Elvirita Hoyos
Cartagena, Colombia
Al atardecer,
víspera de navidad, Ofelia disponía la preparación para hacer un buen masato de
maíz como lo hacía su mamá. Allá lejos en el campo, desde donde las montañas se
ven azules.
—Mamá, ¿las
montañas son azules?
—No, le
respondió su madre, sonriente.
Ofelia tenía
cinco años entonces, y hacia muchas preguntas. Había que tener paciencia; a esa
edad los niños preguntan muchas cosas, saltando de una cuestión a otra muy
distinta. Mejor era seguirle el juego, sin mayores explicaciones.
— ¿Qué haces?
Preguntó Ofelia, mirando los ingredientes dispersos, sobre la mesa.
—Preparo un
Masato.
— ¿Me dejas que
te ayude?
—Sí, claro,
alcánzame esa panela.
— ¿Dónde
aprendiste a hacerlo?
—Me lo enseñó
tu abuela cuando yo tenía tu edad.
—Y ¿cómo se
hace…?
—Siéntate allí
y mira, el secreto está en la preparación.
Ofelia se sentó
en un taburete a mirar atentamente, cómo su madre, preparaba el masato. Y
siguió durante años, atenta a la elaboración. A los cinco años, no la dejaron
acercarse a la estufa, pero en la medida que
fue creciendo, le permitieron recoger la panela, los clavos, las hojas
de naranjo y hasta rociar el polvo de canela, en los vasos servidos. A sus
trece años, Ofelia era ya experta en preparar masatos. Para ese momento, sabía
también, que las montañas eran verdes, pero que se veían azules porque estaban
lejos.
Ahora, sentada
en la mecedora, desde la terraza de su casa, Ofelia observa un paisaje llano.
No había montañas donde la trajo a vivir su marido: “el extinto Juan”, como se
acostumbró a nombrarlo desde su muerte, cada vez que se refería a él.
—Pero mamá,
¿por qué tienes que decir siempre “extinto” cuando hablas de papá? todos
sabemos que él murió hace años, llámalo solamente por su nombre Juan, y ya está
-le dijo su hija Felita, que también se llamaba Ofelia.
—Es para
acostumbrarme que está muerto.
Y así le fueron
cayendo las calendas a Ofelia. Sus hijos crecieron y como es natural se casaron
y emanciparon. Aunque siempre la llenaron de amor. Pero, no pudo enseñarles la
receta del Masato a sus nietos, como hubiese querido porque a ninguno le
interesó aprenderla; enfrascados como estaban, jugando con el aparatico ese que
los mantenía hipnotizados, mientras ella y su hija cocinaban el almuerzo
dominguero, y su yerno bebía unas cuantas cervezas frente al televisor.
Desde la
terraza que da al jardín, sentada en su mecedora, Ofelia se dio cuenta que del
árbol cayeron varios mangos a la tierra. Llamó a la muchacha para que los
recogiera y le dejara, además, una jarra de jugo en la nevera y, como eran
muchos, también le dijo que se llevara varios a su casa para que le diera a sus
hijos.
—Es una fruta
buena para los niños que están en crecimiento, dijo.
La muchacha se
despidió con un “hasta pasado mañana”, deseándole una feliz Navidad; eran ya
las tres de la tarde. Ofelia, se quedó sola y abrió el libro que tenía entre
sus manos. Se lo había traído el niño Dios, un veinticuatro de diciembre,
cuando ella tenía doce años. Era un libro con páginas en blanco, en cuya carátula
se leía con letras doradas “Mi diario”
Su padre le había explicado entonces, que esas páginas en blanco eran para que
ella escribiera en él, lo que quisiera.
— ¿Cómo qué? Le
preguntó.
—Muchas cosas:
Lo que te sucede. Lo que piensas. Lo que quieres. El nombre de tus amigos. Los
paseos. Los días felices. Lo que te asombra. También te sirve para escribir
cuentos, relatos, anécdotas. Para cuando seas mayor se lo leas a tus hijos.
