domingo, 19 de junio de 2016

“DE GUADALAJARA A MANZANILLO”

  Maritza Sevilla

   Valencia, Venezuela


Elisa colocó sobre la cama todo lo que llevaría en la maleta. Había sido invitada a participar como pianista amateur en “XIII Festival Musical de Manzanillo”, evento que se celebraba cada año,  para recabar fondos para el asilo de ancianos de la ciudad.
Federico entró a la habitación para ayudarle a chequear que llevara todo lo que necesitaría: ropa, calzado, cosméticos y medicinas. Miró el promontorio de medicamentos que ella ya había colocado al lado de la ropa: dos cajas de pastillas contra la acidez estomacal, una contra el estreñimiento (en caso de que comiera demasiado pan), dos para las flojuras de barriga (por si no le caía bien el agua de aquellos lares), antitusígenos contra la flema (por algún mal aire), analgésicos, antialérgicos, cápsulas para evitar los vómitos y jarabe para calmar la tos seca. ¡Ah!, y las tabletas para aliviar la garganta que siempre sentía irritada. Según ella; el problema en la faringe se originó en el momento mismo de nacer, por haber traído el cordón umbilical enrollado en el cuello. Ese había sido el motivo por el cual decidió dejar la docencia.  Eso y la situación económica de su marido.
A él le enternecía la manía de su esposa de tratar de prevenir todas las enfermedades. Sabía que en el fondo, a Elisa se le había enroscado una escurridiza hipocondría originada por las veces en las que estuvo a punto de morir, durante su niñez. Él lo tenía claro y le llamaba la atención que siendo Psicóloga, y de las más reconocidas, no buscase una terapia para aliviar esa situación y vivir con mayor tranquilidad. No era que a él le molestara; por el contrario, habían decidido no tener hijos y cuidar de ella le permitía manifestar los instintos paternales que guardaba en su interior. Con frecuencia le repetía que “le defendería del mundo y sus bacterias”.
A pesar de haber padecido enfermedades graves en su infancia, por lo que desarrolló una contextura frágil, Elisa era una mujer alegre que estaba consciente de su exageración en el tema de la salud. No hacía ningún esfuerzo de controlarse pero eran muchas las veces que se reía de sí misma frente a Fede, como lo llamaba en la intimidad. Pero esta vez viajaría sola porque su marido tenía compromisos laborales y no se sentía tan segura sin él a su lado, eso le había alborotado los temores a enfermarse. Si aceptó este compromiso fue porque era la clase de causas en las que le agradaba participar.
Federico  insinuó si no serían demasiadas medicinas para solo cuatro días.
─Prefiero prevenir. Además, tal vez alguien necesite algo durante el viaje. ─Tomó el bolso de mano disimuladamente, abrió el closet y lo colocó en el estante de arriba. Ya lo sacaría cuando su esposo no estuviera cerca.
─¿Cómo te distraerás en el camino si no puedes leer un libro porque te mareas?
─¡Gracias, querido! Me acabas de recordar que no guardé las pastillas contra el mareo.
Federico contuvo una sonrisa y agregó:
─Tendrás que pasarte el viaje mirando por la ventanilla.
─¡Y las gotas contra la resequedad de los ojos!
Esta vez  buscó la mirada de su esposa, en un intento de burlarse de ella, pero Elisa se dio cuenta y no le siguió el juego.
─Entonces ya no te falta nada más ─concluyó y salió de la habitación con una sonrisa de picardía.

