Elvirita Hoyos Campillo
Colombia
Llegó, con su escalera,
antes de la hora normal de trabajo, esto es, mucho antes de la nueve de la
mañana.
— ¿Tan temprano por aquí?
— Para mí, respondió, es casi medio día.
— ¿le provoca un desayuno?
— Gracias, yo ya vengo listo. Si quiere deme solo un tinto con bastante
azúcar, para endulzar la vida.
Cambio sus ropas y
enseguida arremetió con el trabajo de una pared larga y alta, lijándola, para luego
estucar aquellas partes que lo necesitaba, subido en una escalera rustica, que
llegaba al techo, de la cual bajaba y subía constantemente con la agilidad y
vigor de un joven, sin embargo tenía algo más de cincuenta años.
— Aquí tiene su café —le dije.
— Póngamelo allí niña — me indicó, señalándome el sitio.
Enseguida comenzó a silbar una tonada. Mientras yo jugaba con mi mascota.
Al rato, cuando sospeché que su café había pasado de caliente a frio, le
pregunté:
— Su café se enfrió, le gusta asi o ¿Quiere que se lo caliente?
— Bueno. Gracias.
— ¿Le gusta silbar?
— Sólo cuando me baño y cuando trabajo. Silbar me da ánimos.
— El café va a enfriársele de nuevo.
Se bajó de la escalera, tomó la taza, y dándome la espalda, se asomó por
el ventanal a mirar la calle. Luego se dio vueltas y me miró directamente a la
cara.
— Lindo perrito. A mí también me gustan los animales.
— ¿Si?, pensando que tenía perros pregunte — ¿Que raza tienes?
— Yo crio cerdos. —Expresó, mientras me extendía la taza. —Gracias.
— No sabía, —dije— que se podía criar cerdos en la ciudad. ¿En qué
barrio vives?
— En Arjona.
— Pero, Arjona es un pueblo, lejos. Quizás duermes en la ciudad cuando
trabajas, y te vas al pueblo, los fines de semana.
— No, me voy y vengo todos los días.
— Ah, y ¿Cuánto tiempo te gastas de viaje?
— Tres horas y a veces
más, porque de aquí, cojo un bus hasta la terminal de trasportes, allí cojo el
bus para Arjona, cuando llego al pueblo, camino pa ya, uuuhhhh bastante, mi
rancho está fuera del pueblo. Eso, por allá es muy bonito y tranquilo.
— ¿Siete horas entre venida
y regreso diario, no es aburrido?— ¿En qué momento, atiendes a tus cerdos?
— Apenas me levanto, es lo
primero que hago, les hablo y les doy su comida, luego me baño, desayuno y me
vengo a trabajar.
—Bueno,— le dije —siete
horas sentado en el bus, y ocho durmiendo, pasas la vida chévere. ¿Ves Tv?
—No, niña. Dónde vivo, no
llega la energía eléctrica.
Lo dejé trabajar. Y fui a arreglarme y a poner en orden mi
habitación. Dos horas después, de nuevo vine a ver cómo iban las cosas.
— ¡Maravilloso! Exclame. —Vas
pintando con el mismo amor con que crias a tus cerdos. Cuéntame de ellos,
mientras preparo otro café, ¿Quieres?
—Sí, niña, me gusta hablar
de ellos.
Asi, entre sorbo y sorbo
de café, me fue contando que todos en su casa se acostaban temprano y se
levantaban a las dos y media de la mañana, su mujer preparaba de desayuno, lo
que en la ciudad seria la comida del medio día; que la cocina estaba fuera de
la casa en un bohío grande y rectangular, con techo de paja, donde tenían un
fogón hecho con piedras, la mesa dónde comían y en los postes que sostenían el
techo, colgaban las hamacas para descansar y a veces dormir.
— ¿no tienes casa de
bahareque?
— Si señora, en la casa
duermen mis hijos y mi mama, está la sala y hay un baño, como los suyos que yo
hice. Tengo mi cuarto con mi esposa, pero a veces duermo en el bohío de la
cocina.
— Y por allá, ¿no está
metida la guerrilla?
— No, —explicó— ellos
andan por otro lado. Eso por allí es tranquilo. En el pueblo, es dónde las
pandillas se están matando unas con otras.
Me siguió contando que
tenía tres cerdos grandes y a veces cinco o seis, que él compraba a buen
precio, los criaba, les sacaba crias y los llevaba a vender al matadero obteniendo asi, una ganancia tres veces mayor
que el precio que había pagado al comprarlos.
Mientras él me contaba de
sus cosas, yo pensaba que él vivía como muchos de la ciudad querríamos vivir,
sintiendo esa gran paz que trasmite la naturaleza, dentro de un silencio
extraño, donde abundan los sonidos de los pajaritos y las ranas, los grillos,
las luciérnagas. Tener una casita sencilla dentro de un hermoso paisaje con
grandes árboles que proyectan sobre uno, la más deliciosa sombra, refrescando
el ambiente, con gallinitas dispersas correteando el patio, comiendo maíz, con
muchísimos perritos y rodeada de flores multicolores. Entonces le pregunté, si
por allí era fácil conseguir para comprar media hectárea de tierra para mí. Y
respondió que no sabía.
Fue cuando me habló de los
cerdos, y el cariño que sentía por ellos…
—Los quiero,— expuso —asi
como usted, quiere a su perrito.
Entonces, yo acaricie mi
perrys, que se llama Tilin, lo cargué, lo apreté suavecito contra mi pecho y le
di un beso en su cabecita; brotaron mis lágrimas al pensar en su muerte, que a
Dios gracias, estaba lejos por sus expectativas de vida, que ojalá coincidiera
con la mía, para irnos juntos. Sin entender cómo se puede amar un animalito, al
tiempo que se le piensa llevar al matadero.
Nunca más comería cerdo.
AGGGGGG
Mirando a Tilin moviendo
su colita de alegría, sin sospechar la enorme contradicción de los humanos y su
eterna paradoja, le dije, ven vámonos de paseo, no temas que yo jamás te
llevaría al matadero, y dejé tranquilo al pintor continuar su trabajo.
El afecto puede ser igual, la diferencia es en la necesidad de cada uno. Me gustó.
ResponderBorrarTierna conversación, Elvirita!
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