Maritza Sevilla
Valencia, Venezuela
Elisa colocó sobre la cama todo lo que llevaría en
la maleta. Había sido invitada a participar como pianista amateur en “XIII
Festival Musical de Manzanillo”, evento que se celebraba cada año, para recabar fondos para el asilo de ancianos
de la ciudad.
Federico entró a la habitación para ayudarle a
chequear que llevara todo lo que necesitaría: ropa, calzado, cosméticos y
medicinas. Miró el promontorio de medicamentos que ella ya había colocado al lado
de la ropa: dos cajas de pastillas contra la acidez estomacal, una contra el
estreñimiento (en caso de que comiera demasiado pan), dos para las flojuras de barriga
(por si no le caía bien el agua de aquellos lares), antitusígenos contra la
flema (por algún mal aire), analgésicos, antialérgicos, cápsulas para evitar
los vómitos y jarabe para calmar la tos seca. ¡Ah!, y las tabletas para aliviar
la garganta que siempre sentía irritada. Según ella; el problema en la faringe
se originó en el momento mismo de nacer, por haber traído el cordón umbilical enrollado
en el cuello. Ese había sido el motivo por el cual decidió dejar la docencia. Eso y la situación económica de su marido.
A él le enternecía la manía de su esposa de tratar
de prevenir todas las enfermedades. Sabía que en el fondo, a Elisa se le había
enroscado una escurridiza hipocondría originada por las veces en las que estuvo
a punto de morir, durante su niñez. Él lo tenía claro y le llamaba la atención que
siendo Psicóloga, y de las más reconocidas, no buscase una terapia para aliviar
esa situación y vivir con mayor tranquilidad. No era que a él le molestara; por
el contrario, habían decidido no tener hijos y cuidar de ella le permitía
manifestar los instintos paternales que guardaba en su interior. Con frecuencia
le repetía que “le defendería del mundo y sus bacterias”.
A pesar de haber padecido enfermedades graves en su
infancia, por lo que desarrolló una contextura frágil, Elisa era una mujer
alegre que estaba consciente de su exageración en el tema de la salud. No hacía
ningún esfuerzo de controlarse pero eran muchas las veces que se reía de sí
misma frente a Fede, como lo llamaba en la intimidad. Pero esta vez viajaría
sola porque su marido tenía compromisos laborales y no se sentía tan segura sin
él a su lado, eso le había alborotado los temores a enfermarse. Si aceptó este
compromiso fue porque era la clase de causas en las que le agradaba participar.
Federico insinuó si no serían demasiadas
medicinas para solo cuatro días.
─Prefiero prevenir. Además, tal vez alguien
necesite algo durante el viaje. ─Tomó el bolso de mano disimuladamente, abrió
el closet y lo colocó en el estante de arriba. Ya lo sacaría cuando su esposo
no estuviera cerca.
─¿Cómo te distraerás en el camino si no puedes leer
un libro porque te mareas?
─¡Gracias, querido! Me acabas de recordar que no guardé
las pastillas contra el mareo.
Federico contuvo una sonrisa y agregó:
─Tendrás que pasarte el viaje mirando por la
ventanilla.
─¡Y las gotas contra la resequedad de los ojos!
Esta vez
buscó la mirada de su esposa, en un intento de burlarse de ella, pero Elisa
se dio cuenta y no le siguió el juego.
─Entonces ya no te falta nada más ─concluyó y salió
de la habitación con una sonrisa de picardía.
Llegaron temprano a la estación. Se sentaron en el
cafetín cerca del andén de abordaje. El cielo despejado presagiaba un buen
clima, una suave brisa levantaba las faldas de las damas y los papeles que
encontraba a su paso. Ya habían entregado las maletas y ella solo cargaba el
bolso de mano y un paquete pequeño con galletas y frutas para merendar en el
camino.
Federico se dirigió al acomodador del tren y le
pidió que tratara que una señora afín a su esposa, fuese quien ocupara el
asiento contiguo; así tendría con quien conversar durante el trayecto.
