viernes, 14 de marzo de 2014

La lujuria viaja en ascensor



Clide Gremiger
Rio Cuarto, Argentina 
 
“Es la última vez que lo hago”, se decía Helena, sin darse cuenta de que se sentenciaba por décima vez.
Nadie podía adivinar lo que ella hacía cada mañana. En aquel ascensor cabían seis personas y podrían no haber sido nunca las mismas, porque estaba en un amplio hall junto a otros tres ascensores y en un edificio de varios pisos, donde se distribuían sesenta y seis oficinas. Eso podría haber ocurrido; que subieran almas diferentes al mismo ascensor y así por largo tiempo. O tal vez, nadie miraba a nadie y por eso no se reconocían. Algunos lanzaban un “buen día”, casi con vergüenza, mirando el piso o el tablero. Idéntico razonamiento cruzó por la cabeza de Helena, luego de la primera vez que coincidió con aquel joven de auriculares al oído. De hecho no lo hubiera reconocido una segunda vez si no fuera porque en la primera ocasión a ella le ocurrió algo inusual.
El joven había llegado casi corriendo al ascensor antes de que se cerrara la puerta. A Helena, quien ya estaba dentro, la hizo sonreír la desesperación del muchacho por no esperar el próximo descenso. Al entrar la rozó levemente y ella se estremeció de pies a cabeza. Una vibración inconfundible: deseo. El joven bajó en el quinto piso y ella siguió hasta el sexto, como en un barco, las piernas en dificultoso equilibrio y el resto del cuerpo con sensaciones desestabilizantes. No podía creer lo que le ocurría.
El segundo día ya fue de experimento. Ella tenía que averiguar si le sucedería lo mismo. Apenas lo vio acercarse al ascensor se dijo “lo voy a rozar para ver qué pasa”. No fue necesario. El joven puso un pie en la cajuela y un aroma a perfume atabacado penetró por las fosas nasales de Helena como una caricia que bajaba en relación inversa al ascensor: con cada piso que subían, el perfume recorría su cuello, bajaba por su pecho, cosquilleaba en su vientre y seguía como una pesada y serpenteante gota de sudor que no paraba de bajar.
El tercero ya no fue coincidencia. Helena esperó en torpe disimulo a que el joven se acercara para ascender juntos. Se ubicó detrás de él y mientras soportaba con dificultad los estremecimientos que le tensaban el cuerpo por fuera y lo aflojaban por dentro, comenzó a experimentar unas ansias locas de deslizar sus labios por la nuca del muchacho, quien estaba absolutamente ausente a su avidez. Y así siguió por innumerable número de subidas, esperando el momento de su llegada, saltando al ascensor al mismo tiempo y entregándose a un placer acariciante, explorador, de besos, jadeos, sudores entremezclados… todos imaginados. Al comienzo temía la mirada ajena; al cabo de un tiempo ya cerraba los ojos y se dejaba llevar, ajena al pequeño mundo de la caja metálica que subía lentamente.
Los dedos del joven eran deliciosas grampas en sus glúteos; su pelo, roce de plumas en su espalda; sus labios, tiernos duraznos que calmaban el apetito de su boca; su respiración, envolvente y caliente aliento que la recorría entera… “Así, por todo el cuerpo”, se susurraba en su turbada mente, antes de llegar al quinto piso.
Nadie parecía percibir el orgasmo mental de Helena, ni siquiera el que lo movilizaba, pero a medida que pasaron los días y los meses, ella empezó a sentir culpa y decirse que debía cesar. Podría haber abordado al joven y tratar de seducirlo, pero tenía la certeza de que no estaba interesada en él. No podría recordar el color de sus ojos, o el formato exacto de su nariz; nunca se había preguntado qué música escuchaba a través de sus auriculares, ni había imaginado si le gustaba el cine o prefería el teatro, o cómo sería cenar con él; ni tan solo preguntarse si era romántico o lógico o burdo o soso. El cuerpo de Helena había descubierto la lujuria ante ese otro cuerpo. Y eso no era bueno. Le hacía daño en la piel y en la mente. Había adelgazado y dormía poco y mal. De hecho, al día siguiente de haberse condenado por décima vez que era la última, había logrado dormir recién a la madrugada, no escuchó el despertador y llegaba tarde a su oficina. Pensó que sería lo mejor para evitar el encuentro. Comenzó a alegrarse porque el deseo finalmente daba paso a la razón. Volvería a ser la Helena metódica de vida programada y sin sobresaltos, de cena a las nueve, película a las diez y camisón y crema en la cara a medianoche.
Bajó del colectivo sin prisa. Llenó sus pulmones de fresco aire matinal. Esperó dos cambios de luz verde del semáforo para cruzar la calle. Cuando puso un pie en la vereda del edificio donde trabajaba, miró a los demás transeúntes, buscando en esos rostros ignorados un gesto de aprobación a su esfuerzo y ahí fue cuando vio al joven de sus apetencias, besándose apasionadamente con una jovencita que rodeaba su cuello con brazos de pulpo, pegada como sustancia viscosa a su cuerpo.
Desajustada, molesta, a largas y torpes zancadas, subió al ascensor sin esperar al traidor. Pulsó insistente y nerviosamente el seis en el tablero. “La infidelidad es imperdonable”, fue el único pensamiento que se permitió durante el viaje ascendente.


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