Llegaron temprano a la estación. Se sentaron en el cafetín cerca del andén de abordaje. El cielo despejado presagiaba un buen clima, una suave brisa levantaba las faldas de las damas y los papeles que encontraba a su paso. Ya habían entregado las maletas y ella solo cargaba el bolso de mano y un paquete pequeño con galletas y frutas para merendar en el camino.
Federico se dirigió al acomodador del tren y le pidió que tratara que una señora afín a su esposa, fuese quien ocupara el asiento contiguo; así tendría con quien conversar durante el trayecto.
Llegada la hora para abordar, se despidieron,  subió al tren y ocupó el asiento próximo a la ventana. Otros pasajeros subieron y ocuparon los puestos siguiendo las indicaciones del acomodador. Subió una señora bien vestida y con ademanes finos. El acomodador la acompañó hasta el asiento de Elisa, quien miraba por la ventana hacia el andén, y le sugirió tomar ese asiento. La señora agradeció al empleado y saludó con unos secos “Buenos días”.
Al voltear para responder reconoció a Elsa, su hermana menor de quien no tenía noticias desde hacía mucho tiempo. Elsa se sorprendió al percatarse de la casualidad y, con tono sarcástico, dijo:
─¡Qué pequeño es el mundo! ¡Mira a quién me vengo a encontrar! La dulce consentida de papá.
Ya repuesta de la primera impresión, ella respondió en el mismo tono burlón:
─¡Hola, querida hermana! ¿Tan amargada como siempre?
─¡Ja ja! No; fíjate que no. Desde que me fui de esa casa y dejé de verte soy la mujer más feliz del mundo ─dijo acentuando las últimas palabras.
─Lo disimulas muy bien, querida ─respondió. En su mente confluyeron las amargas imágenes de su infancia, gracias a las travesuras de su hermana siempre en su contra. Fueron muchas las ocasiones en las que la había molestado sin importarle lo enferma que estuviera, ni que quedara en desventaja ante los ojos de otras personas. Parecía que lo único que le divertía era burlarse de ella, ante propios y extraños. Este comportamiento había logrado que se distanciaran al crecer. Solo guardaba malos recuerdos de su hermana al punto de que nunca se interesó en saber cómo le iba en la vida. Decidió no volver a hablar durante el viaje y lamentó no haber traído un bendito libro, aunque solo simulara leerlo. Definitivamente, miraría por la ventana todo el tiempo así le diera tortícolis.
La voz de su hermana la sacó de sus pensamientos:
─¡Increíble! Me acabo de sentir de 15 años, hacía mucho que no me relacionaba de esa manera.
 Elisa siguió mirando por la ventana.
─¿Sabes? Muchas veces he pensado en ti. Hace poco le conté a mi esposo la vez que puse sal a la bebida que le servías a tus compañeras del liceo, una vez que fueron a casa a estudiar. Tus amigas, tan educadas, no dijeron nada y dejaron el vaso solo al probar. Tú te pusiste colorada, cuando ellas ya se habían ido y te diste cuenta.
─La mujer continuó hablando sin notar el forzado silencio de su hermana.
─El mayor de mis morochos tiene el mismo lunar blanco que tú tienes cerca del ombligo. Cuando lo baño recuerdo cómo te asustaba diciendo que por ahí metería un puñal cuando te quedaras dormida. Ellos me hacen evocar nuestras tontas peleas, como cuando te escondí un zapato de cada par, para que papá no te llevara a pasear ¿recuerdas? Al verlos competir entre ellos por mi atención, comprendí que lo que yo sentía en ese entonces eran celos; porque toda la familia se interesaba en ti, por tu mala salud, y yo me quedaba jugando sola en el corredor. Me veo a mí misma en el más grande y le hace cada maldad a su hermanito ¡que ni te cuento!
─¿Y qué edad tienen? ─se sorprendió preguntando.
─Siete años y medio. El mayor se llama Víctor Manuel y el menor Carlos Manuel. Ya imaginarás cómo se llama mi esposo. Mamá me dijo que no tuviste hijos; pero que tu marido es un sol y te adora. Y que además es muy guapo, nada que ver con… ¿cómo se llamaba?
─¡Ja ja! Ya sé a quién te refieres. Se llamaba Ismael.
─¡Si, ése! El pobre era más feo que un autobús por debajo, como dice mi suegra.
─No me imagino eso, nunca me he metido debajo de uno; pero seguro que tu suegra tendría razón.
Las dos mujeres rieron por un momento. Conversaron de sus vidas, de sus matrimonios, de sus familias, de sus destinos y sus para qué. Compartieron teléfonos y buenos deseos.
─Me gustaría que los morochos conocieran a su tía. Federico y tú están invitados a pasar las fiestas navideñas en nuestra casa en León. Estaré feliz de atenderles, ¡ya verás lo bien que la vamos a pasar!
─Me encantará conocerles igual que a tu esposo. Cuando pases por Guadalajara, llámame; podríamos almorzar juntas y conocerás a Federico.
Luego, Elsa preguntó:
─¿Y tu salud? ¿Ya estás bien o sigues siendo…? ─la mujer frenó el desagradable comentario que había comenzado a hacer.
─¿Un catálogo de enfermedades? No, ya estoy bien. Tampoco soy “Elisita la pobrecita”. ─Elisa forzó una sonrisa y sujetó fuertemente su bolso; pero en el intento se resbaló el paquete de la merienda y terminó cayendo el bolso al piso, desparramando de su interior varias cajas y frascos de medicina. Entonces, se volcó al piso tratando de evitar que su hermana los viera; pero ya ella se había levantado de su asiento, recogió los frascos que habían caído más lejos y se los entregó. La ayudó a incorporarse y volvió a sentarse.
Las dos miraron lo sucias que habían quedado las manos de Elisa al contacto con el piso. Elsa sacó de su cartera un paquete de toallitas húmedas, lo destapó y pasó una a su hermana. Sacó una segunda toalla y limpió sus propias manos. Mirando a Elisa que aún se encontraba contrariada, dijo:
─¡Vamos, mujer, que no es pecado cuidarse! Tampoco quiero que cuando vayas a casa seas un catálogo de virus y bacterias, ¡ja ja!
Elisa se relajó y sonrió. Miró a su hermana:
─Fue muy afortunado que coincidiéramos aquí e hiciéramos las paces. Me acabo de dar cuenta que siempre me hizo falta contar contigo. La vida hubiera sido más fácil.
─No siempre más fácil significa más feliz. La vida ha sido buena con las dos. Y creo que cada una es dichosa, a su manera.
─Es cierto. Y a eso se reduce toda la vida. ¿Eres feliz? Yo sí lo soy.

