domingo, 8 de enero de 2017

El Libro


 Elvirita Hoyos

Cartagena, Colombia

Al atardecer, víspera de navidad, Ofelia disponía la preparación para hacer un buen masato de maíz como lo hacía su mamá. Allá lejos en el campo, desde donde las montañas se ven azules.
—Mamá, ¿las montañas son azules?
—No, le respondió su madre, sonriente.
Ofelia tenía cinco años entonces, y hacia muchas preguntas. Había que tener paciencia; a esa edad los niños preguntan muchas cosas, saltando de una cuestión a otra muy distinta. Mejor era seguirle el juego, sin mayores explicaciones.
— ¿Qué haces? Preguntó Ofelia, mirando los ingredientes dispersos, sobre la mesa.
—Preparo un Masato.
— ¿Me dejas que te ayude?
—Sí, claro, alcánzame esa panela.
— ¿Dónde aprendiste a hacerlo?
—Me lo enseñó tu abuela cuando yo tenía tu edad.
—Y ¿cómo se hace…?
—Siéntate allí y mira, el secreto está en la preparación.
Ofelia se sentó en un taburete a mirar atentamente, cómo su madre, preparaba el masato. Y siguió durante años, atenta a la elaboración. A los cinco años, no la dejaron acercarse a la estufa, pero en la medida que  fue creciendo, le permitieron recoger la panela, los clavos, las hojas de naranjo y hasta rociar el polvo de canela, en los vasos servidos. A sus trece años, Ofelia era ya experta en preparar masatos. Para ese momento, sabía también, que las montañas eran verdes, pero que se veían azules porque estaban lejos.
Ahora, sentada en la mecedora, desde la terraza de su casa, Ofelia observa un paisaje llano. No había montañas donde la trajo a vivir su marido: “el extinto Juan”, como se acostumbró a nombrarlo desde su muerte, cada vez que se refería a él.
—Pero mamá, ¿por qué tienes que decir siempre “extinto” cuando hablas de papá? todos sabemos que él murió hace años, llámalo solamente por su nombre Juan, y ya está -le dijo su hija Felita, que también se llamaba Ofelia.
—Es para acostumbrarme que está muerto.
Y así le fueron cayendo las calendas a Ofelia. Sus hijos crecieron y como es natural se casaron y emanciparon. Aunque siempre la llenaron de amor. Pero, no pudo enseñarles la receta del Masato a sus nietos, como hubiese querido porque a ninguno le interesó aprenderla; enfrascados como estaban, jugando con el aparatico ese que los mantenía hipnotizados, mientras ella y su hija cocinaban el almuerzo dominguero, y su yerno bebía unas cuantas cervezas frente al televisor.
Desde la terraza que da al jardín, sentada en su mecedora, Ofelia se dio cuenta que del árbol cayeron varios mangos a la tierra. Llamó a la muchacha para que los recogiera y le dejara, además, una jarra de jugo en la nevera y, como eran muchos, también le dijo que se llevara varios a su casa para que le diera a sus hijos.
—Es una fruta buena para los niños que están en crecimiento, dijo.
La muchacha se despidió con un “hasta pasado mañana”, deseándole una feliz Navidad; eran ya las tres de la tarde. Ofelia, se quedó sola y abrió el libro que tenía entre sus manos. Se lo había traído el niño Dios, un veinticuatro de diciembre, cuando ella tenía doce años. Era un libro con páginas en blanco, en cuya carátula se leía con letras doradas “Mi diario” Su padre le había explicado entonces, que esas páginas en blanco eran para que ella escribiera en él, lo que quisiera.
— ¿Cómo qué? Le preguntó.
—Muchas cosas: Lo que te sucede. Lo que piensas. Lo que quieres. El nombre de tus amigos. Los paseos. Los días felices. Lo que te asombra. También te sirve para escribir cuentos, relatos, anécdotas. Para cuando seas mayor se lo leas a tus hijos.
