sábado, 30 de diciembre de 2017

Paula

Deanna Albano

Caracas, Venezuela

 

 
Paula miró a través de la ventana. Un sol resplandeciente, le dio la bienvenida. Preparó su pequeño morral, sin olvidar poner dentro la lámina de metal. Nunca imaginó que le fuera a ser tan útil ese día; tampoco imaginó, que iba a ser largo y lleno de vicisitudes. Había venido desde Valencia a la capital, para estudiar derecho en la Universidad. Al salir, cerró la puerta; pero recordó la bandera y regresó por ella. Sus compañeros la esperaban para ir a una protesta.  
                 Ya en la calle, se cubrió la cara con la bandera y, junto con sus compañeros comenzaron a gritar consignas; incitando a las personas a protestar. Casi al terminar la andanza, se agitó el caos. Todos huyeron, pero ella quedó rezagada; fue cuando oyó la explosión de la bomba  que impactó en su mochila. La lámina la protegió, pero cayó  sobre su brazo. Al tratar de levantarse, sintió que un peso le impedía cualquier movimiento, era un guardia nacional que tenía la bota en su espalda.
                 Giró su cabeza. Se dio cuenta entonces que se hallaba rodeada de funcionarios policiales.  Dos de ellos la levantaron y la subieron a una moto. La llevaban aprisionada entre ellos. En su mente, las imágenes pasaban vertiginosamente: su papá se pondría iracundo: Ella había venido a la capital a estudiar. Les había prometido ser una excelente alumna y a tomarse muy en serio sus estudios, sin involucrarse en manifestaciones. También recordaba las historias de los que habían estado presos, hacinados, sin agua, sin comida, con amenazas de violación, y de torturas con electricidad.  El hecho de estar sola la aterraba. No sabía si sus compañeros se habían dado cuenta de su detención. El trayecto se le hizo interminable.
                    Los guardias le mascullaban amenazas e insinuaciones. Ella en silencio rezaba: ¨Padre Nuestro, que estás en los cielos…por favor que no me hagan nada “. Se lo repetía, una y otra vez...   Al llegar a la comandancia, la bajaron del vehículo, el dolor de la muñeca era insoportable y estaba bañada de sangre.
                     La recibió un capitán de mediana edad, quien se le acercó lentamente; contemplando su rostro, cubierto aún con la bandera, las lágrimas, el sudor, la sangre. Su pelo negro, brillante, largo hasta casi los hombros, le daba un aspecto casi salvaje. Paula temblaba. Un escalofrió le recorría la espina dorsal, mientras fijaba sus ojos en el capitán. Rezaba el Padre Nuestro, mientras se decía: ¨Por favor, que no me hagan nada”. 
                     Su mirada no se despegaba de la cara del soldado que la llevó delicadamente a una habitación con baño y con voz suave le dijo:
                     — Arréglese un poco.
                     En el baño, Paula respiró y, con gestos nerviosos abrió su morral y se dio cuenta que había sido la lámina de metal la que la había salvado de esa bomba lacrimógena; la observó agradecida, aunque todavía dolida por las quemaduras.
                    Al salir del baño, se encontró con seis pares de ojos abiertos de par en par, que contemplaban su rostro limpio y terso, lleno de lágrimas, con la boca fruncida para no llorar.  El capitán y los otros dos soldados pensaron: “Es una niña”.  Paula tenía 16 años, pero, con el pelo recogido y el rostro limpio, aparentaba tener doce o trece.
                   Uno de los soldados le agarra la mano ensangrentada y se la limpia, con mucho cuidado, con agua oxigenada. Otro de los soldados le ofrece un vaso de agua, que Paula toma y bebe de un solo sorbo. El dolor es insoportable. La llevan a enfermería. La atiende un doctor que le hace una sutura de siete puntos, con todos los cuidados necesarios.
                  Sin pronunciar una sola palabra, Paula se agarra del pelo, de las manos; ha perdido la noción del tiempo. No deja de rezar el Padre Nuestro “Por favor, padrecito, que no me hagan daño. Te lo ruego. Papito ¿dónde estás? Te necesito, por favor sacame de aquí”.
                 El capitán le habla con amabilidad:
                   Señorita, Ud. es demasiado joven, no debiera estar en las guarimbas.
                 El militar se aleja para hablar por teléfono. Los minutos se alargan; entran y salen soldados, que la miran con curiosidad. Finalmente aparece el padre de la joven, quien fue avisado por el fotógrafo de una reconocida agencia, el mismo que había tomado las fotos que evidenciaban que por lo menos veinte guardias rodeaban a la chica. Esas imágenes dieron la vuelta al mundo   y causaron estupor. 
                 El capitán regresa y se  acerca a los detenidos y dice:
                 Por esta vez, pueden irse.
                 Enseguida mira al padre de Paula y le explica:
                 La orden que tenemos es pasar los casos a tribunales militares, pero en esta oportunidad haré una excepción por tratarse de una niña.  No quiero volver a verlos por aquí. Sr. Cañizales le sugiero que no permita que su hija participe en manifestaciones.
                Padre e hija salieron de la comandancia tomados de la mano. El padre se dirigió a su hija:
                Paula, estoy muy orgulloso de ti, mantuviste tu dignidad en todo momento, solo tus ojos hablaron.  Te apoyaré en lo que decidas hacer.                                  
                Afuera, ambos observaron el cielo estrellado de la noche y les pareció que la luna llena sonreía.








