domingo, 7 de diciembre de 2014

Miss Elsa

Doris Irizarry

Puerto Rico


        Caminó despacio, como si no quisiera llegar. El corto trayecto entre el féretro y ella pareció una eternidad. La luz entró despiadada por la ventana que estaba arriba de la mesita del teléfono para darle la escena completa. La gente miraba sentada en la sala… en silencio. Unos brazos, quien sabe de quién, la levantaron. Los cirios estaban encendidos. Ella miró, está segura y lo sabe, porque recuerda el impulso bajo sus brazos presionándola a contrapeso. Alguien quiso que lo viera por última vez. Lo recuerda con ese recuerdo vívido que rasga más por dentro que por fuera, que le da por golpear donde no hay materia que aguante.
        Dile adiós… le dijeron, papito va para el cielo.
        Cuentan que un lapso febril se interpuso a partir de ese momento. Un rencor amargo la acompañó sin quererlo y terminó diluyéndose en el tiempo… sin remedio, arrastrando un abandono prematuro, lleno de preguntas sin respuesta. Prefirió olvidar el recuerdo del difunto a pesar de que lo miró con ansiedad, con incertidumbre, con incomprensión, con esa inmediatez que impone el destino.
        Pero sí, olvidó su rostro de haberse ido, su cuerpo de ya no estar, la ropa del no regreso, el olor de la partida. Lo único que abacoró su memoria fue su sonrisa, su presencia con un helado de vainilla chorreando entre sus dedos, el calor de su mano apretando la suya, vigilándola, llevándole la merienda a media mañana, corriendo para abrazarla. Nada pudo volver a superar jamás un paseo sin mamá. El calor de haber estado no pudo ser borrado por la partida funesta e irreversible que quedó como un tatuaje ajeno.
        Hasta ese otro día...
        Fue en la escuela, en la víspera de una Navidad. Fue Elsa, Miss Elsa. Su maestra. Alta, seria, de una apariencia impasible que contrastaba con su perfume delicado y una paz necesaria. Todos los niños abrían los regalos de intercambio. El último fue el de ella. Es para ti, le dijo. Sintió su mano protectora sobre el hombro. Ábrelo… insistió, con una sonrisa de complicidad.
        Ella lo abrió y miró la cara de Miss Elsa. El momento quedó grabado en la memoria como una pintura. Estaba de pie junto a su escritorio, vestía un traje color verde azul, sin mangas, ajustado a su cuerpo escultural. Sus ojos inspiraban solo cariño. Su cabello era corto y llevaba perlas como pendientes. Eran cerca de las dos de la tarde. Las ramas de los eucaliptos se mecían alegres y perfumaban la brisa que entraba a través de las ventanas. Miss Elsa la abrazó largamente con uno de esos abrazos que traspasan la piel y llegan al alma. Cerró los ojos, se fundió en el abrazo cálido y se sintió inmensamente feliz, reconfortada.
        Olía a felicidad, a papel de regalo, a consuelo… a esperanza.
        Han pasado los años y todavía no hay recuerdos entre el día de la partida y el día en que Miss Elsa puso su mano sobre su hombro. No hacen falta. Solo queda el momento mágico en que sintió su voz, el sonido del papel rompiéndose entre sus dedos y su sonrisa como un bálsamo arropando su corazón.
        Pero nada es perfecto… Miss Elsa, su querida maestra, se fue sin saberlo.
Por: Doris Irizarry
Puerto Rico

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