Pero ella,
empezó por escribir las recetas de cocina, de esos deliciosos platos que hacia
su madre. Alguno de los cuales, le había dicho, le enseñó su abuela. Cuando se
enamoró de Juan, escribió algunos versos de una o dos estrofas. Cuando nacieron
sus hijos agregó fecha y hora del nacimiento de cada uno. Dolorosamente,
páginas adelante, anotó las fechas de defunción de su padre y después la de su
madre. Años más tarde, agregó la de Juan… Juan murió antes de tiempo, en
condiciones normales, joven aún. Un paro Súbito. Tenía sesenta años. Su muerte
fue una sorpresa para todos. Ella tenía entonces, cincuenta y cinco años y
sabía que la muerte significaba no volverlo a ver. Pero católica como era desde
que nació, también sabía que él vivía en el mundo de los muertos. Quizá, no a
la diestra del Padre, pues algún pecadillo inconfeso debió tener. Fue tan
sorpresiva su muerte, incluso para él, que no alcanzó a confesarse, como sí se
confesaron sus padres que murieron de viejos. Y tampoco alcanzó a contarle a
ella “sus secretillos” como le dijo su madre, que le había contado su esposo en
los tiempos del buen retiro, cuando la serenidad había hecho su imperio.
—Sabes mijita,
que siempre te he amado. Pero yo tuve mis flirteos…
Después de lo
que le dijera su madre, Ofelia, resolvió escribir en su “diario”: oraciones.
Primero, para que el extinto Juan, no cayera en tentaciones. Más tarde, para
que los peligros que acechan a los jóvenes por todos lados, no tocaran a sus
hijos. Luego por la paz de sus muertos queridos. Incluyendo, los nombres de los
amigos que se habían marchado, y, con el simple paso del tiempo, fue
adicionando fotos ya desvanecidas, entre sus páginas.
Se acostumbró a
rezar todas las tardes en el silencio de su habitación. Y una buena noche,
después de un día felizmente festejado, agregó una frase al sinfín de
oraciones… Y por el mundo entero… para que no
se quedara por fuera nadie, debido a los olvidos involuntarios, o quizá por la
vida que se le escapaba acelerada sin que ella se enterase incluso, de las
muchas cosas que ocurrían en derredor. Fue en el mismo día que ella cumplió sus
ochenta años.
Sus hijos,
nueras, yernos, y nietos y más gentes, le dieron la sorpresa de aquel
festejononon, con que la sorprendieron: abundancia de comida, banda de música,
bailes, licores, muchos besos y abrazos, fotos y más fotos. Ella, que nunca
había tomado un trago en vida de su extinto Juan, se vio inducida a tomarse un
par de copitas nada más. Ella, que no bailaba desde que su extinto Juan
transitó al seno de Dios; se vio inducida a bailar un par de piezas,
descubriendo que lo que se aprende, no se olvida, al menos fácilmente… Ella, que había
prolongado su luto hasta hoy, en que su nieto mayor le dijo,
—Abué, tu ¿por
qué siempre vistes con esa ropa triste?
—Si mamá,
Juanito tiene razón. Mañana mismo vengo por ti para ir de compras.
—Pero hija...
En la noche del
festejononon, en que para complacerlos a todos, Ofelia comió a deshoras, bebió
comedidamente y bailó con el ánimo de una joven quinceañera, se retiró a su
habitación disimuladamente, dejando la parranda viva en la sala y jardines de
su casa. Esa noche, rezó en voz alta por primera vez, deseaba ser escuchada por
Dios; interrumpiendo el orden de sus oraciones, con el recuerdo vivo de sus
seres amados. Así surgió su nueva frase por
el miedo a olvidarse de alguno…:” y por el mundo entero…”
Quizá la había
inspirado los parranderos desjuiciados, que tomaban y bailaban esa música
estruendosa, en la sala de su casa. Parecían no cansarse. De ese día en adelante,
Ofelia empezó a hablar sola y siempre en voz alta; mientras, las calendas
seguían arribando. Así, que cuando el sol declinaba en el horizonte, en la
tarde de la nochebuena, tomó una decisión:
— Pondré en el
moyo el maíz, para preparar un buen masato el día que regrese la muchacha, y
luego me voy a la plaza a ver el pesebre, ya que esta noche nace el niño Dios.