Pero ella, empezó por escribir las recetas de cocina, de esos deliciosos platos que hacia su madre. Alguno de los cuales, le había dicho, le enseñó su abuela. Cuando se enamoró de Juan, escribió algunos versos de una o dos estrofas. Cuando nacieron sus hijos agregó fecha y hora del nacimiento de cada uno. Dolorosamente, páginas adelante, anotó las fechas de defunción de su padre y después la de su madre. Años más tarde, agregó la de Juan… Juan murió antes de tiempo, en condiciones normales, joven aún. Un paro Súbito. Tenía sesenta años. Su muerte fue una sorpresa para todos. Ella tenía entonces, cincuenta y cinco años y sabía que la muerte significaba no volverlo a ver. Pero católica como era desde que nació, también sabía que él vivía en el mundo de los muertos. Quizá, no a la diestra del Padre, pues algún pecadillo inconfeso debió tener. Fue tan sorpresiva su muerte, incluso para él, que no alcanzó a confesarse, como sí se confesaron sus padres que murieron de viejos. Y tampoco alcanzó a contarle a ella “sus secretillos” como le dijo su madre, que le había contado su esposo en los tiempos del buen retiro, cuando la serenidad había hecho su imperio.
—Sabes mijita, que siempre te he amado. Pero yo tuve mis flirteos…
Después de lo que le dijera su madre, Ofelia, resolvió escribir en su “diario”: oraciones. Primero, para que el extinto Juan, no cayera en tentaciones. Más tarde, para que los peligros que acechan a los jóvenes por todos lados, no tocaran a sus hijos. Luego por la paz de sus muertos queridos. Incluyendo, los nombres de los amigos que se habían marchado, y, con el simple paso del tiempo, fue adicionando fotos ya desvanecidas, entre sus páginas.
Se acostumbró a rezar todas las tardes en el silencio de su habitación. Y una buena noche, después de un día felizmente festejado, agregó una frase al sinfín de oraciones… Y por el mundo entero…  para que no se quedara por fuera nadie, debido a los olvidos involuntarios, o quizá por la vida que se le escapaba acelerada sin que ella se enterase incluso, de las muchas cosas que ocurrían en derredor. Fue en el mismo día que ella cumplió sus ochenta años.
Sus hijos, nueras, yernos, y nietos y más gentes, le dieron la sorpresa de aquel festejononon, con que la sorprendieron: abundancia de comida, banda de música, bailes, licores, muchos besos y abrazos, fotos y más fotos. Ella, que nunca había tomado un trago en vida de su extinto Juan, se vio inducida a tomarse un par de copitas nada más. Ella, que no bailaba desde que su extinto Juan transitó al seno de Dios; se vio inducida a bailar un par de piezas, descubriendo que lo que se aprende, no se olvida,  al menos fácilmente… Ella, que había prolongado su luto hasta hoy, en que su nieto mayor le dijo,
—Abué, tu ¿por qué siempre vistes con esa ropa triste?
—Si mamá, Juanito tiene razón. Mañana mismo vengo por ti para ir de compras.
—Pero hija...
En la noche del festejononon, en que para complacerlos a todos, Ofelia comió a deshoras, bebió comedidamente y bailó con el ánimo de una joven quinceañera, se retiró a su habitación disimuladamente, dejando la parranda viva en la sala y jardines de su casa. Esa noche, rezó en voz alta por primera vez, deseaba ser escuchada por Dios; interrumpiendo el orden de sus oraciones, con el recuerdo vivo de sus seres amados. Así  surgió su nueva frase por el miedo a olvidarse de alguno…:” y por el mundo entero…”
Quizá la había inspirado los parranderos desjuiciados, que tomaban y bailaban esa música estruendosa, en la sala de su casa. Parecían no cansarse. De ese día en adelante, Ofelia empezó a hablar sola y siempre en voz alta; mientras, las calendas seguían arribando. Así, que cuando el sol declinaba en el horizonte, en la tarde de la nochebuena, tomó una decisión:
— Pondré en el moyo el maíz, para preparar un buen masato el día que regrese la muchacha, y luego me voy a la plaza a ver el pesebre, ya que esta noche nace el niño Dios.
