sábado, 4 de abril de 2015

El Extranjero


-->JAIME ALDANAPERU
          

 El hombre debía tener unos cuarenta años. Era de contextura gruesa, aunque no se podría decir que era gordo. Sus facciones eran bien definidas, y no era demasiado alto. Su cabello negro y ensortijado caía sobre sus hombros. Vestía muy elegante, y pese a ser apuesto siempre llegaba solo a un bar de la calle Maipú, en Buenos Aires.
          Un viernes de mayo del 2005 ––el último día que se le vio––, llegó como de costumbre a las diez de la noche y se sentó a la mesa que tenían dispuesta para él en el mezzanine, como un acuerdo tácito. Desde ese lugar podía observar casi todo el local, sobre todo la entrada, a la que se enfocaba como si estuviera esperando a alguien que nunca llegaba.
          Pidió la usual botella de whiskey y la pagó de inmediato y en efectivo.
          Las chicas que se ocupaban de atender a los clientes se disputaban su atención y compañía, debido a la jugosa propina que dejaba. Como nunca les había dicho su nombre, se referían a él con el apelativo de, el extranjero, porque su dejo era de algún lugar del Caribe.
          En el primer piso, un señor de unos sesenta años que se encontraba solo también, tarareaba en voz alta las canciones e intentaba cantar, pero había bebido demasiado para que se le entendiera palabra alguna.
          Cerca de las once de la noche el hombre del primer piso comenzó a pedir a gritos que le sirvieran otra copa de licor, pero por más que buscó en los bolsillos no encontró el dinero para pagar. Como no lo atendían, palmoteó la mesa atrayendo la atención de dos corpulentos agentes de seguridad del local quienes, sin mediar palabra, lo agarraron de los brazos para sacarlo, y lo arrastraron mientras le propinaban codazos y patadas. Cuando estaban por salir, uno de los agentes le dio un golpe  en la cara que lo hizo sangrar. Terminaron por botarlo a la calle como si fuera un trapo viejo, y regresaron sonriendo, satisfechos de haber hecho su trabajo.
          Desde el mezzanine, eran observados por el extranjero, cuya tez se había tornado pálida, ante lo que consideraba un abuso.
          Cuando los agentes de seguridad se disponían a continuar con su labor de vigilancia, escucharon un grito que provenía del mezzanine:
          ––¡Hey! ¡Muy valientes!, ¿no? ¡Par de payasos abusivos! ––era el extranjero. Los dos hombres se quedaron mirando al hombre que se atrevía a ofenderlos, pero antes de que pudieran reaccionar escucharon algo que les encendió el orgullo:
          ––¡A ver si son capaces de sacarme a mí también!
          Sin pensarlo dos veces dieron grandes zancadas y comenzaron a subir por las escaleras, en pos del individuo que se había atrevido a retarlos.
           Permanecía impasible ante las miradas angustiosas de las mujeres que no querían que nadie saliera herido, menos aquel hombre que se aparecía los viernes para tomar algunos vasos de whiskey.
          Apenas llegaron, fueron recibidos a golpes por el extranjero, pero pronto pudieron agarrarlo. Sin pensar en las consecuencias de sus actos lo tiraron escaleras abajo y se dispusieron a darle una golpiza que recordaría toda su vida.
          Mientras rodaba, el hombre se llevó instintivamente la mano a la cintura. Cayó de espaldas, pero para sorpresa de todos en sus manos sostenía un revolver.
          Los hombres de seguridad se quedaron estáticos, y no pudieron escapar a las balas que destrozaron sus cuerpos.
          El extranjero se levantó lentamente, caminó en dirección a la salida, y desapareció sin dejar rastro.


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