martes, 25 de marzo de 2014

El elegido



Belisario Oliva Sosa
Perú
En la hermosa caleta de San Andrés, localizada a 350 kilómetros al sur de la ciudad de Lima, sus límpidas y cálidas aguas albergan una variedad importante de peces, por lo que un gran número de pescadores artesanales, con sus multicolores botes y acompañados por sus redes y demás aparejos de pesca, dan a las playas cercanas una vistosa imagen llena de colorido donde naves y pescadores parecieran danzar como ofrenda al mar para obtener éxito en la pesca.
Eulogio Rivas es un joven pescador que ayuda a su padre Aurelio en las faenas diarias saliendo en un pequeño bote de propiedad de la familia. En las faenas de pesca se distingue por sus fuertes brazadas y gran resistencia al nadar en las no muy tranquilas aguas marinas. No logra terminar el último año de educación secundaria porque su padre lo llama a trabajar para atender las necesidades familiares.
Una mañana muy soleada, más o menos a las 9.30 a.m., los Rivas regresan con abundante pesca y de buena calidad. Traen mucha Corvina, lo que se va a traducir en buenos ingresos en dinero, por la gran demanda que tiene este pescado en los restaurantes más exclusivos de la ciudad de Lima.
Como el sol brilla abrasador, Eulogio decide darse un merecido remojón en el mar antes de ayudar a su padre en la reparación de las redes que habían quedado dañadas luego de la última faena. Y así lo hizo. Nada mar adentro apoyándose en su fama de gran nadador. Cuando se dispone a regresar, las corrientes marinas lo impulsan mar adentro, impidiendo su retorno. Por más que lucha contra las corrientes, no puede superarlas, alza las manos pidiendo auxilio, para que sus colegas puedan verlo, pero estos ni se inmutan. Jamás se les pasa por la mente que el gran Eulogio puede estarse  ahogando. Desesperado y agotado Eulogio decide “hacerse el muerto” y se deja llevar por la corriente marina para de esta manera recuperar fuerzas.
Después de flotar por espacio de más de dos horas, llevado por la corriente marina, el joven no puede creer lo que ven sus ojos: Una isla de regulares dimensiones con abundante vegetación. Con sus últimas fuerzas nada hacia ella; cuando por fin llega a sus playas se siente desfallecer y cae rendido en la arena.
Eulogio despierta echado sobre una tarima, rodeado por hombres, mujeres y niños que lo observan. Todos usan la misma vestimenta, como uniformados, con blusa, pantalón y mocasines hechos de una piel muy fina, adecuadas al ambiente de mucha vegetación y abrasante sol. Una joven le acerca un bol con agua y le indica que la beba. A la par, un adulto, que aparenta ser el jefe, se le acerca y le dice:
––Te vimos llegar nadando a la playa y desplomarte desmayado. Has estado inconsciente por más de seis horas. Estás muy agotado y deshidratado. Debes de venir de lugares muy lejanos. Sigue descansando que muy pronto te daremos alimentos para acelerar tu total recuperación.
Con las atenciones de los lugareños y por su fuerte contextura, Eulogio se recupera rápidamente. El jefe de la civilización lo invita a conocer algunos aspectos importantes de la isla. Ayudado por una comitiva inicia su recorrido utilizando los innumerables puentes colgantes amarrados fuertemente a las copas de los inmensos y frondosos árboles que en gran número existen en el lugar. Otros puentes dan la impresión de estar sellados a las rocas y acantilados, que también hay en gran cantidad. Pasan cerca a una construcción que ellos lo llaman Bazar. Allí se venden telas y pieles de diversa textura y color. Al preguntar por el precio de una de ellas, le responden que en su civilización no existe el dinero. Todas las adquisiciones se truecan con trabajo.
Luego llegan a unas lomas, de un esplendoroso verdor, cuyo paisaje es bellamente adornado por dos cataratas de más de cien metros de altura. Las caídas de agua permiten la formación de arcos iris y de refrescantes brisas que le dan al lugar una belleza indescriptible. A una regular distancia de las cataratas, existe una gran construcción con varios ambientes cuyo techo parece ser de pasto vivo por el exuberante verdor que presenta. Uno de la comitiva le indica que aquel edificio es conocido por todos como el Templo del Saber donde los Dubsar, enseñan a todos no solo Religión,  para tener un concepto definido de lo infinito, si no también Filosofía, para comprender el bien y el mal; Geometría, para medir la Tierra; Aritmética, para cálculos cotidianos; Astronomía para calcular las variaciones climáticas y las estaciones; Mecánica e Hidráulica para la ingeniería y, Arquitectura, para hacer las construcciones. A este templo debe asistir a partir de mañana Eulogio para empaparse de toda la cultura de esta isla y probar si puede adaptarse a ella. Luego pasan por unos ambientes solamente techados, que ellos llamaron los Comedores, donde toman sus alimentos. Su dieta básicamente está conformada por legumbres, verduras y frutas varias. No consumen carne, a excepción del pescado, dos veces a la semana.
