sábado, 26 de enero de 2019

Volver a casa


 Deanna Albano
Caracas, Venezuela



   Nieves estaba dando los últimos toques a la cobija multicolor que había tejido, mientras escuchaba atentamente la discusión de sus hijas, María y Carmen acerca del dilema que se les estaba presentando. El esposo de Carmen había viajado a España, hacía algunos meses, en busca de trabajo y mejorar su calidad de vida.
Carmen y la niña Michelle irían  a  reunirse con él en pocos días,  sin embargo a Carmen le  renovaron un jugoso contrato de trabajo y Michelle tendría que viajar sola,  ya que estaba inscrita   en la escuela y las  clases empezaban en tres semanas. Los padres estaban reacios a correr riesgos, ya que había cambio de avión para llegar a su destino.
No deseaban que la niña viajara  sin acompañante, aunque
hubiese asistencia de parte de personal de la línea área.
Nieves dio la  puntada  final a su cobija, se levantó y con voz firme y decidida exclamó:
¾ Yo voy a acompañar a Michelle.
Un silencio sepulcral se apoderó de los presentes.
La abuela, en perfecta condiciones físicas,  admirables a sus 88 años, aún se ocupaba de la administración de la casa y de pequeñas diligencias en los alrededores, pero este era un viaje largo.  María  sintió un escalofrío recorrer su espalda y con voz tenue le dijo:
¾Mamá, ¿Estás segura? No tienes que hacerlo si no quieres.
¾ Absolutamente segura.
El corazón de Michelle saltó de alegría. A partir de allí todo fue una vorágine de diligencias, tramitar los dólares, preparar las maletas. Nieves se ocupó de terminar todas las  costuras pendientes; con sus manos primorosas  bordó camisas, completó algunos trajes a las nietas, confeccionó los  vestidos que usarían, para el viaje, ella y la nieta.
La noche anterior, la niña durmió acurrucada en los brazos de su mamá.
Amaneció un día esplendido, y mientras iban en el automóvil que las llevarían al aeropuerto, Nieves, parecía absorber el paisaje mirando  las colinas  que se había vestido de muchas tonalidades de verde, y el cielo azul sin nubes. Durante todo el trayecto solo pronunció: ¾¡Que día tan bello!

En el aeropuerto, las hijas y nietas revoloteaban alrededor de las viajeras, risitas nerviosas, lagrimas escondidas, se abrazaron con inmenso cariño. 

Nieves y Michelle caminaron hacia el avión, erguidas y con pasos firmes, la abuela vio asomarse unas lagrimas en la carita de Michelle y cariñosamente le dijo:
¾No llores que nosotras vamos a comenzar una nueva vida y todo va a estar bien.

Al llegar, el recibimiento caluroso de primos, nietos, sobrinos  le hizo sentir a Nieves como volver a casa,  había vivido en dos continentes, dos estilos de vida diferentes. Sesenta años  habían transcurrido desde que cruzó el Atlántico para comenzar una nueva vida al lado de su esposo, quien murió años después, en un trágico accidente automovilístico,  dejando tres hijos aún adolescentes.  Ella tuvo que encerrar su aflicción en el rincón más oculto de su mente y salir adelante, con una fuerza y un temple admirable. Ahora iniciar otro ciclo, la mantenía tranquila y con ilusiones de disfrutar esa etapa que había surgido casi repentinamente.
En la semana siguiente, Michelle pudo ir a clase y estaba muy contenta de sus estudios., como le contaba a la abuela, mientras compartían una rica merienda.  Nieves le dijo:
   Qué bien me siento aquí, ¿y tú?



 







jueves, 3 de enero de 2019

El entredicho de aprobar o reprobar…

 

