Alejandro Franco
Mexico
Apenas despuntaba el alba,
cuando el sacristán de la parroquia se hallaba ensimismado en su diaria tarea
de encender los cirios del altar mayor para la misa de seis. Enseguida, abrió
la puerta del atrio para dar paso a las beatas madrugadoras, quienes rosario en
mano, accedieron muy contritas al templo, santiguándose por anticipado.
La siguiente encomienda del
encargado, de nombre Felipe, una vez hecha la preparación del altar, es su
labor de ayudante de cámara del cura, para lo cual, se dirigió a la sacristía a
entregarle los cachivaches de su sagrada vestimenta ―versión expresada en la
primera declaración del antes citado. Luego ―dijo―, que una vez que el párroco
no fue hallado en ese lugar, y pensando que a este se le hubiese dormido el
gallo, subió corriendo a despertarlo, pues ya los feligreses habituales se
hallaban a su espera.
Después de tocar varias
veces en su puerta y no recibir respuesta alguna, muy extrañado, procedió a llamarlo
en voz alta sin que el clérigo contestara o hiciera acto de presencia. Dado lo
anterior, giró el picaporte y abrió la puerta que chirrió espeluznante, tanto
como la escena que apareció ante los ojos desorbitados del curioso dependiente:
Sobre la cama ensangrentada, se hallaba tendido el cura con un puñal clavado en el pecho, y varias
heridas dispersas.
Sobresaltado, abandonó la
habitación. Todo fue bajar la escalera y correr por en medio del pasillo de la
bancada de feligreses, quienes azorados, no podían dar crédito al que
escuchaban gritando como loco: << Que han matado al padre Fermín… que lo
han apuñalado… >>. Cruzó el templo hasta salir al atrio sin dejar de vociferar,
y presto, se dirigió a dar parte a la autoridad del pueblo. Declaración jurada del
ciudadano Felipe ante el Ministerio Público y entregada con oportunidad al
inspector de policía.
A la hora que nos
presentamos en el lugar de los hechos, ya la muchedumbre estaba siendo contenida
fuera del templo por una cadena de uniformados. Subimos por una escalinata muy
justa, que a su vez conducía al campanario; el rechinido de la puerta al ser
abierta, me produjo algo de escalofrío. Dada mi estatura, tuve que encorvarme,
pues el dintel de madera apenas rozaba un metro setenta de alto. Así entonces,
entramos a la habitación del párroco a iniciar las primeras averiguaciones.
Nada que ver con una investigación técnica y formal, apenas comparable a las
que estaba yo acostumbrado a realizar en la ciudad. Tuve que contener al agente
del ministerio y demás funcionarios, para que no tocaran nada de lo que se
hallaba ahí dentro.
Una vez que fueron tomadas
las notas y fotos necesarias, el cadáver fue llevado a la morgue de la
presidencia municipal, que no era otra cosa que un cuarto húmedo y frío en una
galera; en el interior había una plancha de concreto sin haberse lavado la
sangre de otros cuerpos; y en una más,
descansaba otro huésped, al parecer acribillado a balazos en estado de descomposición.
<< ¡Bonita búsqueda voy a poder hacer en este
putrefacto pueblo ―me dije >>.
Aún con ese triste
panorama y los pobres antecedentes que me fueron proporcionados, en cuanto pude,
me fui informando con los más asiduos al templo; que no iban a ser otros que
las beatas que rosario en mano no dejaban de persignarse; con gusto cambiarían
su domicilio a un costado de la sacristía, pensé. Para mi fortuna, me topé con un par de
devotísimas del Sagrado no sé de qué… que se arrancaron soltándome la sopa de
cuanto chisme fresco y caliente tenían en la punta de la lengua:
―Pues fíjese usted, señor
policía…
― ¡Inspector Esteban
Cifuentes, para servirles!