Luego de permanecer por más de tres meses en la isla, Eulogio repara en la total ausencia de ancianos en la comunidad, preocupación que traslada al jefe de esta extraña pero eficiente civilización. Este, que lo ha llamado para comunicarle algo muy importante, le dice:
––Comprendo tu preocupación Eulogio. En nuestra civilización no existe la ancianidad. Cuando llegamos a los 150 años de edad en el tiempo de nosotros, nos dirigimos a un lugar muy secreto, que no te enseñamos por seguridad. Allí, una glándula de nuestro cuerpo segrega un líquido que envuelve todo nuestro ser como si fuera una crisálida gigante. Así permanecemos encerrados  por espacio de siete días, al cabo de los cuales la envoltura se deshace y escapa una energía inteligente en forma de luz brillante que tiene la facultad de viajar por todo el universo sin limitaciones de tiempo ni espacio. Es la retribución por haber logrado nuestro total desarrollo físico y espiritual.
“Pero esa no es la razón principal por la que te he convocado. Los Dubsar me han hecho llegar las conclusiones del estudio sobre tu situación en la isla y las posibilidades de adaptación a nuestra cultura. Ellos consideran que es necesario que en tu mundo, completes tu formación personal con más vivencias terrenales y con mayores elementos de instrucción y culturas profesionales. Para lograr ello te hemos construido una nave para que llevada por las corrientes marinas te ubiquen en la dimensión y el lugar de donde provienes.
Y así ocurre. En el horizonte de la caleta de San Andrés, la nave con Eulogio a bordo es divisada por su padre y por sus amigos pescadores, quienes prestos y ayudados por sus embarcaciones remolcan a la nave de Eulogio hasta las playas de la caleta.
Don Aurelio abrazando a su hijo le dice:
––Hace 24 horas que te estamos buscando, no he salido en faena por ello. Creímos lo peor, que te habías ahogado, solo esperábamos que el mar arrojara tu cadáver.
––No puede ser posible que solo ha transcurrido un día, si yo he permanecido más de tres meses en una isla.
Las declaraciones de Eulogio son tomadas como divagaciones a consecuencia de su excesiva exposición al sol. Lo importante es que está de regreso “vivito y coleando”.
En los días siguientes, con los ánimos más calmados, Eulogio comunica a su padre su deseo de terminar los estudios secundarios y presentarse el próximo año a la Universidad de la ciudad de Ica, para estudiar Ingeniería Pesquera. Don Aurelio aprueba todos los proyectos de superación personal de su hijo mayor.
Para Eulogio el tiempo pasa volando entre las faenas de pesca ayudando a su padre, sus clases y carenando la nave con la que regresó de la isla. Llegó el día de su graduación y Eulogio se tituló de Ingeniero Pesquero.
De inmediato se aboca a conseguir que la familia adquiriera una de las bolicheras que el Gobierno está rematando. Convence a su padre de vender su viejo bote y con un préstamo, que solicitan a la Cooperativa de Pescadores Artesanales, completan la cuota inicial que les piden. La familia Rivas continua con suerte; una vez que asumen la plena propiedad de la bolichera, la Pesquera Huáscar, —una de las más importantes de la zona—, les ofrece comprar toda su pesca de anchoveta siempre y cuando trabajaran de manera exclusiva para esta empresa. Con ello la familia Rivas tiene  asegurada su tranquilidad económica por varios años.
Solo cuando comprueba que su familia se ha consolidado laboral y económicamente, Eulogio decide partir en la nave que los isleños le han construido. Su padre Aurelio, no hace preguntas, pero le recuerda que desde su regreso había cambiado mucho, pero para bien. A través de la amplia ventana de su dormitorio, con los ojos llenos de lagrimas, don Aurelio observa como la nave se va alejando, guiada por las corrientes marinas y llevando a su primogénito a su destino señalado. Al mismo tiempo Eulogio recibe telepáticamente el siguiente mensaje: “Eulogio estas en el camino correcto, te esperamos con los brazos abiertos.”



