez que impone el destino.
Pero sí, olvidó su rostro de haberse
ido, su cuerpo de ya no estar, la ropa del no regreso, el olor de la partida.
Lo único que abacoró su memoria fue su sonrisa, su presencia con un helado de
vainilla chorreando entre sus dedos, el calor de su mano apretando la suya,
vigilándola, llevándole la merienda a media mañana, corriendo para abrazarla.
Nada pudo volver a superar jamás un paseo sin mamá. El calor de haber estado no
pudo ser borrado por la partida funesta e irreversible que quedó como un
tatuaje ajeno.
Hasta ese otro día...
Fue en la escuela, en la víspera de una
Navidad. Fue Elsa, Miss Elsa. Su maestra. Alta, seria, de una apariencia
impasible que contrastaba con su perfume delicado y una paz necesaria. Todos
los niños abrían los regalos de intercambio. El último fue el de ella. Es para
ti, le dijo. Sintió su mano protectora sobre el hombro. Ábrelo… insistió, con
una sonrisa de complicidad.
Ella lo abrió y miró la cara de Miss
Elsa. El momento quedó grabado en la memoria como una pintura. Estaba de pie junto
a su escritorio, vestía un traje color verde azul, sin mangas, ajustado a su
cuerpo escultural. Sus ojos inspiraban solo cariño. Su cabello era corto y
llevaba perlas como pendientes. Eran cerca de las dos de la tarde. Las ramas de
los eucaliptos se mecían alegres y perfumaban la brisa que entraba a través de
las ventanas. Miss Elsa la abrazó largamente con uno de esos abrazos que
traspasan la piel y llegan al alma. Cerró los ojos, se fundió en el abrazo
cálido y se sintió inmensamente feliz, reconfortada.
Olía a felicidad, a papel de regalo, a
consuelo… a esperanza.
Han pasado los años y todavía no hay
recuerdos entre el día de la partida y el día en que Miss Elsa puso su mano
sobre su hombro. No hacen falta. Solo queda el momento mágico en que sintió su
voz, el sonido del papel rompiéndose entre sus dedos y su sonrisa como un
bálsamo arropando su corazón.
Pero nada es perfecto… Miss Elsa, su querida
maestra, se fue sin saberlo.
Por:
Doris Irizarry
Puerto
Rico
Tiene la magia de los recuerdos!
ResponderBorrar...Y la nostalgia de las despedidas
ResponderBorrarAdmiro tu capacidad de describir sentimientos, Doris!
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