lunes, 6 de junio de 2016

El campo de Alfarero


 

 Este cuento obtuvo mención de honor en cuento,
en el Certamen de la Cofradía de escritores de Puerto Rico.

Yolanda López López

Puerto Rico


            No puede imaginar cómo será este día. Se ha levantado a las ocho de la mañana y después de desayunar, comienza su caminata hacia el edificio Stephen A. Schwarzman. No quiere que un taxi amarillo, entre sonidos de claxon e insultos visuales de vehículos por doquier, la suelte de cantazo frente a las escalinatas. Desea llegar caminando y entrar por la cara principal frente a la Quinta Avenida, para apreciar la majestuosidad del edificio neoclásico de mármol, Beaux Arts, que ocupa dos bloques entre la calle 40 y la 42. Se va acercando despacio con la cámara colgando de su cuello. Está presta a tomar las primeras fotos. Enfoca el lente hacia los leones, Fortaleza y Paciencia, ubicados a sendos lados de las escalinatas. Los felinos son celadores dispuestos a defender el conocimiento centenario tras esas paredes.
            Las fuentes incrustadas en el edificio, le roban la atención, y enfoca detrás de Paciencia. Encuentra a Belleza, una fuente de mármol en la que una mujer con el pecho al descubierto, se recuesta sobre el lomo de Pegasus. Una frase poética la corona. Pero es la frase de la fuente Verdad, tomada del poema, "La sombra y la luz", de John Greenleaf Whittier, la que la obliga a bajar la cámara y detenerse a releerla: But above all things Truth beareth away the victory.
            Entra a la recepción de la biblioteca con el entusiasmo de una infanta en su primera visita al parque. Inclina la cabeza hacia atrás y levanta la mirada hacia la cúpula de mármol que la recibe. Una sensación de vértigo la sobrecoge, y en un tris siente que su cuerpo se desliza por un hueco cientos de pies hacia abajo y cae de sentaderas sobre tierra húmeda y fangosa. Ahora se encuentra en un espacio desolado. Extiende el brazo para alcanzar su bolso y se lastima la mano con restos de piedras y escombros afilados. Siente una alimaña que se desliza sobre su pierna. Se levanta rápidamente y se abraza a su cartera. Camina unos pasos y mira a su alrededor. A lo lejos ve unos niños jugando. Los pies apenas rozan el suelo. Hace frío y la tarde está en penumbras.
            ––¿Has visto a mi mamá?
            ––No, cariño. Ni siquiera sé cómo he llegado aquí. Yo estaba…
            Norma Iris se percata de que es una niña y ha seguido caminando hacia una zona más oscura en donde la densidad de las penumbras apenas permite ver. Teme por ella y decide seguirla. Mientras camina tras la niña observa que sus zapatos están gastados y el vestido fruncido en la cintura tiene el ruedo raído. La alcanza y le pregunta de dónde viene.
            ––De Five Points, donde vive mucha gente junta. En mi casa vivimos dos familias. Yo duermo debajo de la mesa.
            ––¿Pero son familia?
            ––No, no los conocemos, pero ellos ayudan a pagar la renta. ¿Has visto a mi mamá?
            Enternecida, se dispone a contestarle. La poca luz no le permite definir la faz de la pequeña que sale corriendo apenas ella abre la boca. Norma Iris trata de correr tras ella y se tropieza con una pequeña columna de cemento. En él está inscrito, Potter’s field 1830. Mira a su alrededor y le parece ver brotar de la tierra múltiples árboles cuadrados, imposibles de contar.       Avanza tras la niña y, de súbito, se golpea contra una pared enorme. Trata de encontrar paso y se topa con un obrero que le grita.
            ––¡Quítese de la pared, que ya mismo comienza la actividad de inauguración!
            ––¿Inauguración de qué? ––pregunta.
             Apenas escucha la respuesta del hombre, cuando le informa que es de un enorme tanque de agua para suplir la ciudad, pues acaba de ver a la chiquilla entre la multitud convocada. Su harapo contrasta con los sombreros elegantes y las manos enguantadas que sujetan un programa del evento:
                                   La ciudad de Nueva York los invita:
                                   Inauguración del Croton’s Reservoir                                                                                                         Fecha: 4 de julio de 1842
                                   Hora: 3:00 P.M.