― ¡Eso mismo!: Que aquí,
aunque usted no lo crea, más de medio pueblo sabía de las intrigas en las que andaba
el señor cura con cuanta calenturienta mujer se le atravesaba en su camino,
¿eh?; y como el confesionario viene a ser algo así como un café internet donde
todo se sabe o se halla, pues ese hombre sabía al dedillo quiénes, ya fuesen
casadas, despechadas, “señoritas”, quedadas, etc., requerían de ciertos “servicios”; que él, con
muchísimo gusto, se prestaba a otorgárselos sin ningún costo. ¡Nomás eso
hubiera faltado, verdad de Dios Santísimo!
―Y… quién sabe a cuántas habrá
embarazado el muy retozón ―secundó la otra―, porque a partir de su llegada al
pueblo, comenzaron a proliferar por las calles, panzonas sin dueño (las muy tarugas);
y no ha de faltar una que otra que pasándose de viva y mal intencionada, no
dude ni tantito en colgarle el milagro al incauto marido…
―Si ya llevaba tiempo
sembrando sus semillas aquí y allá… ¿no es verdad, Justina? Y que hasta en las
rancherías de los alrededores bastante se le supo... ¡Y el colmo de los colmos
era que hasta se los bautizaba! ¿Lo puede usted creer, señor inspector? ―agregó
la primera.
― ¡Ejem…! En esta villa de
pecadores todo es posible y es de creerse, señoras mías…
― ¡Señoritas, si nos hace
usted el favor! ¡Se-ño-ri-tas…! Aunque le cueste un poco más de trabajo decirlo.
Y ahora, señor inspector… ¿nos podría explicar a qué se debe esa sonrisita
malévola? ¿Dijimos acaso algo gracioso o
de mal gusto?
―No, señoritas, nada de
eso; la cosa es que me pregunté aquí en mis adentros: ¿Cómo hacían las así
complacidas para arrodillarse en el confesionario y decirle al cura: << Acúsome
Padre, que yo con usted ya lo hice… y lo seguiré haciendo… si usted me lo
permite! >>. Ja, ja, ja, ja…
―Sí, verdad… en eso no nos
habíamos puesto a pensar… ora sí que usted con esa nos las ganó todas... tendrían
que irse a confesar a otro pueblo; además de darles pistas a otros curas de la
congregación.
―Bueno, bueno… dejémonos
ya de cosas chuscas, y díganme: ¿Guardan o tienen ustedes en mente a alguien
que les parezca sospechoso? Sea hombre o mujer, no importa. Solo para comenzar
a tirar del hilo de la madeja… pues siendo yo nuevo aquí en este pueblo y sin
conocer a nadie… ustedes sabrán comprenderme, ¿no es verdad?
― ¡Huy, inspector, serían
tantos los agraviados sospechosos ―se apuró a decir una de las figuradas comadres. Si alguno se enteró de las andanzas
de su mujer con el cura, y con lo aguerrido y vengativo que son los hombres de
aquí… segurito que uno de esos tantos pudo ser el asesino. Ora que… si una de las que usted les llama “las
complacidas”, se enteró de que le estaban metiendo los cuernos y le agarraron
los celos, pos también podría haber sido una de las tantísimas que cayeron en
las redes del curita calavera.
―No está usted para
saberlo, ni yo para contarlo ―metió su cuchara la otra sin dejar en paz su
rosario―, pero en este pueblo, tan solo en lo que va de este año que va
corriendo, ya van dos suicidios casi seguidos: una muy jovencita, y otra algo
madura, ya rayando los cuarenta; quién quita y prefirieron pelarse de este
mundo nomás de puro despecho… o de arrepentimiento, vaya usted a saber… El de
la joven que le digo ―santiguándose―, es muy reciente. ¡Esa pobre criatura, tan
chula que estaba! Hará no más de un par de semanas que se nos fue.
―Buenas deducciones las de
las dos. Se nota cómo tienen de bien desarrollados el ingenio y la suspicacia;
podría pensarse que hasta pudiesen quitarme la chamba. Y por lo que veo, tendré
que entrevistar a cuanta falda hay en este pueblo; seguro que alguna pudo haber
sido sorprendida, guiada por las reacciones del marido para con ella. Pero en
fin, ya veré cómo le hago y con qué me hallo más adelante. Gracias, señoritas,
por su desinteresada y valiosa ayuda; que tengan un buen día. ¡Ah!, y aprovechando
de su gentileza, ¿podrían ustedes orientarme con los datos generales de las
suicidas?