Alejandro Franco

Mexico                                                       


Apenas despuntaba el alba, cuando el sacristán de la parroquia se hallaba ensimismado en su diaria tarea de encender los cirios del altar mayor para la misa de seis. Enseguida, abrió la puerta del atrio para dar paso a las beatas madrugadoras, quienes rosario en mano, accedieron muy contritas al templo, santiguándose por anticipado.
La siguiente encomienda del encargado, de nombre Felipe, una vez hecha la preparación del altar, es su labor de ayudante de cámara del cura, para lo cual, se dirigió a la sacristía a entregarle los cachivaches de su sagrada vestimenta ―versión expresada en la primera declaración del antes citado. Luego ―dijo―, que una vez que el párroco no fue hallado en ese lugar, y pensando que a este se le hubiese dormido el gallo, subió corriendo a despertarlo, pues ya los feligreses habituales se hallaban a su espera.
Después de tocar varias veces en su puerta y no recibir respuesta alguna, muy extrañado, procedió a llamarlo en voz alta sin que el clérigo contestara o hiciera acto de presencia. Dado lo anterior, giró el picaporte y abrió la puerta que chirrió espeluznante, tanto como la escena que apareció ante los ojos desorbitados del curioso dependiente: Sobre la cama ensangrentada, se hallaba tendido el cura  con un puñal clavado en el pecho, y varias heridas dispersas.
Sobresaltado, abandonó la habitación. Todo fue bajar la escalera y correr por en medio del pasillo de la bancada de feligreses, quienes azorados, no podían dar crédito al que escuchaban gritando como loco: << Que han matado al padre Fermín… que lo han apuñalado… >>. Cruzó el templo hasta salir al atrio sin dejar de vociferar, y presto, se dirigió a dar parte a la autoridad del pueblo. Declaración jurada del ciudadano Felipe ante el Ministerio Público y entregada con oportunidad al inspector de policía.
A la hora que nos presentamos en el lugar de los hechos, ya la muchedumbre estaba siendo contenida fuera del templo por una cadena de uniformados. Subimos por una escalinata muy justa, que a su vez conducía al campanario; el rechinido de la puerta al ser abierta, me produjo algo de escalofrío. Dada mi estatura, tuve que encorvarme, pues el dintel de madera apenas rozaba un metro setenta de alto. Así entonces, entramos a la habitación del párroco a iniciar las primeras averiguaciones. Nada que ver con una investigación técnica y formal, apenas comparable a las que estaba yo acostumbrado a realizar en la ciudad. Tuve que contener al agente del ministerio y demás funcionarios, para que no tocaran nada de lo que se hallaba ahí dentro.
Una vez que fueron tomadas las notas y fotos necesarias, el cadáver fue llevado a la morgue de la presidencia municipal, que no era otra cosa que un cuarto húmedo y frío en una galera; en el interior había una plancha de concreto sin haberse lavado la sangre de otros cuerpos; y en una más,  descansaba otro huésped, al parecer acribillado a balazos en estado de descomposición.
<<  ¡Bonita búsqueda voy a poder hacer en este putrefacto pueblo ―me dije >>.
Aún con ese triste panorama y los pobres antecedentes que me fueron proporcionados, en cuanto pude, me fui informando con los más asiduos al templo; que no iban a ser otros que las beatas que rosario en mano no dejaban de persignarse; con gusto cambiarían su domicilio a un costado de la sacristía, pensé.  Para mi fortuna, me topé con un par de devotísimas del Sagrado no sé de qué… que se arrancaron soltándome la sopa de cuanto chisme fresco y caliente tenían en la punta de la lengua:
―Pues fíjese usted, señor policía…
― ¡Inspector Esteban Cifuentes, para servirles!
― ¡Eso mismo!: Que aquí, aunque usted no lo crea, más de medio pueblo sabía de las intrigas en las que andaba el señor cura con cuanta calenturienta mujer se le atravesaba en su camino, ¿eh?; y como el confesionario viene a ser algo así como un café internet donde todo se sabe o se halla, pues ese hombre sabía al dedillo quiénes, ya fuesen casadas, despechadas, “señoritas”, quedadas, etc.,  requerían de ciertos “servicios”; que él, con muchísimo gusto, se prestaba a otorgárselos sin ningún costo. ¡Nomás eso hubiera faltado, verdad de Dios Santísimo!