Puesto el maíz
a fermentar en el moyo, se fue a la plaza. El pesebre era hermoso, tanto que debió
costarle un dineral a la parroquia, con tanta vaquita, caballitos, ovejitas,
venaditos de plástico y hasta gallinitas, todo importado; una laguna artificial
con patos de hule, que los niños podían coger y apretarlas entonces, emitían el
grito sordo de un sonido; con pececillos vivos de todos los colores, más allá,
un pueblito de cartón pintado de blanco y rodeado de palmeras sembradas en
macetas, al que se allegaba por un sendero dispuesto con aserrín terracota, que
bordeaba una planicie de prados verdes con flores finamente elaboradas en papel
marché. En un alto estaba la cueva, hecha con piedras reales pegadas con
cemento gris. La cueva era lo suficientemente grande y hueca para albergar a
José y a Maria; en medio de ellos, se hallaba la cuna aún vacía. Por el sendero
se aproximaban, guardadas las distancias, los tres reyes de oriente: Gaspar,
Baltasar y Melchor con sus ofrendas de oro, incienso, mirra.
El clima era
cálido. Buscó una banca frente al pesebre, para sentarse y desde allí, admirar
la belleza del conjunto con sus luces titilantes. Era realmente maravilloso. En
el trascurrir de su niñez, no existían esas luces. La magia del pesebre
radicaba entonces, no en el misterio de la natividad, sino, en los regalos que
el niño Jesús colocaba a media noche junto al pesebre casero, para cada niño
que se hubiese portado bien durante el año. Pero, el invento de las luces, que
ahora la trasportaba a su infancia, representaban las estrellas, incrustadas
como brillantes sobre un cielo de satén en azul degradado, y la Gran estrella
de Belén con cinco puntas, que orientó a los magos venidos de remotas tierras,
fulguraba desde el cielo, con una estela de luces que caían en cascada sobre la
cueva. Sí… todo era hermoso. Abrió su Diario. Leyó primero la Salve, después el
Magníficat y siguió con padres nuestros y una retahíla de avemarías,
intercalando las oraciones como era su costumbre, con los nombres conocidos de
aquellos que la habían precedido. Finalizando con el Gloria para volver a
empezar y sin olvidar nunca la nueva frase… y
por el mundo entero… Meditó el tercer misterio del rosario, con las
imágenes bíblicas de lo que aconteció en los tiempos en que Jesús vivió;
formando una mezcla comprensible, de oraciones e imágenes, con los recuerdos de
su propia maternidad y emigración de la casa de sus padres, cuando se vino a
vivir a tierra llana con su extinto Juan; mientras, los niños cantaban en coro,
villancicos, y los más pequeños, corrían arrebatados, de un lado a otro del
pesebre. Así, con una devoción combinada de recuerdos… sobrevino la noche. Las
voces silenciaron. La gente marchó a sus casas. El lugar quedó sólo…
Ofelia,
abstraída en la magia de sus meditaciones, esperó la hora del nacimiento, en
que vio un brillo intenso en la cuna. ¡Había nacido ya, el niño Jesús! El frio
del alba fue calando lentamente en sus huesos, entonces, vio un ángel con altas
alas blancas en su espalda, que estiró su mano hasta tocar la suya. Ofelia,
sintió una dulzura de bondades infinitas que alegraron su alma.
En la madrugada,
el sereno la encontró dormida en la banca, con el rosario aferrado en su mano. Se
acercó y le tocó el hombro delicadamente para despertarla, ella no respondió.
De su falda se deslizo un libro al suelo, era su diario. El hombre lo recogió
para hojearlo; en el instante en que las campanas alzaron vuelo, con un
repique, llamando al Ángelus. Las páginas del libro se desplegaban en blanco,
solo en la última, se hallaba una palabra impresa en letras doradas: FIN.
¡Gran relato Elvirita!
ResponderBorrarExcelente Elvirita. Felicitaciones!!!
ResponderBorrarElvirita, tus descripciones son únicas!!! Un besote.
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