― ¡Claro que sí,
inspector! Una de ellas era la mujer del carnicero; que por cierto, dicen que
ya tenía unos cuatro meses de embarazo; y la otra, la sobrina del sacristán del
templo; aunque todos sabemos muy bien que en verdad era hija de él y de la
encargaba del servicio y cuidado en vida del muertito, que Dios tenga en su
Santa Gloria ―santiguándose―; aunque quizás y el muy coscolino ya se halle en
los merititos infiernos.
― ¡Ay, Justina! ¡Óyete
nomas… cómo eres de mal pensada, Dios te va a castigar por maldiciente!
***
En tanto el carnicero, un
hombrón de mirada fiera, enfundado en un mandil tinto de sangre, con las mangas
arremangadas hasta los codos, asentaba el filo de un cuchillo de filetear
repasándolo en la chaira, a la vez que, sin emitir otro sonido que no fuese el
de la herramienta, escuchaba indiferente mi presentación y argumentos; y luego
de clavar con maestría el cuchillo en el tronco de cortes y de fijar en mí unos
ojos trocados en los de un perro manso, me dijo:
―Mire usted, amigo, lo
mejor será que siga su camino y no me venga a mí con malos recuerdos. Yo quise
y sigo queriendo…, a más de extrañar muchísimo a esa, mi chaparrita chula, de
quien sigo sin entender por qué demonios se quitó la vida… si yo la quería y
trataba con más amor que ni mi misma suegra; y que, pos… la mera verdad, mejor
hubiera sido la madre y no la hija la suicidada.
Sin añadir más, al hombrón
vuelto un crío, le escurrieron gruesas lágrimas, y con una señal de la mano,
cual si la incómoda visita fuese un apestado, me urgió a largarme cuanto antes
del local.
***
Una vez dentro del templo
en busca del sacristán, el olor a copal y cera quemada me invadieron. Me sentí
como aquel veedor, el que indolente fisgonea y todo lo pregunta e inspecciona
con marcada malicia. Ahí, a mitad de la nave, hallé al hombre absorto en el
trabajo diario de barrer y acomodar bancas. En esos días no habría servicio
―deduje, dados los acontecimientos―; quizás y por la fuerza de la costumbre y
para evitar el tedio, el fiel criado del Señor y del finado cura, se hallaba en
las nubes barre que barre, dándose cuenta de mi presencia cuando ya casi me
tenía enfrente.
― ¡Bendito susto el que me
ha pegado usted, inspector! ¡Buen día! Dígame, ¿en qué puedo servirle? Porque
supongo que andará usted en su indagación por todas partes.
― ¿Felipe, verdad? ―así
es, contestó el interpelado. Bien, bien… por ahí uno que otro pajarillo me ha
puesto al día de su vida: que si la criadita del finado y usted fueron los
padres de la finada jovencita que por desgracia optó, en su plena lozanía, por
abandonar esta vida. Siento y comprendo que para ustedes fue un mazazo desgarrador;
tanto moral como sentimental; créame, don Felipe, cuánto me duele verlo así.
Recién comenzaba la
entrevista, cuando por la puerta falsa del templo entró un joven ataviado con
un uniforme de policía, al parecer de múltiples usos y soles, al cual le
faltaba una que otra botonadura, que no remiendos. Llegó hasta el sacristán,
tomó y besó su mano con mucha reverencia, para enseguida saludarme con notoria frialdad
esquivando mi mirada.
―Le presento a mi
hijastro, inspector ―dijo el sacristán.