―Y… quién sabe a cuántas habrá embarazado el muy retozón ―secundó la otra―, porque a partir de su llegada al pueblo, comenzaron a proliferar por las calles, panzonas sin dueño (las muy tarugas); y no ha de faltar una que otra que pasándose de viva y mal intencionada, no dude ni tantito en colgarle el milagro al incauto marido…
―Si ya llevaba tiempo sembrando sus semillas aquí y allá… ¿no es verdad, Justina? Y que hasta en las rancherías de los alrededores bastante se le supo... ¡Y el colmo de los colmos era que hasta se los bautizaba! ¿Lo puede usted creer, señor inspector? ―agregó la primera.
― ¡Ejem…! En esta villa de pecadores todo es posible y es de creerse, señoras mías…
― ¡Señoritas, si nos hace usted el favor! ¡Se-ño-ri-tas…! Aunque le cueste un poco más de trabajo decirlo. Y ahora, señor inspector… ¿nos podría explicar a qué se debe esa sonrisita malévola?  ¿Dijimos acaso algo gracioso o de mal gusto?
―No, señoritas, nada de eso; la cosa es que me pregunté aquí en mis adentros: ¿Cómo hacían las así complacidas para arrodillarse en el confesionario y decirle al cura: << Acúsome Padre, que yo con usted ya lo hice… y lo seguiré haciendo… si usted me lo permite! >>. Ja, ja, ja, ja…
―Sí, verdad… en eso no nos habíamos puesto a pensar… ora sí que usted con esa nos las ganó todas... tendrían que irse a confesar a otro pueblo; además de darles pistas a otros curas de la congregación.
―Bueno, bueno… dejémonos ya de cosas chuscas, y díganme: ¿Guardan o tienen ustedes en mente a alguien que les parezca sospechoso? Sea hombre o mujer, no importa. Solo para comenzar a tirar del hilo de la madeja… pues siendo yo nuevo aquí en este pueblo y sin conocer a nadie… ustedes sabrán comprenderme, ¿no es verdad?
― ¡Huy, inspector, serían tantos los agraviados sospechosos ―se apuró a decir una de las figuradas  comadres. Si alguno se enteró de las andanzas de su mujer con el cura, y con lo aguerrido y vengativo que son los hombres de aquí… segurito que uno de esos tantos pudo ser el asesino. Ora que… si  una de las que usted les llama “las complacidas”, se enteró de que le estaban metiendo los cuernos y le agarraron los celos, pos también podría haber sido una de las tantísimas que cayeron en las redes del curita calavera.
―No está usted para saberlo, ni yo para contarlo ―metió su cuchara la otra sin dejar en paz su rosario―, pero en este pueblo, tan solo en lo que va de este año que va corriendo, ya van dos suicidios casi seguidos: una muy jovencita, y otra algo madura, ya rayando los cuarenta; quién quita y prefirieron pelarse de este mundo nomás de puro despecho… o de arrepentimiento, vaya usted a saber… El de la joven que le digo ―santiguándose―, es muy reciente. ¡Esa pobre criatura, tan chula que estaba! Hará no más de un par de semanas que se nos fue.
―Buenas deducciones las de las dos. Se nota cómo tienen de bien desarrollados el ingenio y la suspicacia; podría pensarse que hasta pudiesen quitarme la chamba. Y por lo que veo, tendré que entrevistar a cuanta falda hay en este pueblo; seguro que alguna pudo haber sido sorprendida, guiada por las reacciones del marido para con ella. Pero en fin, ya veré cómo le hago y con qué me hallo más adelante. Gracias, señoritas, por su desinteresada y valiosa ayuda; que tengan un buen día. ¡Ah!, y aprovechando de su gentileza, ¿podrían ustedes orientarme con los datos generales de las suicidas?
― ¡Claro que sí, inspector! Una de ellas era la mujer del carnicero; que por cierto, dicen que ya tenía unos cuatro meses de embarazo; y la otra, la sobrina del sacristán del templo; aunque todos sabemos muy bien que en verdad era hija de él y de la encargaba del servicio y cuidado en vida del muertito, que Dios tenga en su Santa Gloria ―santiguándose―; aunque quizás y el muy coscolino ya se halle en los merititos infiernos.
― ¡Ay, Justina! ¡Óyete nomas… cómo eres de mal pensada, Dios te va a castigar por maldiciente!
***
En tanto el carnicero, un hombrón de mirada fiera, enfundado en un mandil tinto de sangre, con las mangas arremangadas hasta los codos, asentaba el filo de un cuchillo de filetear repasándolo en la chaira, a la vez que, sin emitir otro sonido que no fuese el de la herramienta, escuchaba indiferente mi presentación y argumentos; y luego de clavar con maestría el cuchillo en el tronco de cortes y de fijar en mí unos ojos trocados en los de un perro manso, me dijo:
