domingo, 30 de agosto de 2015

Sobreviviendo tu ausencia

Patricia Gorla

Argentina





 
El afuera está como siempre.
Los comercios del barrio van desperezando el cansancio de la noche. La frenada en la esquina. Un bocinazo intenta despertar las calles todavía mortecinas. La tradicional fila para tomar el colectivo. Un bebé dormido apoya su cabeza sobre el hombro cansado de la madre. Bajo su camperita azul puede verse el guardapolvo de algún jardín maternal. ¿Se acostumbrará cada mañana a salir con lluvia, frío o calor? ¿Aprenderá a esperar su turno para jugar, para ir al baño, para hablar, para pensar?
El aire fresco me va despabilando. El afuera de hoy es como el de ayer, será como mañana.
El adentro mío ha cambiado. Una lágrima produjo el cambio. No la que sale del ojo. Esa  que viene de lejos, de lo profundo. De la tristeza. La de tu ausencia.
Subo al colectivo y en medio de apretujones me voy acomodando. A través del vidrio empañado, mis ojos se llenan de las luces callejeras, de veredas vestidas de otoño, de apuros por llegar quién sabe a dónde.
Una señora bosteza, otra se persigna al pasar por la iglesia. Alguien habla por teléfono. Un hombre intenta leer el diario entre el bamboleo provocado por las bruscas frenadas.
−¿Ves? Todo igual que ayer. Pero es hoy. Y respiro. Y me muevo. Y vivo. Pero vos no estás.


martes, 18 de agosto de 2015

Cuestión de tiempo


 Doris Irizarry

Puerto Rico

Las piedras del acantilado despertaron horrorizadas por el estruendo de sus pasos; y antes de que su cuerpecito en flor llegara al fondo del Hoyo Negro, invocó a los dioses para que fuese otro el que la rescatara. Los dioses, que parecen habitar a trillones de kilómetros de Yucatán, escucharon la plegaria de Naia y concedieron su petición trece mil años después. 

martes, 11 de agosto de 2015

Parece que nunca va a ser de día



Adriana Díaz

Argentina


Con frecuencia deseo que vengan a buscarlo y se lo lleven preso. Otras veces, quiero que lo internen en una clínica para tratarlo y que vuelva a ser normal. Como era antes, al principio, cuando nos casamos y éramos felices. Bien que lo éramos. Sabe Dios que lo fuimos. Ahora han pasado los años y a veces, ya no reconozco a este monstruo que alguna vez fue mi amado esposo. No sé cuándo terminó aquella época en que vivimos serenos y dichosos. Ni siquiera qué fue, lo que desató el primer golpe o la primera paliza. Después todo fue lo mismo, ofensas y castigos. Y un callate, no me contestés. Vos no sabés nada, sos una burra. Sos una loca, una puta. Y luego, un mi amor, un perdoname, no va a pasar más y que haría yo sin vos. Sabés que te quiero, no podría vivir sin vos, pero me hacés enojar... Siempre así, una y otra vez.

A los niños, mis hijos, ya no sé qué decirles. A menudo, no encuentro las palabras. Es que ellos entienden. Oyen, ven y saben todo aunque no se los cuente, porque a esta altura de mi vida, prefiero callar y no decir ni explicar nada. Javier, el mayor, es casi una sombra de lo que era. Se ha vuelto agresivo, desencajado, violento. Diego, en cambio, viene, se acerca. Me rodea con sus brazos, me acaricia y me dice que me ama. Temo por ellos. Tengo terror porque un día, alguno de los dos, se pare frente a su padre y lo enfrente. A veces, veo en los ojos de Javier, un gesto desafiante. ¿Y si un día los golpes que su padre dirige hacia mí caen sobre él? No lo soportaría...

Es por ellos que yo sigo viviendo pero ya no puedo más. Miles de veces fui a la comisaría pero se ríen de mí, me dicen que ya se le va a pasar. Que vuelva a mi casa y me porte bien. Que yo sé bien cómo tenerlo tranquilo. Que no lo haga enojar... Eso me dicen. Me vuelvo a mi casa, sin saber qué hacer. Si todo lo enoja... Si salgo a trabajar, si me arreglo un poco el pelo. Si visto falda, si me quedo alguna tarde con las compañeros de la oficina en el after office. Si me quedo en casa, si estoy desarreglada. Si le preparo la comida, si me olvido de ponerle sal. Si le gusta, si no. Si me acuesto, si me levanto. Si existo...Todo lo hace enojar.

Quisiera que alguien viniera a ayudarme, a rescatarme.

