domingo, 2 de marzo de 2014

El Yo-Yo

 
Alejandro Franco
México


 
Su reciente ascenso, no obstante el mediano grado de jerarquía que ostentaba, a Soberbio Muymuy lo mantenía despegado del piso. De la escalera que se autoimpuso para trepar por el escalafón de la empresa, tan solo había logrado subir con no poco esfuerzo un par de peldaños dentro de la cerrada y estricta organización.


Para él, todos sus ahora subalternos a partir de su nuevo nombramiento,  no vendrían a ser otra cosa que un puñado de miserables sin pretensiones ni futuro.


 ¿Y sus jefes? ¡Pst! Una partida de ineptos presumidos y holgazanes que cobraban sin dar un solo golpe.


¡Él sí que podría echar a volar la empresa! ¡Él sí que se las sabía todas para mandar y obrar! ¡Él sí que sabría decidir!


Esos cursos virtuales de superación personal que tomó y los tantos libros que se había despachado con títulos más que sugestivos: El Poder de la Mente, Poder sin límites, Tus zonas erróneas, Padre Rico Padre Pobre, Despierta al Gigante que hay en Ti…, y tanta basura en la que se hallaba enfrascado, y en la que dilapidara una gran parte de su sueldo y tiempo, todo lo cual le mantenía efusivamente inspirado para alcanzar a toda costa sus más caros ensueños. «¡Go, go!», se repetía a sí mismo al despertar; y mentalmente a toda hora del día.


Por las mañanas se le hallaba ante el espejo platicándole a su hinchado ego sus recientes logros; de su gran capacidad de hacer; de la gran personalidad que su efigie irradiaba.


¡Eres un Dios!, acababa diciéndose antes de salir hacia las oficinas.


Apoyado en su nuevo y buen aumento de sueldo por el ascenso, se deshizo de su viejo guardarropa y acudió a una tienda de prestigio donde con su ya morosa tarjeta de crédito, se agenció un par de trajes de casimir inglés, camisas de vestir de la mejor popelina, corbatas y calcetines de seda italiana, chalecos de lana australiana, calzado Michel Domit español o Floor Shame gringo, algo de bisutería Kalvin Clane,  lociones de las marcas Hugo Boss y no sé cuáles más; la compra de un reloj pulsera la dejaría como pendiente, pues bien podría seguir usando el de batalla. Todo ello tras la firma de sendos vouchers que más adelante pagaría a plazos; Dios diría cómo y cuándo.


Ahora, ya con su nuevito vestuario, muy tieso y muy majo, se montó en el elevador solo para ejecutivos. En su interior se mezclaban los más exóticos almizcles.


No queriendo pasar por inadvertido  ante los indiferentes y alzados pasajeros, con su ladina y mejor sonrisa les saludó:


― ¡Muy buenos días compañeros! Soberbio Muymuy, para servirles…


―…buenos… humm… ¿qué tal…? ―fue la lacónica respuesta.


«¡Me vale… bola de hojaldras…! muy pronto yo seré quien les dé la espalda» ―corroyéndole la envidia.


Las puertas y los pasillos le parecían estrechos a su paso cuando ingresó al piso del departamento que a partir de esa fecha estaría bajo su muy digno cargo. Hasta antes de  ayer,  saludaba de mano a sus iguales; ahora los miraba por encima del hombro, contestando los saludos con ligerísimos y esporádicos  asentimientos de cabeza en despectivo agradecimiento a la deferencia.


Antes de abrir la puerta de su oficina, extrajo del bolsillo un impecable pañuelo blanco  y lustró el letrero recién adherido a la puerta:


Soberbio Muymuy


Jefe del Depto. de Trámites Congelados





―¡Pero qué distinta esta mi oficina particular de la de aquel mugriento escritorio confundido entre toda esa runfla de buenos para nada! ―se dijo.


A partir de ese día se le permitió  sentarse a la mesa del comedor de los ejecutivos. Usar los baños de uso exclusivo. Contar con un auto de la empresa… y en fin, una que otra y más prestaciones que conllevaba el nuevo puesto.


Muy pronto la intransigencia se apoderó de su persona, pues ya no era el de antes… ahora él mandaría y exigiría… ¡nomás eso le faltaba!


Así, la ira enrojecía su cara con la más leve falta de algún temeroso subalterno. Despotricaba palabrotas a diestra y siniestra apabullando voluntades.


Sus amaneceres deportivos en el parque cercano a su antiguo departamento pasaron a la historia. Ahora se apresuraba por la mañana a llegar primero que nadie al comedor de los ejecutivos a mandarse opíparos y reconstituyentes desayunos antes de comenzar el día de labores. A la hora de la comida por igual: comía como el que más. Su figura antes escuálida, por supuesto que comenzó a competir con su báscula nada renuente. Y para rematar, por las noches se apoltronaba en su sillón preferido a degustar una buena dotación de frituras y cervezas viendo la tele.


 ¡Si se hubiese sabido que no hacía mucho y por la falta de dinero, Soberbio reprobaba tajantemente la gula! ¡Vaya cambios que se venían operando en su nueva vida!


Por esos días y luego de no más de un par de meses, a su modus vivendi se le aparejó la pereza. Relegaba en sus humildes compañeros cuanto trabajo a él,  y a nadie más le correspondía desempeñar. Se limitaba solamente a dar órdenes airadas y sin miramientos a cuanto capaz o incapaz se le ocurriera atravesársele por su camino.


Y no fueron pocos los acosos que de él sufrían las más agraciadas femíneas de ese su piso y los aledaños. Sus ojillos le brillaban al paso del contoneo de los traseros; ya fueran estos escasos y firmes de carnes, que los abultadamente apetitosos. A todas ellas, con incontenida lujuria, mentalmente se las imaginaba ya rendidas  y a su completa merced en la cama de su departamento.


Los plazos y las cuotas se fueron venciendo y no había dinero que alcanzara para saldarlas. ¿Y Dios…? callado.


Fue entonces que le dio por hacer a un lado sus gastos excesivos de representación, suspender la compra de trapos, lociones y demás menjurjes. Y hasta sus deliciosas botanas y cervezas para ver la tele brillaron por su ausencia.


La consigna era esta: ahorrar y ahorrar para cubrir las deudas; deudas que nunca fueron cubiertas, porque la alcancía ya no aceptaba más monedas o billetes plegados. ¡Ah!, entonces había que buscar el sitio ideal para acumular esos dineros: ¿el closet, la despensa, el refri, el tanque del agua? ¿Dónde, dónde? La codicia lo había atrapado.


Fue entonces que por el continuo descuido de sus deberes y múltiples quejas, se tuvo que llevar a cabo una solemne reunión del Consejo de Administradores de esa gran empresa a fin de ventilar el asunto del tramitador e imprescindible: Soberbio Muymuy.


 Resuelto el caso, la reunión fue disuelta y todo volvió a su normalidad:


―Tercero, por favor.


― Al quinto, mi joven.


―Al octavo, Soberbio.


― ¿Sube o baja?


― ¡Buenos días, Soberbio! Llévame al doceavo, plis.


― ¿Ya te cambiaron el traje, Soberbio? Este que llevas puesto te va mejor… al séptimo y movidito, que voy retrasado.





Fin










2 comentarios:

  1. Alejandro
    Vuelvo a leerlo y vuelve a parecerme genial! Felicitaciones nuevamente!!!

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  2. Excelente el juego de los pecados capitales alrededor de una historia de soberbia. Muy buen relato.

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