―Mire usted, amigo, lo mejor será que siga su camino y no me venga a mí con malos recuerdos. Yo quise y sigo queriendo…, a más de extrañar muchísimo a esa, mi chaparrita chula, de quien sigo sin entender por qué demonios se quitó la vida… si yo la quería y trataba con más amor que ni mi misma suegra; y que, pos… la mera verdad, mejor hubiera sido la madre y no la hija la suicidada.
Sin añadir más, al hombrón vuelto un crío, le escurrieron gruesas lágrimas, y con una señal de la mano, cual si la incómoda visita fuese un apestado, me urgió a largarme cuanto antes del local.
***
Una vez dentro del templo en busca del sacristán, el olor a copal y cera quemada me invadieron. Me sentí como aquel veedor, el que indolente fisgonea y todo lo pregunta e inspecciona con marcada malicia. Ahí, a mitad de la nave, hallé al hombre absorto en el trabajo diario de barrer y acomodar bancas. En esos días no habría servicio ―deduje, dados los acontecimientos―; quizás y por la fuerza de la costumbre y para evitar el tedio, el fiel criado del Señor y del finado cura, se hallaba en las nubes barre que barre, dándose cuenta de mi presencia cuando ya casi me tenía enfrente.
― ¡Bendito susto el que me ha pegado usted, inspector! ¡Buen día! Dígame, ¿en qué puedo servirle? Porque supongo que andará usted en su indagación por todas partes.
― ¿Felipe, verdad? ―así es, contestó el interpelado. Bien, bien… por ahí uno que otro pajarillo me ha puesto al día de su vida: que si la criadita del finado y usted fueron los padres de la finada jovencita que por desgracia optó, en su plena lozanía, por abandonar esta vida. Siento y comprendo que para ustedes fue un mazazo desgarrador; tanto moral como sentimental; créame, don Felipe, cuánto me duele verlo así.
Recién comenzaba la entrevista, cuando por la puerta falsa del templo entró un joven ataviado con un uniforme de policía, al parecer de múltiples usos y soles, al cual le faltaba una que otra botonadura, que no remiendos. Llegó hasta el sacristán, tomó y besó su mano con mucha reverencia, para enseguida saludarme con notoria frialdad esquivando mi mirada.
―Le presento a mi hijastro, inspector ―dijo el sacristán.
Cuando el muchacho se metió a la sacristía, Felipe casi me susurró: Él no sabe que su verdadero padre fue el anterior y ya finado por la gracia de Dios, cura de este templo; el mismo que le colgó el milagrito a mi actual pareja  ―confidencia que el sacristán me soltó sin haber sido solicitada. Es buen muchacho ―añadió― quizá algo atolondrado, pero buen muchacho ―me dijo―; viene a hacer las veces de acólito mayor en sus ratos libres; aunque ahora, en cuanto cumplió los dieciocho reglamentarios y pasó a formar parte del cuerpo de policía del pueblo, dedica menos tiempo a la casa de Dios.
― ¡Vaya, vaya, bonita congregación esta, la de “La Santa Vela Perpetua” que tienen ustedes los católicos aquí en el pueblo! Con tantísima y cuánta razón dicen y pregonan: creceos y multiplicaos… y amaos los unos a los otros, entrañablemente… ¡Ejem, ejem! Usted disculpará el atrevimiento del chascarrillo, don Felipe. Y a propósito, ¿me podría usted decir de qué o como murió el párroco que antecedió al que nos ocupa?
―Pos unos dicen que de muerte natural, otros que de congestión alcohólica porque chupaba mucho vino de consagrar… a veces ni podía sostenerse derechito dando la misa y en el sermón se trababa y se le enredaba la lengua; pa’ mí que murió de muerte cianural… pues también a ese le  sobraban los agraviados. Yo no era uno de ellos, no me vea usted con esos ojos suspicaces, inspector; porque yo acepté a mi Paulita con su hijo cuando ya el chamaco estaba bastante crecidito. ¿Qué serían… dos o tres añitos?, no más.
“Así que la jovencita suicida… discúlpeme usted don Felipe, que de este modo me refiera yo a la finada… ―Almita, se apresuró a aclarar el sacristán―. Bueno, siendo de esa manera… Almita, entonces; ¿acaso dejó algún escrito o mencionó a alguien cercano sus intenciones de suicidio?
―Lo del escrito sí, inspector. De que se lo haya mencionado a alguien lo ignoro. Ese documento obra en poder de las autoridades, pero yo me lo sé de memoria:
<< Papacitos míos: He tomado la decisión de abandonar esta vida, acosada por un pecado imperdonable; que para mi desgracia, no puedo develar en confesión: Tonta y locamente enamorada, me entregué en cuerpo y alma al padre Fermín. Él, muy a pesar de haberse enterado de mi embarazo, buscó con otras feligresas nuevas aventuras. El remordimiento, sino es que el despecho, me orillan a tomar este camino. No se culpe a nadie de mi muerte. Les quiso y adoró: Su hija, Almita >>. 
“Nosotros le rogamos a la autoridad que no hiciera del conocimiento de la población la causa del suicidio, por aquello de guardar las apariencias y la honra de mi hija, comprenderá usted…”
***
―Señor inspector, disculpe que lo interrumpa de sus muchas ocupaciones ―dijo el forense recién llegado de la capital―, pero creo que esto que hallé en el puño cerrado del cura, será de sumo interés para usted: diciendo y entregando en propia mano un botón de uniforme de policía.
― ¡Ah, caray, esto sí me resulta más que interesante…! ¡Sargento ―llamé al guardia que tenía al lado para ordenarle―: << Arreste de inmediato al chamaco del sacristán, subalterno suyo, y me lo encierra a piedra y lodo para interrogarlo >>. Esto sí que no me lo esperaba… ―exclamé mordisqueando el cigarrillo encendido que me cegaba con el humo. Alegre, nervioso y desconcertado ―me dije―: << Este caso se está resolviendo solito, ¡yupi! >>,
***
―Sí, inspector, reconozco y acepto que el botón es de mi uniforme; pero ello se debió a un altercado que tuve con el jodido muerto. Fui a buscarle hasta su habitación… sí, con deseos de estrangularlo; pero el muy cínico se burló de mí diciendo: << Estúpido escuincle… tú, ¿viniendo a amenazarme? Que me encorajino, me le voy encima y comenzamos a forcejear. Fue cuando por querer dominarme, me arrancó un botón de la guerrera. Total que lo aventé y me salí del cuarto, no sin que antes, ambos, nos gritáramos palabrotas bajo el mismo techo de Dios nuestro Señor―persignándose―. Pero hasta ahí quedó la cosa. Yo me fui  pa’ mi chamba, y él se quedó en su cuarto limpiándose la sangre de la nariz. Yo le juro, inspector, por la memoria de mi hermanita, que no le hice más daño a ese cabrón, que darle un par de bofetones y mentarle a su madre.
―Quisiera creerte, muchacho, pero las evidencias me dicen más que tus palabras… Por lo pronto te me quedas aquí encerrado, en tanto yo continúo con mis investigaciones. Pero antes de dejarte, ¿podrías decirme… a qué se debió tu acalorada actitud?
―La cosa estuvo en que hallé a mi madre muy mortificada llorando en la cocina, y al preguntarle la razón, me dejó saber al detalle lo que motivó a mi hermanita a quitarse la vida… y pos la mera verdad no pude quedarme así como así…, sin darle su buen merecido castigo a ese infame dizque representante de Dios en la Tierra.
***
― ¡Señor inspector… señor inspector, ahí en la barandilla está una señora que dice ser la madre del hijo de don Felipe el sacristán… Está hecha un mar de lágrimas y asegura que solo ella y nadie más se encargó de despacharse a los dos padrecitos de la parroquia…! Y que… pos que ya soltemos a su chamaco, que al fin y al cabo, él nada tuvo que ver con la muerte del cura Fermín; y que quiere confesárselo todo a usted sin importarle que todo el pueblo se entere.
En el interrogatorio a la propia acusada, esta no pudo demostrar su autoría, pues no logró describir la escena del crimen ni el origen y forma del puñal usado; y mucho menos, el orden de las cosas. Toda una serie de contradicciones que me orillaron a dar mayor crédito al asesinato del primero, pues según las investigaciones subsecuentes, la presunta homicida, cuando joven, había trabajado en lo del boticario del pueblo, su tío y protector al quedar ella huérfana. De ahí el origen de ciertas sustancias bebedizas…nada difícil de deducir.
De las prácticas forenses subsecuentes, se determinó que, si bien en la empuñadura del cuchillo empleado no se hallaban huellas del criminal, sí las había, aunque parciales, en la hoja del mismo; además de haberse encontrado restos de sangre  en las uñas de las manos del hijastro del sacristán, cuyo resultado de ADN, coincidía con las muestras tomadas del occiso y previamente enviadas a la ciudad; conclusión que me fue enviada vía exprés para ser adherida al expediente.
Así entonces, madre e hijo quedaron bajo custodia de las autoridades del pueblo. Entretanto que yo, por mis méritos en campaña, fui ascendido y reinstalado en el acto,  con medalla y toda la cosa, en mi desacomodado puesto de la gran ciudad.