domingo, 16 de marzo de 2014

La oportunidad perdida de Sant Jordi

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Jordi Suñé Cortés
España
No serían más allá de las once de la noche cuando  podría haber cambiado mi vida.
Sobrepasaba la cincuentena, un tanto barrigón y de mentón ampliamente despejado. Estaba cansado de ir por ahí matando dragones a diestro y siniestro con mi brillante espada. Estaba cansado de salvar reinas y princesas de esa plaga que llegó a asolar toda Europa. A cierta edad, uno debía ir pensando en recogerse. Había llegado el momento de dejar de pingonear, recibir beneplácitos y favores de damas agradecidas. Tenía el cuerpo lleno de cicatrices de tanto luchar con las garras de esos apestosos, ardientes y aguerridos monstruos. Mi vida debía cambiar. Así que me retiré a mi castillo. Pero me sentía solo.
Al poco tiempo, me llegó una invitación para asistir a una fiesta. Ésta la organizaba la Duquesa del Morrofino, de gran reputación entre la nobleza, para ver si conseguía casar a su hija mayor: rebelde y aventurera, estaba a punto de pasársele el arroz.
Aunque las fiestas ya no eran lo que fueron, debido a los problemas con la curia que cada vez exigía más recato y abstinencia de todo orden. Al menos, en casa de los Morrofino se comía como en ningún otro sitio – siglos más tarde, su cocina sería reconocida con tres estrellas -. Acudí sin más intención de llenarme el buche con esos exquisitos manjares. La casadera en cuestión, a pesar de que pudiera interesarme, sabía que no estaba al alcance de un vejestorio como yo, sin título nobiliario ni gran fortuna. Monté a mí caballo y a casa de la Duquesa que me fui.
Cuando se inició el baile, me encontraba recostado sobre una silla intentado digerir con pesadez las viandas ingeridas. Tenía la mente en blanco, sin pensar en nada, a pesar de la verborrea que me estaba infringiendo un caballero andante: siempre con las mismas historias, las mismas hazañas, las mismas heroicidades.
De repente, algo sucedió. Las parejas que se encontraban en la pista de baile corrían despavoridas a los extremos de la sala o subiéndose sobre sillas o mesas. Los comensales y criados estaban nerviosos, gritaban de terror agazapados.
Sacándome el sopor de encima, me puse en alerta, no era normal tal reacción sincopada. Como por instinto, desenfundé mi espada y me precipité al centro de la sala, solo ante el peligro, pero qué peligro, me pregunté. Miré a mi alrededor, sin embargo, era incapaz de vislumbrar lo que había ocasionado tal algarabía. Pensé, en seguida, en un dragón o en un  villano, sin embargo, no había rastro de tales malignas criaturas. Cuando vi a la hija de la Duquesa señalando con su dedo pulgar extendido – cosa poco fina para hembra tan distinguida – un tapiz de figuras ecuestres. Agucé la vista y me acerqué cuidadosamente mientras oía tras de mí exclamaciones de admiración. No veía nada de nada, pero nada, absolutamente nada, serán las gafas, será el vino, pensé. Cuando de pronto de debajo del tapiz - que llegaba al suelo - apareció un ratón de dimensiones descomunales y sobre sus lomos cabalgaba una peluda y hedionda araña. Por una extraña razón que desconozco, se dirigía sin titubear a la silla en que se encontraba encaramada la rica heredera, la hija de la Duquesa. Esta la miró con espanto mientras se arremangaba la falda hasta las enaguas.
Entonces, me di cuenta de la grave situación. Blandí mi espada en alto y salté en pos del roedor. Seccioné su cabeza de un certero sablazo rodando por el suelo enmoquetado. La araña salió despedida yendo a parar sobre el ostentoso moño de la duquesita. Todos se apartaron de ella. El arácnido atravesó su mullida cabellera perdiéndose en su inmensidad. Ella se agitaba como una epiléptica en pleno ataque. Estaba fuera de sí.
Preso, puse mis manos sobre su áspero pelo, sin embargo, no lograba dar con tan repugnante bichejo. Y fue entonces cuando se me ocurrió. Vi de trasquilo una vela encendida, la cogí con decisión y prendí la cabellera de la dama. Esta ardió al instante tardando menos del haz del rayo en aparecer la araña medio chamuscada.  La cogí con mi guante y la estrujé con todas mis fuerzas, hasta que se oyó un chasquido y un viscoso líquido blanco manchó mi prenda. La araña había fallecido, y el roedor también.
Como agradecimiento, los Duques, me ofrecieron la mano de su hija. Sin embargo, no pude aceptar. Cautivo de mi leyenda, Sant Jordi no hubo de casarse, así pues seguiré soltero.    

