Alejandro Franco
México
Su reciente ascenso, no obstante el mediano grado de jerarquía que
ostentaba, a Soberbio Muymuy lo mantenía despegado del piso. De la escalera que
se autoimpuso para trepar por el escalafón de la empresa, tan solo había
logrado subir con no poco esfuerzo un par de peldaños dentro de la cerrada y
estricta organización.
Para él, todos sus ahora subalternos a partir de su nuevo
nombramiento, no vendrían a ser otra
cosa que un puñado de miserables sin pretensiones ni futuro.
¿Y sus jefes? ¡Pst! Una
partida de ineptos presumidos y holgazanes que cobraban sin dar un solo golpe.
¡Él sí que podría echar a volar la empresa! ¡Él sí que se las sabía
todas para mandar y obrar! ¡Él sí que sabría decidir!
Esos cursos virtuales de superación personal que tomó y los tantos
libros que se había despachado con títulos más que sugestivos: El Poder de la
Mente, Poder sin límites, Tus zonas erróneas, Padre Rico Padre Pobre, Despierta
al Gigante que hay en Ti…, y tanta basura en la que se hallaba enfrascado, y en
la que dilapidara una gran parte de su sueldo y tiempo, todo lo cual le mantenía
efusivamente inspirado para alcanzar a toda costa sus más caros ensueños. «¡Go,
go!», se repetía a sí mismo al despertar; y mentalmente a toda hora del día.
Por las mañanas se le hallaba ante el espejo platicándole a su
hinchado ego sus recientes logros; de su gran capacidad de hacer; de la gran
personalidad que su efigie irradiaba.
¡Eres un Dios!, acababa diciéndose antes de salir hacia las oficinas.
Apoyado en su nuevo y buen aumento de sueldo por el ascenso, se
deshizo de su viejo guardarropa y acudió a una tienda de prestigio donde con su
ya morosa tarjeta de crédito, se agenció un par de trajes de casimir inglés,
camisas de vestir de la mejor popelina, corbatas y calcetines de seda italiana,
chalecos de lana australiana, calzado Michel Domit español o Floor Shame gringo,
algo de bisutería Kalvin Clane, lociones
de las marcas Hugo Boss y no sé cuáles más; la compra de un reloj pulsera la
dejaría como pendiente, pues bien podría seguir usando el de batalla. Todo ello
tras la firma de sendos vouchers que más adelante pagaría a plazos; Dios diría
cómo y cuándo.
Ahora, ya con su nuevito vestuario, muy tieso y muy majo, se montó
en el elevador solo para ejecutivos. En su interior se mezclaban los más
exóticos almizcles.
No queriendo pasar por inadvertido
ante los indiferentes y alzados pasajeros, con su ladina y mejor sonrisa
les saludó:
― ¡Muy buenos días compañeros! Soberbio Muymuy, para servirles…
―…buenos… humm… ¿qué tal…? ―fue la lacónica respuesta.
«¡Me vale… bola
de hojaldras…! muy pronto yo seré quien les dé la espalda» ―corroyéndole la envidia.
Las puertas y los pasillos le parecían estrechos a su paso cuando
ingresó al piso del departamento que a partir de esa fecha estaría bajo su muy
digno cargo. Hasta antes de ayer, saludaba de mano a sus iguales; ahora los miraba
por encima del hombro, contestando los saludos con ligerísimos y esporádicos asentimientos de cabeza en despectivo
agradecimiento a la deferencia.
Antes de abrir la puerta de su oficina, extrajo del bolsillo un impecable
pañuelo blanco y lustró el letrero recién
adherido a la puerta:
Soberbio Muymuy
Jefe del Depto. de Trámites
Congelados
―¡Pero qué distinta esta mi oficina particular de la de aquel
mugriento escritorio confundido entre toda esa runfla de buenos para nada! ―se
dijo.
A partir de ese día se le permitió sentarse a la mesa del comedor de los
ejecutivos. Usar los baños de uso exclusivo. Contar con un auto de la empresa…
y en fin, una que otra y más prestaciones que conllevaba el nuevo puesto.
Muy pronto la intransigencia se apoderó de su persona, pues ya no
era el de antes… ahora él mandaría y exigiría… ¡nomás eso le faltaba!
Así, la ira enrojecía su cara con la más leve falta
de algún temeroso subalterno. Despotricaba palabrotas a diestra y siniestra
apabullando voluntades.
Sus amaneceres deportivos en el parque cercano a su antiguo departamento
pasaron a la historia. Ahora se apresuraba por la mañana a llegar primero que
nadie al comedor de los ejecutivos a mandarse opíparos y reconstituyentes
desayunos antes de comenzar el día de labores. A la hora de la comida por igual:
comía como el que más. Su figura antes escuálida, por supuesto que comenzó a competir
con su báscula nada renuente. Y para rematar, por las noches se apoltronaba en
su sillón preferido a degustar una buena dotación de frituras y cervezas viendo
la tele.
¡Si se hubiese sabido que no
hacía mucho y por la falta de dinero, Soberbio reprobaba tajantemente la gula!
¡Vaya cambios que se venían operando en su nueva vida!
Por esos días y luego de no más de un par de meses, a su modus
vivendi se le aparejó la pereza. Relegaba en sus humildes
compañeros cuanto trabajo a él, y a
nadie más le correspondía desempeñar. Se limitaba solamente a dar órdenes
airadas y sin miramientos a cuanto capaz o incapaz se le ocurriera
atravesársele por su camino.
Y no fueron pocos los acosos que de él sufrían las más agraciadas
femíneas de ese su piso y los aledaños. Sus ojillos le brillaban al paso del
contoneo de los traseros; ya fueran estos escasos y firmes de carnes, que los abultadamente
apetitosos. A todas ellas, con incontenida lujuria, mentalmente se las imaginaba
ya rendidas y a su completa merced en la
cama de su departamento.
Los plazos y las cuotas se fueron venciendo y no había dinero que
alcanzara para saldarlas. ¿Y Dios…? callado.
Fue entonces que le dio por hacer a un lado sus gastos excesivos de
representación, suspender la compra de trapos, lociones y demás menjurjes. Y
hasta sus deliciosas botanas y cervezas para ver la tele brillaron por su
ausencia.
La consigna era esta: ahorrar y ahorrar para cubrir las deudas;
deudas que nunca fueron cubiertas, porque la alcancía ya no aceptaba más
monedas o billetes plegados. ¡Ah!, entonces había que buscar el sitio ideal
para acumular esos dineros: ¿el closet, la despensa, el refri, el tanque del
agua? ¿Dónde, dónde? La codicia lo había atrapado.
Fue entonces que por el continuo descuido de sus deberes y múltiples
quejas, se tuvo que llevar a cabo una solemne reunión del Consejo de Administradores
de esa gran empresa a fin de ventilar el asunto del tramitador e
imprescindible: Soberbio Muymuy.
Resuelto el caso, la reunión fue disuelta y
todo volvió a su normalidad:
―Tercero, por favor.
― Al quinto, mi joven.
―Al octavo, Soberbio.
― ¿Sube o baja?
― ¡Buenos días, Soberbio! Llévame al doceavo, plis.
― ¿Ya te cambiaron el traje, Soberbio? Este que llevas puesto te va
mejor… al séptimo y movidito, que voy retrasado.
Fin
Alejandro
ResponderBorrarVuelvo a leerlo y vuelve a parecerme genial! Felicitaciones nuevamente!!!
Excelente el juego de los pecados capitales alrededor de una historia de soberbia. Muy buen relato.
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