Cuando el muchacho se
metió a la sacristía, Felipe casi me susurró: Él no sabe que su verdadero padre
fue el anterior y ya finado por la gracia de Dios, cura de este templo; el
mismo que le colgó el milagrito a mi actual pareja ―confidencia que el sacristán me soltó sin
haber sido solicitada. Es buen muchacho ―añadió― quizá algo atolondrado, pero
buen muchacho ―me dijo―; viene a hacer las veces de acólito mayor en sus ratos
libres; aunque ahora, en cuanto cumplió los dieciocho reglamentarios y pasó a
formar parte del cuerpo de policía del pueblo, dedica menos tiempo a la casa de
Dios.
― ¡Vaya, vaya, bonita
congregación esta, la de “La Santa Vela Perpetua” que tienen ustedes los
católicos aquí en el pueblo! Con tantísima y cuánta razón dicen y pregonan:
creceos y multiplicaos… y amaos los unos a los otros, entrañablemente… ¡Ejem,
ejem! Usted disculpará el atrevimiento del chascarrillo, don Felipe. Y a
propósito, ¿me podría usted decir de qué o como murió el párroco que antecedió
al que nos ocupa?
―Pos unos dicen que de
muerte natural, otros que de congestión alcohólica porque chupaba mucho vino de
consagrar… a veces ni podía sostenerse derechito dando la misa y en el sermón
se trababa y se le enredaba la lengua; pa’ mí que murió de muerte cianural…
pues también a ese le sobraban los
agraviados. Yo no era uno de ellos, no me vea usted con esos ojos suspicaces,
inspector; porque yo acepté a mi Paulita con su hijo cuando ya el chamaco
estaba bastante crecidito. ¿Qué serían… dos o tres añitos?, no más.
“Así que la jovencita
suicida… discúlpeme usted don Felipe, que de este modo me refiera yo a la finada…
―Almita, se apresuró a aclarar el sacristán―. Bueno, siendo de esa manera… Almita,
entonces; ¿acaso dejó algún escrito o mencionó a alguien cercano sus
intenciones de suicidio?
―Lo del escrito sí,
inspector. De que se lo haya mencionado a alguien lo ignoro. Ese documento obra
en poder de las autoridades, pero yo me lo sé de memoria:
<< Papacitos míos:
He tomado la decisión de abandonar esta vida, acosada por un pecado
imperdonable; que para mi desgracia, no puedo develar en confesión: Tonta y
locamente enamorada, me entregué en cuerpo y alma al padre Fermín. Él, muy a
pesar de haberse enterado de mi embarazo, buscó con otras feligresas nuevas
aventuras. El remordimiento, sino es que el despecho, me orillan a tomar este
camino. No se culpe a nadie de mi muerte. Les quiso y adoró: Su hija, Almita
>>.
“Nosotros le rogamos a la
autoridad que no hiciera del conocimiento de la población la causa del
suicidio, por aquello de guardar las apariencias y la honra de mi hija, comprenderá
usted…”
***
―Señor inspector, disculpe
que lo interrumpa de sus muchas ocupaciones ―dijo el forense recién llegado de
la capital―, pero creo que esto que hallé en el puño cerrado del cura, será de
sumo interés para usted: diciendo y entregando en propia mano un botón de
uniforme de policía.
― ¡Ah, caray, esto sí me resulta
más que interesante…! ¡Sargento ―llamé al guardia que tenía al lado para
ordenarle―: << Arreste de inmediato al chamaco del sacristán, subalterno
suyo, y me lo encierra a piedra y lodo para interrogarlo >>. Esto sí que
no me lo esperaba… ―exclamé mordisqueando el cigarrillo encendido que me cegaba
con el humo. Alegre, nervioso y desconcertado ―me dije―: << Este caso se
está resolviendo solito, ¡yupi! >>,
***
―Sí, inspector, reconozco
y acepto que el botón es de mi uniforme; pero ello se debió a un altercado que
tuve con el jodido muerto. Fui a buscarle hasta su habitación… sí, con deseos
de estrangularlo; pero el muy cínico se burló de mí diciendo: << Estúpido
escuincle… tú, ¿viniendo a amenazarme? Que me encorajino, me le voy encima y
comenzamos a forcejear. Fue cuando por querer dominarme, me arrancó un botón de
la guerrera. Total que lo aventé y me salí del cuarto, no sin que antes, ambos,
nos gritáramos palabrotas bajo el mismo techo de Dios nuestro
Señor―persignándose―. Pero hasta ahí quedó la cosa. Yo me fui pa’ mi chamba, y él se quedó en su cuarto
limpiándose la sangre de la nariz. Yo le juro, inspector, por la memoria de mi
hermanita, que no le hice más daño a ese cabrón, que darle un par de bofetones
y mentarle a su madre.
