domingo, 16 de marzo de 2014

La oportunidad perdida de Sant Jordi

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Jordi Suñé Cortés
España
No serían más allá de las once de la noche cuando  podría haber cambiado mi vida.
Sobrepasaba la cincuentena, un tanto barrigón y de mentón ampliamente despejado. Estaba cansado de ir por ahí matando dragones a diestro y siniestro con mi brillante espada. Estaba cansado de salvar reinas y princesas de esa plaga que llegó a asolar toda Europa. A cierta edad, uno debía ir pensando en recogerse. Había llegado el momento de dejar de pingonear, recibir beneplácitos y favores de damas agradecidas. Tenía el cuerpo lleno de cicatrices de tanto luchar con las garras de esos apestosos, ardientes y aguerridos monstruos. Mi vida debía cambiar. Así que me retiré a mi castillo. Pero me sentía solo.
Al poco tiempo, me llegó una invitación para asistir a una fiesta. Ésta la organizaba la Duquesa del Morrofino, de gran reputación entre la nobleza, para ver si conseguía casar a su hija mayor: rebelde y aventurera, estaba a punto de pasársele el arroz.
Aunque las fiestas ya no eran lo que fueron, debido a los problemas con la curia que cada vez exigía más recato y abstinencia de todo orden. Al menos, en casa de los Morrofino se comía como en ningún otro sitio – siglos más tarde, su cocina sería reconocida con tres estrellas -. Acudí sin más intención de llenarme el buche con esos exquisitos manjares. La casadera en cuestión, a pesar de que pudiera interesarme, sabía que no estaba al alcance de un vejestorio como yo, sin título nobiliario ni gran fortuna. Monté a mí caballo y a casa de la Duquesa que me fui.
Cuando se inició el baile, me encontraba recostado sobre una silla intentado digerir con pesadez las viandas ingeridas. Tenía la mente en blanco, sin pensar en nada, a pesar de la verborrea que me estaba infringiendo un caballero andante: siempre con las mismas historias, las mismas hazañas, las mismas heroicidades.
De repente, algo sucedió. Las parejas que se encontraban en la pista de baile corrían despavoridas a los extremos de la sala o subiéndose sobre sillas o mesas. Los comensales y criados estaban nerviosos, gritaban de terror agazapados.
Sacándome el sopor de encima, me puse en alerta, no era normal tal reacción sincopada. Como por instinto, desenfundé mi espada y me precipité al centro de la sala, solo ante el peligro, pero qué peligro, me pregunté. Miré a mi alrededor, sin embargo, era incapaz de vislumbrar lo que había ocasionado tal algarabía. Pensé, en seguida, en un dragón o en un  villano, sin embargo, no había rastro de tales malignas criaturas. Cuando vi a la hija de la Duquesa señalando con su dedo pulgar extendido – cosa poco fina para hembra tan distinguida – un tapiz de figuras ecuestres. Agucé la vista y me acerqué cuidadosamente mientras oía tras de mí exclamaciones de admiración. No veía nada de nada, pero nada, absolutamente nada, serán las gafas, será el vino, pensé. Cuando de pronto de debajo del tapiz - que llegaba al suelo - apareció un ratón de dimensiones descomunales y sobre sus lomos cabalgaba una peluda y hedionda araña. Por una extraña razón que desconozco, se dirigía sin titubear a la silla en que se encontraba encaramada la rica heredera, la hija de la Duquesa. Esta la miró con espanto mientras se arremangaba la falda hasta las enaguas.
Entonces, me di cuenta de la grave situación. Blandí mi espada en alto y salté en pos del roedor. Seccioné su cabeza de un certero sablazo rodando por el suelo enmoquetado. La araña salió despedida yendo a parar sobre el ostentoso moño de la duquesita. Todos se apartaron de ella. El arácnido atravesó su mullida cabellera perdiéndose en su inmensidad. Ella se agitaba como una epiléptica en pleno ataque. Estaba fuera de sí.
Preso, puse mis manos sobre su áspero pelo, sin embargo, no lograba dar con tan repugnante bichejo. Y fue entonces cuando se me ocurrió. Vi de trasquilo una vela encendida, la cogí con decisión y prendí la cabellera de la dama. Esta ardió al instante tardando menos del haz del rayo en aparecer la araña medio chamuscada.  La cogí con mi guante y la estrujé con todas mis fuerzas, hasta que se oyó un chasquido y un viscoso líquido blanco manchó mi prenda. La araña había fallecido, y el roedor también.
Como agradecimiento, los Duques, me ofrecieron la mano de su hija. Sin embargo, no pude aceptar. Cautivo de mi leyenda, Sant Jordi no hubo de casarse, así pues seguiré soltero.    

1 comentario:

  1. !!!Felicitaciones Jordi!!! Ameno por demás, tu cuento! !Me gustó mucho!

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