viernes, 14 de marzo de 2014

La lujuria viaja en ascensor



Clide Gremiger
Rio Cuarto, Argentina 
 
“Es la última vez que lo hago”, se decía Helena, sin darse cuenta de que se sentenciaba por décima vez.
Nadie podía adivinar lo que ella hacía cada mañana. En aquel ascensor cabían seis personas y podrían no haber sido nunca las mismas, porque estaba en un amplio hall junto a otros tres ascensores y en un edificio de varios pisos, donde se distribuían sesenta y seis oficinas. Eso podría haber ocurrido; que subieran almas diferentes al mismo ascensor y así por largo tiempo. O tal vez, nadie miraba a nadie y por eso no se reconocían. Algunos lanzaban un “buen día”, casi con vergüenza, mirando el piso o el tablero. Idéntico razonamiento cruzó por la cabeza de Helena, luego de la primera vez que coincidió con aquel joven de auriculares al oído. De hecho no lo hubiera reconocido una segunda vez si no fuera porque en la primera ocasión a ella le ocurrió algo inusual.
El joven había llegado casi corriendo al ascensor antes de que se cerrara la puerta. A Helena, quien ya estaba dentro, la hizo sonreír la desesperación del muchacho por no esperar el próximo descenso. Al entrar la rozó levemente y ella se estremeció de pies a cabeza. Una vibración inconfundible: deseo. El joven bajó en el quinto piso y ella siguió hasta el sexto, como en un barco, las piernas en dificultoso equilibrio y el resto del cuerpo con sensaciones desestabilizantes. No podía creer lo que le ocurría.
El segundo día ya fue de experimento. Ella tenía que averiguar si le sucedería lo mismo. Apenas lo vio acercarse al ascensor se dijo “lo voy a rozar para ver qué pasa”. No fue necesario. El joven puso un pie en la cajuela y un aroma a perfume atabacado penetró por las fosas nasales de Helena como una caricia que bajaba en relación inversa al ascensor: con cada piso que subían, el perfume recorría su cuello, bajaba por su pecho, cosquilleaba en su vientre y seguía como una pesada y serpenteante gota de sudor que no paraba de bajar.
El tercero ya no fue coincidencia. Helena esperó en torpe disimulo a que el joven se acercara para ascender juntos. Se ubicó detrás de él y mientras soportaba con dificultad los estremecimientos que le tensaban el cuerpo por fuera y lo aflojaban por dentro, comenzó a experimentar unas ansias locas de deslizar sus labios por la nuca del muchacho, quien estaba absolutamente ausente a su avidez. Y así siguió por innumerable número de subidas, esperando el momento de su llegada, saltando al ascensor al mismo tiempo y entregándose a un placer acariciante, explorador, de besos, jadeos, sudores entremezclados… todos imaginados. Al comienzo temía la mirada ajena; al cabo de un tiempo ya cerraba los ojos y se dejaba llevar, ajena al pequeño mundo de la caja metálica que subía lentamente.
Los dedos del joven eran deliciosas grampas en sus glúteos; su pelo, roce de plumas en su espalda; sus labios, tiernos duraznos que calmaban el apetito de su boca; su respiración, envolvente y caliente aliento que la recorría entera… “Así, por todo el cuerpo”, se susurraba en su turbada mente, antes de llegar al quinto piso.