             La tierra bajo sus pies se ha convertido en un camino. No comprende lo que ocurre, pero está convencida de que la nena la puede ayudar y la sigue, abriéndose paso entre la gente mientras se enfoca en la pequeña cabeza de cabello rubio, sucio, moviéndose cual culebra entre ellos. Parece girar alrededor de los mismos espacios. Se detiene de frente a la misma pared con la que ha tropezado Norma Iris momentos antes. Ella busca la multitud a sus espaldas, pero se han marchado. Al virarse se encuentra caminando por uno de varios largos túneles forrados de libros. La niña va frente a ella y cuando trata de alcanzarla, apenas roza su hombro cuando escucha una fanfarria de trompetas y una voz por altoparlante que anuncia:
            ––Hoy, 23 de mayo de 1911, nos llena de orgullo inaugurar el edificio principal de la Biblioteca Pública de Nueva York. Nos honra con su presencia el presidente William Howard Taft, a quien dejo con ustedes.
            Norma Iris cierra los ojos, angustiada porque no comprende lo que le está ocurriendo. Cuando los abre de nuevo se encuentra en el recibidor de la biblioteca y observa a ambos extremos sendas escaleras de mármol hacia los pisos superiores. Desiste de caminar por las áreas subterráneas porque teme perderse en los túneles. Se dirige a descubrir el primer nivel y entra en la Sala de Exhibiciones. En esta, el mármol se acentúa con un techo en madera de roble tallada. Dentro del espacio hay una serie de vitrinas y dentro de ellas exponen manuscritos antiguos en préstamo del Museo Penn. Se detiene a mirar los objetos en exposición.
            ––¿Has visto a mi mamá?
            ––No, cariño. Pero, ¿qué haces aquí?
            La niña sigue caminando. Norma Iris la sigue y sube al segundo nivel. La Sala de Patentes, La Sala de los Mapas, la Librería de Ciegos, la Sala de Tecnología y la Sala de los Periódicos en el primer estrato no las podrá ver hoy.
            Se asoma por uno de los arcos del pasillo para mirar hacia el primer nivel, solamente ve la gente entrando a la biblioteca. Se recuesta sobre la pared de la columna divisora de los arcos, exhausta, confundida. El pulso se le acelera, la respiración se acorta. Siente un bloque sobre el pecho y lucha por mantener la cordura. Alcanza a ver la pequeña cabeza rubia, subiendo hacia la tercera planta. Acepta resignada que tampoco caminará completo el corredor principal del segundo piso para desplazarse a los diversos salones. Ni llegará a ver la División Oriental con su colección de sobre 20,000 libros y panfletos en árabe, turco, chino y japonés ni la División Judía con 24,000 textos ni la División de Eslavo con 23,000. Y ni pensar en visitar la División de Ciencia o la División de Economía, con 400,000 libros y panfletos.
             Se apresura a buscarla y llega al tercer piso. Al recorrer los espacios con su vista, siente que las figuras pintadas en las paredes y en la bóveda de mármol le prometen ayudarla. Decide entrar al ala sur del Rose Main Reading Room. Esta proyecta la ostentosidad de los grandes castillos. Tiene un techo alto, adornado por un falso de yeso marrón ricamente tallado, que encierra en el centro, a lo largo del pasillo central, varios espacios rectangulares; con frescos de cielo y de nubes. La luz entra a través de las ventanas de cristal, de arquitectura romántica, y los ilumina.
            Entra al gran salón ansiosa, con las manos sudorosas y la mirada inquieta saltando de faz en faz, sin detenerse en alguna. Es difícil ubicar a cualquiera en alguna de aquellas sillas; ante una de las cuarenta y dos largas mesas de roble que ocupan el espacio del tamaño de un parque de balompié. Tiene cabida para más de seiscientos lectores. Ellos descubrirán conocimiento bajo la luz tenue de unos candelabros colgantes; mientras son protegidos por filas de libros alineados contra las paredes.
            Al fin la identifica y va hacia ella. Cuando se acerca observa un libro sobre la mesa, abierto. La niña ha desaparecido de nuevo. Norma Iris se sienta y decide leer el texto:
            Los terrenos en los que se ubica el edificio principal de la biblioteca pública de Nueva York fueron utilizados, entre 1822 y 1840, como cementerio para los pobres, las víctimas de epidemias, los criminales y los desconocidos. Se le conocía como “Potter’s field”, campo de alfarero. Cuando se decidió construir el tanque de agua los cadáveres fueron trasladados a Wards Island.
            ––¿Has visto a mi mamá?
            ––No, cariño. No la he visto ––le contesta mientras intenta con la mano secarse las lágrimas y aprecia la piel translúcida de la niña que se pierde en sus cuencas vacías.