Hace unos meses, unas mujeres que supieron de mí, me hablaron. Me convencieron, me llevaron a un refugio. Estuvimos allí unos días con los chicos. Todo parecía encaminarse pero vino alguien a verme, de mi propia familia y me dijo que él me andaba buscando. Estaba desesperado porque me extrañaba a mí y a los niños. Prometía volver a ser el mismo de siempre. Y yo caí, fui débil. Sí, volví. Le creí y ahora estoy arrepentida porque después de unos primeros días hermosos, él volvió a ser el mismo.

Esta noche, me ha golpeado mucho.

Tengo el cuerpo lleno de heridas y de sangre. Ni siquiera he podido asearme y casi no puedo moverme. Tampoco quiero hacerlo. Me han dicho que debe haber pruebas de los golpes y aquí están. Miro mis brazos, mi cuello, mis piernas. Mis ojos, mi rostro. Voy a ir así a la fiscalía. Quizás de este modo, vean por sí mismos, el cuerpo del delito pero iré mañana pues los niños duermen y no quiero despertarlos. Ni a ellos ni al padre que ahora descansa con cierta placidez en nuestra cama.

Temprano, llamaré a mi hermana para que venga a buscarme. Lo haré antes de que se despierten porque no quiero que me vean así. Apenas amanezca, cuando salga el sol, me pondré unos anteojos para que no se me vean mis ojos hinchados, un sombrero grande para ocultar los hematomas que se me están formando en el rostro y recogeré algunas pocas cosas en mi bolso. Voy a ir a ponerle una denuncia para que lo dejen detenido. O mejor, que se lo lleven a una clínica de salud mental. Que lo internen, y lo traten. Que hagan lo que les parezca pero que me devuelvan mi vida y que Dios, Dios si quiere, lo perdone.
Ya han pasado varias horas y no siento más el dolor en mis golpes ni puedo verme las heridas. No tengo movimientos ni en mis brazos ni en mis piernas. Quisiera gritar pero ni siquiera puedo susurrar una palabra. Sólo hay un extenso mar de sangre que se esparce bajo mi cuerpo entumecido. No escucho ningún sonido. Un frío helado me recorre y penetra los huesos.

Es eterna la madrugada... tal parece que nunca va ser de día.