Nadie parecía percibir el orgasmo mental de Helena, ni siquiera el que lo movilizaba, pero a medida que pasaron los días y los meses, ella empezó a sentir culpa y decirse que debía cesar. Podría haber abordado al joven y tratar de seducirlo, pero tenía la certeza de que no estaba interesada en él. No podría recordar el color de sus ojos, o el formato exacto de su nariz; nunca se había preguntado qué música escuchaba a través de sus auriculares, ni había imaginado si le gustaba el cine o prefería el teatro, o cómo sería cenar con él; ni tan solo preguntarse si era romántico o lógico o burdo o soso. El cuerpo de Helena había descubierto la lujuria ante ese otro cuerpo. Y eso no era bueno. Le hacía daño en la piel y en la mente. Había adelgazado y dormía poco y mal. De hecho, al día siguiente de haberse condenado por décima vez que era la última, había logrado dormir recién a la madrugada, no escuchó el despertador y llegaba tarde a su oficina. Pensó que sería lo mejor para evitar el encuentro. Comenzó a alegrarse porque el deseo finalmente daba paso a la razón. Volvería a ser la Helena metódica de vida programada y sin sobresaltos, de cena a las nueve, película a las diez y camisón y crema en la cara a medianoche.
Bajó del colectivo sin prisa. Llenó sus pulmones de fresco aire matinal. Esperó dos cambios de luz verde del semáforo para cruzar la calle. Cuando puso un pie en la vereda del edificio donde trabajaba, miró a los demás transeúntes, buscando en esos rostros ignorados un gesto de aprobación a su esfuerzo y ahí fue cuando vio al joven de sus apetencias, besándose apasionadamente con una jovencita que rodeaba su cuello con brazos de pulpo, pegada como sustancia viscosa a su cuerpo.
Desajustada, molesta, a largas y torpes zancadas, subió al ascensor sin esperar al traidor. Pulsó insistente y nerviosamente el seis en el tablero. “La infidelidad es imperdonable”, fue el único pensamiento que se permitió durante el viaje ascendente.


jueves, 13 de marzo de 2014

Un problema de imagen




Rubén Fernández
Argentina
No es la primera vez, siempre que uso el agua bien caliente para bañarme el vapor empaña el espejo. Pero hoy fue distinto, porque luego de pasar la mano sobre el vidrio, me miré y ya no estaba allí. Solo vi la pared a mis espaldas. Temo que mi imagen se haya diluido en esas gotas de agua.

martes, 4 de marzo de 2014

Salsa de albaricoque

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Paul Fernando Morillo

Estados Unidos

Judith camina donde le espera su amante. El sitio del encuentro es el mismo de siempre, detrás del abeto grande a la entrada del bosque. Al llegar allí Judith descubre que el árbol ha sido derribado, su amante está de cuclillas detrás de donde estaba el árbol; tiene un hacha hendida en el corazón y una nota a sus pies que dice: lo siento, necesitaba el abeto para hacer una fogata para la cena de esta noche, te espero Judith a cenar, habrá corazón en salsa de albaricoque y una buena lumbre.

