-->JAIME ALDANAPERU
El hombre debía tener unos cuarenta
años. Era de contextura gruesa, aunque no se podría decir que era gordo. Sus
facciones eran bien definidas, y no era demasiado alto. Su cabello negro y
ensortijado caía sobre sus hombros. Vestía muy elegante, y pese a ser apuesto
siempre llegaba solo a un bar de la calle Maipú, en Buenos Aires.
Un viernes de mayo del 2005 ––el
último día que se le vio––, llegó como de costumbre a las diez de la noche y se
sentó a la mesa que tenían dispuesta para él en el mezzanine, como un acuerdo
tácito. Desde ese lugar podía observar casi todo el local, sobre todo la
entrada, a la que se enfocaba como si estuviera esperando a alguien que nunca
llegaba.
Pidió la usual botella de whiskey y
la pagó de inmediato y en efectivo.
Las chicas que se ocupaban de atender
a los clientes se disputaban su atención y compañía, debido a la jugosa propina
que dejaba. Como nunca les había dicho su nombre, se referían a él con el
apelativo de, el extranjero, porque
su dejo era de algún lugar del Caribe.
En el primer piso, un señor de unos
sesenta años que se encontraba solo también, tarareaba en voz alta las
canciones e intentaba cantar, pero había bebido demasiado para que se le
entendiera palabra alguna.
Cerca de las once de la noche el
hombre del primer piso comenzó a pedir a gritos que le sirvieran otra copa de
licor, pero por más que buscó en los bolsillos no encontró el dinero para
pagar. Como no lo atendían, palmoteó la mesa atrayendo la atención de dos
corpulentos agentes de seguridad del local quienes, sin mediar palabra, lo
agarraron de los brazos para sacarlo, y lo arrastraron mientras le propinaban
codazos y patadas. Cuando estaban por salir, uno de los agentes le dio un golpe
en la cara que lo hizo sangrar.
Terminaron por botarlo a la calle como si fuera un trapo viejo, y regresaron
sonriendo, satisfechos de haber hecho su trabajo.
Desde el mezzanine, eran observados
por el extranjero, cuya tez se había
tornado pálida, ante lo que consideraba un abuso.
Cuando los agentes de seguridad se
disponían a continuar con su labor de vigilancia, escucharon un grito que
provenía del mezzanine:
––¡Hey! ¡Muy valientes!, ¿no? ¡Par de
payasos abusivos! ––era el extranjero.
Los dos hombres se quedaron mirando al hombre que se atrevía a ofenderlos, pero
antes de que pudieran reaccionar escucharon algo que les encendió el orgullo:
––¡A ver si son capaces de sacarme a
mí también!
Sin pensarlo dos veces dieron grandes
zancadas y comenzaron a subir por las escaleras, en pos del individuo que se
había atrevido a retarlos.
Permanecía impasible ante
las miradas angustiosas de las mujeres que no querían que nadie saliera herido,
menos aquel hombre que se aparecía los viernes para tomar algunos vasos de
whiskey.
Apenas llegaron, fueron recibidos a
golpes por el extranjero, pero pronto
pudieron agarrarlo. Sin pensar en las consecuencias de sus actos lo tiraron
escaleras abajo y se dispusieron a darle una golpiza que recordaría toda su
vida.
Mientras rodaba, el hombre se llevó
instintivamente la mano a la cintura. Cayó de espaldas, pero para sorpresa de
todos en sus manos sostenía un revolver.
Los hombres de seguridad se quedaron
estáticos, y no pudieron escapar a las balas que destrozaron sus cuerpos.
El extranjero se levantó lentamente, caminó en dirección a
la salida, y desapareció sin dejar rastro.
Buen relato de nuestra actualidad argentina, con buena estructura textual.
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