Puesto el maíz a fermentar en el moyo, se fue a la plaza. El pesebre era hermoso, tanto que debió costarle un dineral a la parroquia, con tanta vaquita, caballitos, ovejitas, venaditos de plástico y hasta gallinitas, todo importado; una laguna artificial con patos de hule, que los niños podían coger y apretarlas entonces, emitían el grito sordo de un sonido; con pececillos vivos de todos los colores, más allá, un pueblito de cartón pintado de blanco y rodeado de palmeras sembradas en macetas, al que se allegaba por un sendero dispuesto con aserrín terracota, que bordeaba una planicie de prados verdes con flores finamente elaboradas en papel marché. En un alto estaba la cueva, hecha con piedras reales pegadas con cemento gris. La cueva era lo suficientemente grande y hueca para albergar a José y a Maria; en medio de ellos, se hallaba la cuna aún vacía. Por el sendero se aproximaban, guardadas las distancias, los tres reyes de oriente: Gaspar, Baltasar y Melchor con sus ofrendas de oro, incienso, mirra.
El clima era cálido. Buscó una banca frente al pesebre, para sentarse y desde allí, admirar la belleza del conjunto con sus luces titilantes. Era realmente maravilloso. En el trascurrir de su niñez, no existían esas luces. La magia del pesebre radicaba entonces, no en el misterio de la natividad, sino, en los regalos que el niño Jesús colocaba a media noche junto al pesebre casero, para cada niño que se hubiese portado bien durante el año. Pero, el invento de las luces, que ahora la trasportaba a su infancia, representaban las estrellas, incrustadas como brillantes sobre un cielo de satén en azul degradado, y la Gran estrella de Belén con cinco puntas, que orientó a los magos venidos de remotas tierras, fulguraba desde el cielo, con una estela de luces que caían en cascada sobre la cueva. Sí… todo era hermoso. Abrió su Diario. Leyó primero la Salve, después el Magníficat y siguió con padres nuestros y una retahíla de avemarías, intercalando las oraciones como era su costumbre, con los nombres conocidos de aquellos que la habían precedido. Finalizando con el Gloria para volver a empezar y sin olvidar nunca la nueva frase… y por el mundo entero… Meditó el tercer misterio del rosario, con las imágenes bíblicas de lo que aconteció en los tiempos en que Jesús vivió; formando una mezcla comprensible, de oraciones e imágenes, con los recuerdos de su propia maternidad y emigración de la casa de sus padres, cuando se vino a vivir a tierra llana con su extinto Juan; mientras, los niños cantaban en coro, villancicos, y los más pequeños, corrían arrebatados, de un lado a otro del pesebre. Así, con una devoción combinada de recuerdos… sobrevino la noche. Las voces silenciaron. La gente marchó a sus casas. El lugar quedó sólo…
Ofelia, abstraída en la magia de sus meditaciones, esperó la hora del nacimiento, en que vio un brillo intenso en la cuna. ¡Había nacido ya, el niño Jesús! El frio del alba fue calando lentamente en sus huesos, entonces, vio un ángel con altas alas blancas en su espalda, que estiró su mano hasta tocar la suya. Ofelia, sintió una dulzura de bondades infinitas que alegraron su alma.
En la madrugada, el sereno la encontró dormida en la banca, con el rosario aferrado en su mano. Se acercó y le tocó el hombro delicadamente para despertarla, ella no respondió. De su falda se deslizo un libro al suelo, era su diario. El hombre lo recogió para hojearlo; en el instante en que las campanas alzaron vuelo, con un repique, llamando al Ángelus. Las páginas del libro se desplegaban en blanco, solo en la última, se hallaba una palabra impresa en letras doradas: FIN.