Firma: tu esposo.





Malditos Testigos

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Omar Médan

Argentina

Mordió la manzana pensando que sería tan placentero como un pecado.

Al instante, sintió un inesperado vacío en su boca.

Las expresiones de los demás comensales, le hicieron comprender que su sensación era absolutamente literal.



domingo, 2 de marzo de 2014

Duda suspicaz

Gil Sanchez
México



Desesperada por ser la única, hundió su daga a nivel de la tetilla izquierda, de su ser amado. Quiero que cierres tus ojos, con mi imagen dentro de tus mismos párpados y viajes solo conmigo por la eternidad ―le dijo.
Después de segundos, se preguntó: ¿Y si los abres en tu viaje, con otra imagen? Después de otro segundo, apuñaló sus párpados.

El Yo-Yo

 
Alejandro Franco
México


 
Su reciente ascenso, no obstante el mediano grado de jerarquía que ostentaba, a Soberbio Muymuy lo mantenía despegado del piso. De la escalera que se autoimpuso para trepar por el escalafón de la empresa, tan solo había logrado subir con no poco esfuerzo un par de peldaños dentro de la cerrada y estricta organización.


Para él, todos sus ahora subalternos a partir de su nuevo nombramiento,  no vendrían a ser otra cosa que un puñado de miserables sin pretensiones ni futuro.


 ¿Y sus jefes? ¡Pst! Una partida de ineptos presumidos y holgazanes que cobraban sin dar un solo golpe.


¡Él sí que podría echar a volar la empresa! ¡Él sí que se las sabía todas para mandar y obrar! ¡Él sí que sabría decidir!


Esos cursos virtuales de superación personal que tomó y los tantos libros que se había despachado con títulos más que sugestivos: El Poder de la Mente, Poder sin límites, Tus zonas erróneas, Padre Rico Padre Pobre, Despierta al Gigante que hay en Ti…, y tanta basura en la que se hallaba enfrascado, y en la que dilapidara una gran parte de su sueldo y tiempo, todo lo cual le mantenía efusivamente inspirado para alcanzar a toda costa sus más caros ensueños. «¡Go, go!», se repetía a sí mismo al despertar; y mentalmente a toda hora del día.


Por las mañanas se le hallaba ante el espejo platicándole a su hinchado ego sus recientes logros; de su gran capacidad de hacer; de la gran personalidad que su efigie irradiaba.


¡Eres un Dios!, acababa diciéndose antes de salir hacia las oficinas.


Apoyado en su nuevo y buen aumento de sueldo por el ascenso, se deshizo de su viejo guardarropa y acudió a una tienda de prestigio donde con su ya morosa tarjeta de crédito, se agenció un par de trajes de casimir inglés, camisas de vestir de la mejor popelina, corbatas y calcetines de seda italiana, chalecos de lana australiana, calzado Michel Domit español o Floor Shame gringo, algo de bisutería Kalvin Clane,  lociones de las marcas Hugo Boss y no sé cuáles más; la compra de un reloj pulsera la dejaría como pendiente, pues bien podría seguir usando el de batalla. Todo ello tras la firma de sendos vouchers que más adelante pagaría a plazos; Dios diría cómo y cuándo.


Ahora, ya con su nuevito vestuario, muy tieso y muy majo, se montó en el elevador solo para ejecutivos. En su interior se mezclaban los más exóticos almizcles.


No queriendo pasar por inadvertido  ante los indiferentes y alzados pasajeros, con su ladina y mejor sonrisa les saludó:


― ¡Muy buenos días compañeros! Soberbio Muymuy, para servirles…


―…buenos… humm… ¿qué tal…? ―fue la lacónica respuesta.


«¡Me vale… bola de hojaldras…! muy pronto yo seré quien les dé la espalda» ―corroyéndole la envidia.


Las puertas y los pasillos le parecían estrechos a su paso cuando ingresó al piso del departamento que a partir de esa fecha estaría bajo su muy digno cargo. Hasta antes de  ayer,  saludaba de mano a sus iguales; ahora los miraba por encima del hombro, contestando los saludos con ligerísimos y esporádicos  asentimientos de cabeza en despectivo agradecimiento a la deferencia.