                 
                 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

El Abuelo Cuento de Navidad

  Jaime Aldana

           Lima, Perú

 

       Mis abuelos me influenciaron de muchas maneras diferentes, y sus gustos se convirtieron, con el paso del tiempo, en mis propios gustos. 

       Como mi cama se encontraba en la habitación de ellos, yo participaba como un espía silencioso de sus riñas, sus recuerdos o sus chistes que celebraban a carcajadas. Me encantaba cuando llegaba el momento de acostarnos, porque mi abuelo prendía la radio para escuchar, en medio de la oscuridad, Melodías del Recuerdo. Luego jugaban a adivinar quién era el cantante y cómo se llamaba la canción. Casi siempre me quedaba dormido escuchando un vals o un tango de Gardel, del que me aprendí varios temas que cantaba a viva voz... al día siguiente.

       Fue en esa época en que terminaba mi educación secundaria en un colegio Parroquial, en que vine a descubrir hasta qué punto me sirvió haber aprendido a cantar tangos.

       Un día llegó a nuestro salón el rector del colegio, un Padre Marianista de nombre Horacio Lapetra, para invitarnos a unirnos al coro del colegio. Nos apuntamos varios compañeros que vimos en esa convocatoria la oportunidad de divertirnos un rato y escapar de las aburridísimas clases de religión.

       Casi al finalizar el año lectivo, el Padre Lapetra    ––no sobra decir lo mucho que nos divertimos cambiándole el apellido al curita–– nos llamó para decirnos que debíamos prepararnos para una actividad importante que deseaba realizar. Estábamos intrigados pero a la vez disconformes con el anuncio, porque veíamos que nuestras vacaciones de fin de año se iban a pique. 

       El sábado siguiente estábamos todos reunidos en el salón de actos, cuando llegó más entusiasmado que de costumbre, a decirnos que estábamos comprometidos a cantar en el asilo de ancianos de la localidad. 

       ––Tenemos que comenzar de nuevo. No vamos a llegar donde los abuelos con Noche de Paz o villancicos, porque nos sacan corriendo. Hay que cantarles canciones que a ellos les guste. ¿Alguno de ustedes sabe música vieja? ––nos preguntó.

       ––Yo, Padre ––dije levantando la mano. 

       ––Bien, a ver. ¿Qué te sabes? ––me dijo de frente. Comencé a cantar Esta noche me emborracho, de Gardel. Me miró un poco desilusionado por mi voz, pero al final dijo:

       ––Bueno, por ahora está bien. Voy a ver qué instrumentos tenemos para ponernos a ensayar de inmediato. 

       Los ensayos nos quitaron buenos fines de semana, pero al final pudimos hacer algo decente. Mi voz aguda ––''opaca'', decía el Padre Lapetra para no hacerme sentir mal–– fue potenciada gracias a los esfuerzos de mis compañeros, quienes se destacaron con la guitarra, el violín, el piano y el coro. Por suerte en el asilo tenían un viejo piano de cola, así que no tuvimos problema.

       El día tan esperado llegó. Fue justo antes de navidad. Todos estábamos muy nerviosos pero alegres de poder compartir nuestra música. El Padre nos llevó en su vieja furgoneta, en donde también empacamos un sinnúmero de regalos. Se nos informó que cada uno de nosotros tenía que hablar con alguno de los abuelos, a quién entregaríamos aquellos regalos.

       Llegamos a la enorme casa rodeada de jardines, en donde nos esperaban los ancianos. Luego del recibimiento, pasamos al comedor y de ahí a un salón de sillones mullidos en donde nos presentamos con mayor familiaridad. 

       A mí me tocó saludar a un señor de unos ochenta años, muy delgado, que no paraba de reír. Cuando estaba por presentarme, se levantó de su lugar y vino a mi encuentro alborozado:

       ––¡Hijo mío, qué bueno que me hayas visitado! ¡Hacía tiempo que quería verte! ¿Por qué no habías venido antes? ––me preguntó estrechándome entre sus delicados brazos. No supe qué hacer, estaba aturdido por la inesperada reacción del señor que no paraba de preguntarme por qué no había ido antes. Pensé que tal vez su edad hacía que me confundiera con su hijo. Miré a mi alrededor esperando a ver qué me decían mis compañeros, pero todos estaban hablando con sus respectivos ancianos. No tuve el ánimo para desmentirlo y decirle que yo no era su hijo. Acepté su abrazo y respondí:

       ––Papá, perdóneme. Estuve de viaje. Pero voy a venir cada semana. Se lo prometo.

