Jordi Suñé Cortés
España
No serían más allá de las once de la noche
cuando podría haber cambiado mi vida.
Sobrepasaba la cincuentena, un tanto barrigón y de
mentón ampliamente despejado. Estaba cansado de ir por ahí matando dragones a
diestro y siniestro con mi brillante espada. Estaba cansado de salvar reinas y
princesas de esa plaga que llegó a asolar toda Europa. A cierta edad, uno debía
ir pensando en recogerse. Había llegado el momento de dejar de pingonear, recibir
beneplácitos y favores de damas agradecidas. Tenía el cuerpo lleno de
cicatrices de tanto luchar con las garras de esos apestosos, ardientes y
aguerridos monstruos. Mi vida debía cambiar. Así que me retiré a mi castillo.
Pero me sentía solo.
Al poco tiempo, me llegó una invitación para
asistir a una fiesta. Ésta la organizaba la Duquesa del Morrofino, de gran
reputación entre la nobleza, para ver si conseguía casar a su hija mayor:
rebelde y aventurera, estaba a punto de pasársele el arroz.
Aunque las fiestas ya no eran lo que fueron, debido
a los problemas con la curia que cada vez exigía más recato y abstinencia de
todo orden. Al menos, en casa de los Morrofino se comía como en ningún otro
sitio – siglos más tarde, su cocina sería reconocida con tres estrellas -.
Acudí sin más intención de llenarme el buche con esos exquisitos manjares. La
casadera en cuestión, a pesar de que pudiera interesarme, sabía que no estaba
al alcance de un vejestorio como yo, sin título nobiliario ni gran fortuna.
Monté a mí caballo y a casa de la Duquesa que me fui.
Cuando se inició el baile, me encontraba recostado
sobre una silla intentado digerir con pesadez las viandas ingeridas. Tenía la
mente en blanco, sin pensar en nada, a pesar de la verborrea que me estaba
infringiendo un caballero andante: siempre con las mismas historias, las mismas
hazañas, las mismas heroicidades.
De repente, algo sucedió. Las parejas que se
encontraban en la pista de baile corrían despavoridas a los extremos de la sala
o subiéndose sobre sillas o mesas. Los comensales y criados estaban nerviosos,
gritaban de terror agazapados.
Sacándome el sopor de encima, me puse en alerta, no
era normal tal reacción sincopada. Como por instinto, desenfundé mi espada y me
precipité al centro de la sala, solo ante el peligro, pero qué peligro, me
pregunté. Miré a mi alrededor, sin embargo, era incapaz de vislumbrar lo que
había ocasionado tal algarabía. Pensé, en seguida, en un dragón o en un villano, sin embargo, no había rastro de
tales malignas criaturas. Cuando vi a la hija de la Duquesa señalando con su
dedo pulgar extendido – cosa poco fina para hembra tan distinguida – un tapiz
de figuras ecuestres. Agucé la vista y me acerqué cuidadosamente mientras oía
tras de mí exclamaciones de admiración. No veía nada de nada, pero nada,
absolutamente nada, serán las gafas, será el vino, pensé. Cuando de pronto de
debajo del tapiz - que llegaba al suelo - apareció un ratón de dimensiones
descomunales y sobre sus lomos cabalgaba una peluda y hedionda araña. Por una
extraña razón que desconozco, se dirigía sin titubear a la silla en que se
encontraba encaramada la rica heredera, la hija de la Duquesa. Esta la miró con
espanto mientras se arremangaba la falda hasta las enaguas.
Entonces, me di cuenta de la grave situación. Blandí
mi espada en alto y salté en pos del roedor. Seccioné su cabeza de un certero
sablazo rodando por el suelo enmoquetado. La araña salió despedida yendo a
parar sobre el ostentoso moño de la duquesita. Todos se apartaron de ella. El
arácnido atravesó su mullida cabellera perdiéndose en su inmensidad. Ella se
agitaba como una epiléptica en pleno ataque. Estaba fuera de sí.
Preso, puse mis manos sobre su áspero pelo, sin
embargo, no lograba dar con tan repugnante bichejo. Y fue entonces cuando se me
ocurrió. Vi de trasquilo una vela encendida, la cogí con decisión y prendí la
cabellera de la dama. Esta ardió al instante tardando menos del haz del rayo en
aparecer la araña medio chamuscada. La
cogí con mi guante y la estrujé con todas mis fuerzas, hasta que se oyó un
chasquido y un viscoso líquido blanco manchó mi prenda. La araña había
fallecido, y el roedor también.
Como agradecimiento, los Duques, me ofrecieron la
mano de su hija. Sin embargo, no pude aceptar. Cautivo de mi leyenda, Sant
Jordi no hubo de casarse, así pues seguiré soltero.
!!!Felicitaciones Jordi!!! Ameno por demás, tu cuento! !Me gustó mucho!
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