domingo, 2 de agosto de 2015

El Juego



Elvirita Hoyos Campillo
Colombia          

Ronaldo tenía esa tarde eliminatorias de equipo intercolegial de beisbol. Se lo repitió a su madre, cuando minutos antes de salir, ella le encomendó el cuidado de su hermano menor. La madre lo sabía, él se lo había dicho y repetido durante el mes, cada vez que se iba a entrenamiento después del colegio. Le había dicho que el jueves eran las eliminatorias intercolegiales, ¡no podía faltar! Ahora, la madre le dice: “tendrás que hacerlo, tengo una entrevista de trabajo y nada es más importante que eso”. Ronaldo no puede discutirlo. Su padre los había abandonado, y su madre se las veía duro para sostenerlos. Miró al bebé y una idea fácil se le cruzó por la mente: lo llevaría en la mochila grande y lo colocaría en el suelo a la sombra del árbol de níspero, que está en los límites de la cancha interescolar, en el único sector abierto al entorno natural, más allá de la franja de advertencia, lo que favorecía sus planes; mientras él hacia los Jonrón soñados. En el espacio entre juegos, él iría a verlo y mojaría sus labios para refrescarlo del calor.
                   En la escuela, tenía la fama de ser el mejor bateador del equipo; su presencia es importante, no iba a defraudarlos faltando al juego en el que se definirían las escuelas que irían al campeonato interdepartamental, que tenía lugar cada fin de año.
                   En el campo, la pizarra muestra empate en el noveno inning. El entrenador le da la orden de batear para el desempate, es su turno: sale al diamante. El lanzador lanza la pelota; la ve venir y toma posiciones, la golpea fuerte, la ve moverse por el aire, va lejos, se pierde en el infinito, luego hará una curva, después caerá. Es el mismo tiempo, que Ronaldo dispone para recorrer las cuatro bases y llegar al mismo punto de partida.
                 Mientras la pelota sube, él suelta el bate e inicia el corrido de bases, los hombres de la ofensiva, llenan las almohadillas y se mueven a las próximas. Mientras la pelota siga arriba, Ronaldo debe darle la vuelta al campo interno, pisando todas las bases: toca la primera, la pelota va girando en el aire; sigue a la segunda, la pelota aminora velocidad; alcanza la tercera: la pelota va a caer lejos; Ronaldo las pisa y no frena, sigue a lograr la cuarta base en el cajón del bateador.
                 El corredor pasará veloz a un poco más tres metros de la mochila. Cuando se viene acercando a ese punto, sin detenerse, aprovecha para darle un vistazo de reojo a su hermanito, lo ve gatear hacia algo, se da cuenta que hacia dónde va el bebe, hay al acecho una culebra cascabel enroscada, dispuesta a hincar sus colmillos... Aún le faltan siete metros para alcanzar la cuarta base. El público, en la distancia sólo ve al corredor que veloz se dirige a la cuadrangular; siente que ¡lo va a lograr! se levanta enardecido con los brazos en alto, ondean desde ya las banderas de su equipo, los fans gritan saboreando el posible triunfo, la banda del colegio está lista para tocar el himno de la escuela. Si Ronaldo hace jonrón será la estrella del año.
                    Faltan breves momentos para que Rolando llegue al cajón del bateador; la pelota ha reducido velocidad, pierde impulso, se viene cayendo en curva. La defensa la sigue con el ojo, si atrapa la bola con su guante de reglamento, lanzándola enseguida al compañero posicionado en la entrada antes que Ronaldo toque cuarta base, ganarían el partido; la defensa se mueve para atraparla en el aire, el golpe será duro, no deja de mirarla, si la coge enseguida la lanzará al hombre de la defensa ubicado en la caja de bateo, para eliminar la carrera. Si la suerte le es adversa a Ronaldo, le decretan out.
                    Los espectadores están nerviosos, alguno se muerde las uñas; el silencio se siente de muerte lenta, el sol crepita, la tierra arde. El mundo está tenso. Los segundos son eternos. La cascabel sigue allí, enroscada, con la cabeza erecta, esperando su momento para entrar en escena y atacar al bebe, con su aguijonazo mortal…
                   Ronaldo suda, con un sudor espeso, no hay un lugar seco en su cuerpo, su respiración es pesada, su corazón late con la fuerza de un volcán próximo a eructar su lava; el coraje da fuerza a sus piernas, sus pies aceleran, sus pasos se hacen largos; las lágrimas brotan involuntarias, su visión no pertenece a sus ojos; una idea se ha incrustado en su mente, lo fustiga, lo instiga, lo impele. Anula su juicio. La conciencia no le responde, su atención va fija en un punto… 
                  El bebé mira venir al corredor de bases. Lo reconoce: ¡Es su hermano! El viento sopla fuerte, estremece las ramas bailando minué, las hojas del níspero caen igual que en un otoño. La fruta verde se sostiene en el árbol. Bebé se detiene, cambia su rumbo, se aleja del peligro que lo acecha; esta vez gatea hacia la franja de advertencia que delimita el campo; justo allí, para su marcha, para sentarse y aplaudirlo con palmitas y con una sonrisa que vaticina el triunfo.
                 El corredor pasa veloz, como una ráfaga o como un ciclón que arrasa cortando la atmósfera; más parece un atleta de gallardo porte, lleva su pecho fuera y la barbilla alta. Logra la cuarta base. ¡Jonnnnnrón… grita el locutor, Jonróooon… expande el aire, joonrooonnnn… repite el eco humano!  La pizarra sube los números. Ronaldo, es tomado en hombros por sus compañeros, planean pasearlo por el diamante, pero él les grita: “esperen, esperen, bájenme,” y entre varias contorsiones, a gritos se hace oír; los compañeros lo bajan al suelo, pensando que tiene algún descalabramiento; se zafa de ellos y de nuevo corre veloz, sólo él sabe que la culebra está al acecho, y corre como ya aprendió a correr; cruza el campo interno; mientras, en la pizarra registran desempate a favor. Los espectadores vocean su alegría, saltan, bailan, otros lloran, todo sucede, la banda toca el himno de la escuela vencedora.
                    Ronaldo llega hasta su hermanito, lo coge, lo alza en brazos, lo palpa, lo pone a salvo, lo aprieta suavecito contra su pecho, un sentimiento los une, nunca antes había sentido el alma llenar su cuerpo, no puede remediarlo; con el bebe cargado sobre la nuca comienza a caminar la pista con paso de triunfador, el brazo extendido en alto, para responder saludos, para agradecer los vitores.
Caé la tarde, la atmósfera oscurece y amenaza lluvia, la culebra sigue el olor olfateado, sonando los cascabelitos de su cola, lo busca y rebusca, hasta que reptando se mete en la mochila…
¡Ha comenzado a llover!