       ––No te preocupes, hijo mío, lo importante es que ya estás aquí ––me dijo apretujándome con sus escasas fuerzas. 

       ––Mire, le he traído un regalo por navidad. ¿Se acuerda de las navidades, papá?

        ––¡Claro, hijo! ¡Cómo voy a olvidarlo! Te llevaba a ti y a tu hermana a ver a papá Noel. Tú te asustabas con el viejo vestido de rojo ––me dijo sonriendo––. A propósito, ¿Sabes algo de tu hermana? Vino a verme hace como dos años pero tampoco volvió ––sus ojos se llenaron de lágrimas al decirme esto, pero se secó con el dorso de la mano y siguió mirándome con una ternura difícil de olvidar.

       ––No es momento de llorar, papá, hemos venido a traerles una serenata ––le dije, estaba a punto de ponerme de llorar yo también. Voltee a mirar a mis compañeros y los vi tristes. Sus sonrisas no eran las de siempre. 

     ––Bueno, amigos, creo que llegó la hora de cantar ––les dije, a pesar de que el Padre nos había dicho que era él el que daría la orden. Nos acomodamos para comenzar, pero el señor Anselmo, como me dijeron que se llamaba, no quería despegarse de mí. Lo separé suavemente y le dije al oído que le iba a cantar una de sus canciones favoritas. Me miró sin parar de sonreír. Parecía orgulloso de mi.

       Comencé a cantar Arrabal amargo, y seguí con La cumparsita. Los ancianos cantaban con nosotros haciendo la mímica de tener un micrófono en la mano; se los veía felices. Luego vinieron otros temas hasta que llegó la hora de despedirnos:

       ––No te vayas, hijo, por favor ––me pidió don Anselmo. Su ruego desesperado me conmovió. Nunca había visitado un asilo de ancianos y esto que pasaba era completamente ajeno a mis posibilidades de entendimiento.

         ––Voy a venir apenas pueda, papá, se lo prometo ––le dije. Me abrazó una vez más y asintió con la cabeza. Sus ojos lucían apagados, como si supiera que yo no volvería jamás. 

       Rato después, y ya dentro de la vieja furgoneta, dimos rienda suelta al llanto; parecíamos unos chiquillos de cuna que no encontraban consuelo. El Padre no nos dijo nada. También sus ojos se veían vidriosos. El resto del viaje lo hicimos en silencio.

       Llegamos al colegio y nos despedimos como si algo de aquella senectud se nos hubiera pegado. Antes de salir me acerqué al Padre para contarle lo que me había pasado.

       ––Sí, te entiendo. Lo que pasa es que las familias siguen pagando sus mensualidades, pero ya nunca más regresan a visitarlos ––me explicó.

       Apenas llegué a la casa, corrí donde mis abuelos y los abrace con fuerza.

       A partir de esa fecha, y cada vez que podía, fui a visitar a don Anselmo. Fueron cerca de dos años de visitas y conversas en las que me contó infinidad de historias que sus compañeros estaban cansados de escuchar, pero que para mí representó todo un descubrimiento.

       Un día fui a verlo, pero ya no estaba. Mi corazón dio un brinco al comprobar lo que había sucedido. Hacia tan solo dos días había fallecido de muerte natural. Los encargados del asilo me informaron que sus últimas palabras fueron para mí. Me pedía que no fuera a vender la casa que tanto le costó comprar y refaccionar. También me dijeron que ese mismo día lo enterraban en el cementerio Presbítero Maestro.

       Llegué justo antes de que depositaran el féretro en su lugar. Miré los rostros de los familiares y no vi vestigio de tristeza. Era como si hubiesen venido a una cita cualquiera.

       Antes de salir de allí, me acerqué a uno de ellos y le pregunté:

       ––Disculpe, ¿el señor Anselmo era algo suyo?

       ––Sí, era mi padre, ¿por qué la pregunta?

       ––Por nada. Lo hubiera hecho feliz que lo visitara de vez en cuando en el asilo. Me dijo que en la casa guardaba un tesoro, pero no me dijo exactamente dónde ––me atreví a decirle. 

       ––¿Cómo? ¿Dónde lo conociste? ¿Quién eres tú? ¿Por qué...?

       No quise escucharlo más y me retiré del lugar. Intentó seguirme pero corrí hasta que llegué a la casa de mis abuelos, que me esperaban para almorzar.

MANUEL TEYPER  ESCRITOR COLOMBIANO mteyper@hotmail.com