viernes, 24 de abril de 2015

La ecuación de Einstein

Paul Fernando Morillo
Estados Unidos


Esta tarde cuando morí, tuve la urgencia de salir a la calle mayor del pueblo y tomar un taxi con rumbo desconocido. El taxista no me preguntó hacia dónde me dirigía, me dijo, hacia allá vamos, conocía muy bien el camino y después de pasar por delante del cementerio viró hacia la derecha en la calle de las ánimas. Espero que viaje ligero, acotó, con una sonrisa de bienvenida. Le dije que sólo llevo lo que traigo encima y es  mi alma nada más. En broma añadí que no llevo sobrepeso. El me miró comprensivamente, total se muere una sola vez, así que no hay forma de repetirlo y aprender sobre la experiencia. Había en el asiento del taxi un manual de física y en la primera página la célebre ecuación de Albert Einstein E=mc^2 con una breve explicación sobre la misma. Cuando un objeto se acerca a la velocidad de la luz su masa se incrementa, y la energía incrementa. A la velocidad de la luz la masa se vuelve infinita. Cuando acabé de leer la última frase miré como el velocímetro aumentaba la velocidad hasta llegar a los  299792458 metros sobre segundo, miré la masa de mi alma tornarse blanca azulada, una música de campanas nos zambullía en una frenética velocidad hacia el infinito, la masa de cuerpo espectral de mi alma se tornó infinita igual al sitio infinito donde llegamos, después no supe más ni me importó.

sábado, 11 de abril de 2015

EL PINTOR DE PAREDES.

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 Elvirita Hoyos Campillo

Colombia

Llegó, con su escalera, antes de la hora normal de trabajo, esto es, mucho antes de la nueve de la mañana.
— ¿Tan temprano por aquí?
— Para mí, respondió, es casi medio día.
— ¿le provoca un desayuno?
— Gracias, yo ya vengo listo. Si quiere deme solo un tinto con bastante azúcar, para endulzar la vida.
Cambio sus ropas y enseguida arremetió con el trabajo de una pared larga y alta, lijándola, para luego estucar aquellas partes que lo necesitaba, subido en una escalera rustica, que llegaba al techo, de la cual bajaba y subía constantemente con la agilidad y vigor de un joven, sin embargo tenía algo más de cincuenta años.
— Aquí tiene su café —le dije.
— Póngamelo allí niña — me indicó, señalándome el sitio.
Enseguida comenzó a silbar una tonada. Mientras yo jugaba con mi mascota. Al rato, cuando sospeché que su café había pasado de caliente a frio, le pregunté:
— Su café se enfrió, le gusta asi o ¿Quiere que se lo caliente?
— Bueno. Gracias.
— ¿Le gusta silbar?
— Sólo cuando me baño y cuando trabajo. Silbar me da ánimos.
— El café va a enfriársele de nuevo.
Se bajó de la escalera, tomó la taza, y dándome la espalda, se asomó por el ventanal a mirar la calle. Luego se dio vueltas y me miró directamente a la cara.
— Lindo perrito. A mí también me gustan los animales.
— ¿Si?, pensando que tenía perros pregunte — ¿Que raza tienes?
— Yo crio cerdos. —Expresó,  mientras me extendía la taza. —Gracias.
— No sabía, —dije— que se podía criar cerdos en la ciudad. ¿En qué barrio vives?
— En Arjona.
— Pero, Arjona es un pueblo, lejos. Quizás duermes en la ciudad cuando trabajas, y te vas al pueblo, los fines de semana.
— No, me voy y vengo todos los días.
— Ah, y ¿Cuánto tiempo te gastas de viaje?
— Tres horas y a veces más, porque de aquí, cojo un bus hasta la terminal de trasportes, allí cojo el bus para Arjona, cuando llego al pueblo, camino pa ya, uuuhhhh bastante, mi rancho está fuera del pueblo. Eso, por allá es muy bonito y tranquilo.
— ¿Siete horas entre venida y regreso diario, no es aburrido?— ¿En qué momento, atiendes a tus cerdos?
— Apenas me levanto, es lo primero que hago, les hablo y les doy su comida, luego me baño, desayuno y me vengo a trabajar.
—Bueno,— le dije —siete horas sentado en el bus, y ocho durmiendo, pasas la vida chévere.  ¿Ves Tv?
—No, niña. Dónde vivo, no llega la energía eléctrica.
 Lo dejé trabajar. Y  fui a arreglarme y a poner en orden mi habitación. Dos horas después, de nuevo vine a ver cómo iban las cosas.
— ¡Maravilloso! Exclame. —Vas pintando con el mismo amor con que crias a tus cerdos. Cuéntame de ellos, mientras preparo otro café, ¿Quieres?
—Sí, niña, me gusta hablar de ellos.
Asi, entre sorbo y sorbo de café, me fue contando que todos en su casa se acostaban temprano y se levantaban a las dos y media de la mañana, su mujer preparaba de desayuno, lo que en la ciudad seria la comida del medio día; que la cocina estaba fuera de la casa en un bohío grande y rectangular, con techo de paja, donde tenían un fogón hecho con piedras, la mesa dónde comían y en los postes que sostenían el techo, colgaban las hamacas para descansar y a veces dormir.
— ¿no tienes casa de bahareque?
— Si señora, en la casa duermen mis hijos y mi mama, está la sala y hay un baño, como los suyos que yo hice. Tengo mi cuarto con mi esposa, pero a veces duermo en el bohío de la cocina.
— Y por allá, ¿no está metida la guerrilla?
— No, —explicó— ellos andan por otro lado. Eso por allí es tranquilo. En el pueblo, es dónde las pandillas se están matando unas con otras.
Me siguió contando que tenía tres cerdos grandes y a veces cinco o seis, que él compraba a buen precio, los criaba, les sacaba crias y los llevaba a vender al matadero  obteniendo asi, una ganancia tres veces mayor que el precio que había pagado al comprarlos.
Mientras él me contaba de sus cosas, yo pensaba que él vivía como muchos de la ciudad querríamos vivir, sintiendo esa gran paz que trasmite la naturaleza, dentro de un silencio extraño, donde abundan los sonidos de los pajaritos y las ranas, los grillos, las luciérnagas. Tener una casita sencilla dentro de un hermoso paisaje con grandes árboles que proyectan sobre uno, la más deliciosa sombra, refrescando el ambiente, con gallinitas dispersas correteando el patio, comiendo maíz, con muchísimos perritos y rodeada de flores multicolores. Entonces le pregunté, si por allí era fácil conseguir para comprar media hectárea de tierra para mí. Y respondió que no sabía.
Fue cuando me habló de los cerdos, y el cariño que sentía por ellos…
—Los quiero,— expuso —asi como usted, quiere a su perrito.
Entonces, yo acaricie mi perrys, que se llama Tilin, lo cargué, lo apreté suavecito contra mi pecho y le di un beso en su cabecita; brotaron mis lágrimas al pensar en su muerte, que a Dios gracias, estaba lejos por sus expectativas de vida, que ojalá coincidiera con la mía, para irnos juntos. Sin entender cómo se puede amar un animalito, al tiempo que se le piensa llevar al matadero.
Nunca más comería cerdo. AGGGGGG
Mirando a Tilin moviendo su colita de alegría, sin sospechar la enorme contradicción de los humanos y su eterna paradoja, le dije, ven vámonos de paseo, no temas que yo jamás te llevaría al matadero, y dejé tranquilo al pintor continuar su trabajo.