―Quisiera creerte,
muchacho, pero las evidencias me dicen más que tus palabras… Por lo pronto te
me quedas aquí encerrado, en tanto yo continúo con mis investigaciones. Pero
antes de dejarte, ¿podrías decirme… a qué se debió tu acalorada actitud?
―La cosa estuvo en que
hallé a mi madre muy mortificada llorando en la cocina, y al preguntarle la
razón, me dejó saber al detalle lo que motivó a mi hermanita a quitarse la vida…
y pos la mera verdad no pude quedarme así como así…, sin darle su buen merecido
castigo a ese infame dizque representante de Dios en la Tierra.
***
― ¡Señor inspector… señor
inspector, ahí en la barandilla está una señora que dice ser la madre del hijo
de don Felipe el sacristán… Está hecha un mar de lágrimas y asegura que solo ella
y nadie más se encargó de despacharse a los dos padrecitos de la parroquia…! Y
que… pos que ya soltemos a su chamaco, que al fin y al cabo, él nada tuvo que
ver con la muerte del cura Fermín; y que quiere confesárselo todo a usted sin
importarle que todo el pueblo se entere.
En el interrogatorio a la
propia acusada, esta no pudo demostrar su autoría, pues no logró describir la
escena del crimen ni el origen y forma del puñal usado; y mucho menos, el orden
de las cosas. Toda una serie de contradicciones que me orillaron a dar mayor
crédito al asesinato del primero, pues según las investigaciones subsecuentes,
la presunta homicida, cuando joven, había trabajado en lo del boticario del
pueblo, su tío y protector al quedar ella huérfana. De ahí el origen de ciertas
sustancias bebedizas…nada difícil de deducir.
De las prácticas forenses
subsecuentes, se determinó que, si bien en la empuñadura del cuchillo empleado
no se hallaban huellas del criminal, sí las había, aunque parciales, en la hoja
del mismo; además de haberse encontrado restos de sangre en las uñas de las manos del hijastro del
sacristán, cuyo resultado de ADN, coincidía con las muestras tomadas del occiso
y previamente enviadas a la ciudad; conclusión que me fue enviada vía exprés para
ser adherida al expediente.
Así entonces, madre e hijo
quedaron bajo custodia de las autoridades del pueblo. Entretanto que yo, por
mis méritos en campaña, fui ascendido y reinstalado en el acto, con medalla y toda la cosa, en mi desacomodado
puesto de la gran ciudad.
Felicitaciones! Es posible "ver" los personajes y las situaciones como si estuviéramos dentro de tu cuento... y "de yapa" disfrutar del color humorístico que te caracteriza! Bravo!
ResponderBorrarMil gracias, Clide, por dejarme saber tus sinceras y lindas impresiones sobre este trabajo, siendo para mí un gran aliento para seguir intentando lo que algún día, quizá, me permita llegar a ser escritor.
ResponderBorrarFuerte abrazo a nuestra querida y reconocida profesora,
Alejandro
Alejandro, si de algo no tengo dudas es de que eres un gran escritor.
ResponderBorrarEste relato esta impecable.
¡Uff, Osvaldo, ora sí que te pasaste de elogios! Y tú no hace nada mal las quesadillas, como decimos acá por México. Ya leí tu último y me encantó. Gracias, muchas gracias. Un gustazo saber de nuestro muy apreciado coordinador; quien para nuestro infortunio nos dejó... pero ya volverá... nadie abandona así como así a quienes tanto lo aprecian.
ResponderBorrarFuerte abrazo, Alejandro