Antes de abrir la puerta de su oficina, extrajo del bolsillo un impecable pañuelo blanco  y lustró el letrero recién adherido a la puerta:


Soberbio Muymuy


Jefe del Depto. de Trámites Congelados





―¡Pero qué distinta esta mi oficina particular de la de aquel mugriento escritorio confundido entre toda esa runfla de buenos para nada! ―se dijo.


A partir de ese día se le permitió  sentarse a la mesa del comedor de los ejecutivos. Usar los baños de uso exclusivo. Contar con un auto de la empresa… y en fin, una que otra y más prestaciones que conllevaba el nuevo puesto.


Muy pronto la intransigencia se apoderó de su persona, pues ya no era el de antes… ahora él mandaría y exigiría… ¡nomás eso le faltaba!


Así, la ira enrojecía su cara con la más leve falta de algún temeroso subalterno. Despotricaba palabrotas a diestra y siniestra apabullando voluntades.


Sus amaneceres deportivos en el parque cercano a su antiguo departamento pasaron a la historia. Ahora se apresuraba por la mañana a llegar primero que nadie al comedor de los ejecutivos a mandarse opíparos y reconstituyentes desayunos antes de comenzar el día de labores. A la hora de la comida por igual: comía como el que más. Su figura antes escuálida, por supuesto que comenzó a competir con su báscula nada renuente. Y para rematar, por las noches se apoltronaba en su sillón preferido a degustar una buena dotación de frituras y cervezas viendo la tele.


 ¡Si se hubiese sabido que no hacía mucho y por la falta de dinero, Soberbio reprobaba tajantemente la gula! ¡Vaya cambios que se venían operando en su nueva vida!


Por esos días y luego de no más de un par de meses, a su modus vivendi se le aparejó la pereza. Relegaba en sus humildes compañeros cuanto trabajo a él,  y a nadie más le correspondía desempeñar. Se limitaba solamente a dar órdenes airadas y sin miramientos a cuanto capaz o incapaz se le ocurriera atravesársele por su camino.


Y no fueron pocos los acosos que de él sufrían las más agraciadas femíneas de ese su piso y los aledaños. Sus ojillos le brillaban al paso del contoneo de los traseros; ya fueran estos escasos y firmes de carnes, que los abultadamente apetitosos. A todas ellas, con incontenida lujuria, mentalmente se las imaginaba ya rendidas  y a su completa merced en la cama de su departamento.


Los plazos y las cuotas se fueron venciendo y no había dinero que alcanzara para saldarlas. ¿Y Dios…? callado.


Fue entonces que le dio por hacer a un lado sus gastos excesivos de representación, suspender la compra de trapos, lociones y demás menjurjes. Y hasta sus deliciosas botanas y cervezas para ver la tele brillaron por su ausencia.


La consigna era esta: ahorrar y ahorrar para cubrir las deudas; deudas que nunca fueron cubiertas, porque la alcancía ya no aceptaba más monedas o billetes plegados. ¡Ah!, entonces había que buscar el sitio ideal para acumular esos dineros: ¿el closet, la despensa, el refri, el tanque del agua? ¿Dónde, dónde? La codicia lo había atrapado.


Fue entonces que por el continuo descuido de sus deberes y múltiples quejas, se tuvo que llevar a cabo una solemne reunión del Consejo de Administradores de esa gran empresa a fin de ventilar el asunto del tramitador e imprescindible: Soberbio Muymuy.


 Resuelto el caso, la reunión fue disuelta y todo volvió a su normalidad:


―Tercero, por favor.


― Al quinto, mi joven.


―Al octavo, Soberbio.


― ¿Sube o baja?


― ¡Buenos días, Soberbio! Llévame al doceavo, plis.


― ¿Ya te cambiaron el traje, Soberbio? Este que llevas puesto te va mejor… al séptimo y movidito, que voy retrasado.





Fin