sábado, 4 de abril de 2015

El Extranjero


-->JAIME ALDANAPERU
          

 El hombre debía tener unos cuarenta años. Era de contextura gruesa, aunque no se podría decir que era gordo. Sus facciones eran bien definidas, y no era demasiado alto. Su cabello negro y ensortijado caía sobre sus hombros. Vestía muy elegante, y pese a ser apuesto siempre llegaba solo a un bar de la calle Maipú, en Buenos Aires.
          Un viernes de mayo del 2005 ––el último día que se le vio––, llegó como de costumbre a las diez de la noche y se sentó a la mesa que tenían dispuesta para él en el mezzanine, como un acuerdo tácito. Desde ese lugar podía observar casi todo el local, sobre todo la entrada, a la que se enfocaba como si estuviera esperando a alguien que nunca llegaba.
          Pidió la usual botella de whiskey y la pagó de inmediato y en efectivo.
          Las chicas que se ocupaban de atender a los clientes se disputaban su atención y compañía, debido a la jugosa propina que dejaba. Como nunca les había dicho su nombre, se referían a él con el apelativo de, el extranjero, porque su dejo era de algún lugar del Caribe.
          En el primer piso, un señor de unos sesenta años que se encontraba solo también, tarareaba en voz alta las canciones e intentaba cantar, pero había bebido demasiado para que se le entendiera palabra alguna.
          Cerca de las once de la noche el hombre del primer piso comenzó a pedir a gritos que le sirvieran otra copa de licor, pero por más que buscó en los bolsillos no encontró el dinero para pagar. Como no lo atendían, palmoteó la mesa atrayendo la atención de dos corpulentos agentes de seguridad del local quienes, sin mediar palabra, lo agarraron de los brazos para sacarlo, y lo arrastraron mientras le propinaban codazos y patadas. Cuando estaban por salir, uno de los agentes le dio un golpe  en la cara que lo hizo sangrar. Terminaron por botarlo a la calle como si fuera un trapo viejo, y regresaron sonriendo, satisfechos de haber hecho su trabajo.
          Desde el mezzanine, eran observados por el extranjero, cuya tez se había tornado pálida, ante lo que consideraba un abuso.
          Cuando los agentes de seguridad se disponían a continuar con su labor de vigilancia, escucharon un grito que provenía del mezzanine:
          ––¡Hey! ¡Muy valientes!, ¿no? ¡Par de payasos abusivos! ––era el extranjero. Los dos hombres se quedaron mirando al hombre que se atrevía a ofenderlos, pero antes de que pudieran reaccionar escucharon algo que les encendió el orgullo:
          ––¡A ver si son capaces de sacarme a mí también!
          Sin pensarlo dos veces dieron grandes zancadas y comenzaron a subir por las escaleras, en pos del individuo que se había atrevido a retarlos.
           Permanecía impasible ante las miradas angustiosas de las mujeres que no querían que nadie saliera herido, menos aquel hombre que se aparecía los viernes para tomar algunos vasos de whiskey.
          Apenas llegaron, fueron recibidos a golpes por el extranjero, pero pronto pudieron agarrarlo. Sin pensar en las consecuencias de sus actos lo tiraron escaleras abajo y se dispusieron a darle una golpiza que recordaría toda su vida.
          Mientras rodaba, el hombre se llevó instintivamente la mano a la cintura. Cayó de espaldas, pero para sorpresa de todos en sus manos sostenía un revolver.
          Los hombres de seguridad se quedaron estáticos, y no pudieron escapar a las balas que destrozaron sus cuerpos.
          El extranjero se levantó lentamente, caminó en dirección a la salida, y desapareció sin dejar rastro.