Llegada la hora para abordar, se despidieron, subió al tren y ocupó el asiento próximo a la
ventana. Otros pasajeros subieron y ocuparon los puestos siguiendo las
indicaciones del acomodador. Subió una señora bien vestida y con ademanes finos.
El acomodador la acompañó hasta el asiento de Elisa, quien miraba por la
ventana hacia el andén, y le sugirió tomar ese asiento. La señora agradeció al
empleado y saludó con unos secos “Buenos días”.
Al voltear para responder reconoció a Elsa, su
hermana menor de quien no tenía noticias desde hacía mucho tiempo. Elsa se
sorprendió al percatarse de la casualidad y, con tono sarcástico, dijo:
─¡Qué pequeño es el mundo! ¡Mira a quién me vengo a
encontrar! La dulce consentida de papá.
Ya repuesta de la primera impresión, ella respondió
en el mismo tono burlón:
─¡Hola, querida hermana! ¿Tan amargada como
siempre?
─¡Ja ja! No; fíjate que no. Desde que me fui de esa
casa y dejé de verte soy la mujer más feliz del mundo ─dijo acentuando las
últimas palabras.
─Lo disimulas muy bien, querida ─respondió. En su
mente confluyeron las amargas imágenes de su infancia, gracias a las travesuras
de su hermana siempre en su contra. Fueron muchas las ocasiones en las que la
había molestado sin importarle lo enferma que estuviera, ni que quedara en
desventaja ante los ojos de otras personas. Parecía que lo único que le
divertía era burlarse de ella, ante propios y extraños. Este comportamiento
había logrado que se distanciaran al crecer. Solo guardaba malos recuerdos de
su hermana al punto de que nunca se interesó en saber cómo le iba en la vida. Decidió
no volver a hablar durante el viaje y lamentó no haber traído un bendito libro,
aunque solo simulara leerlo. Definitivamente, miraría por la ventana todo el
tiempo así le diera tortícolis.
La voz de su hermana la sacó de sus pensamientos:
─¡Increíble! Me acabo de sentir de 15 años, hacía
mucho que no me relacionaba de esa manera.
Elisa siguió
mirando por la ventana.
─¿Sabes? Muchas veces he pensado en ti. Hace poco
le conté a mi esposo la vez que puse sal a la bebida que le servías a tus
compañeras del liceo, una vez que fueron a casa a estudiar. Tus amigas, tan
educadas, no dijeron nada y dejaron el vaso solo al probar. Tú te pusiste
colorada, cuando ellas ya se habían ido y te diste cuenta.
─La mujer continuó hablando sin notar el forzado
silencio de su hermana.
─El mayor de mis morochos tiene el mismo lunar
blanco que tú tienes cerca del ombligo. Cuando lo baño recuerdo cómo te
asustaba diciendo que por ahí metería un puñal cuando te quedaras dormida.
Ellos me hacen evocar nuestras tontas peleas, como cuando te escondí un zapato
de cada par, para que papá no te llevara a pasear ¿recuerdas? Al verlos
competir entre ellos por mi atención, comprendí que lo que yo sentía en ese
entonces eran celos; porque toda la familia se interesaba en ti, por tu mala
salud, y yo me quedaba jugando sola en el corredor. Me veo a mí misma en el más
grande y le hace cada maldad a su hermanito ¡que ni te cuento!
─¿Y qué edad tienen? ─se sorprendió preguntando.
─Siete años y medio. El mayor se llama Víctor
Manuel y el menor Carlos Manuel. Ya imaginarás cómo se llama mi esposo. Mamá me
dijo que no tuviste hijos; pero que tu marido es un sol y te adora. Y que
además es muy guapo, nada que ver con… ¿cómo se llamaba?
─¡Ja ja! Ya sé a quién te refieres. Se llamaba
Ismael.
─¡Si, ése! El pobre era más feo que un autobús por
debajo, como dice mi suegra.
─No me imagino eso, nunca me he metido debajo de
uno; pero seguro que tu suegra tendría razón.
Las dos mujeres rieron por un momento. Conversaron
de sus vidas, de sus matrimonios, de sus familias, de sus destinos y sus para
qué. Compartieron teléfonos y buenos deseos.
─Me gustaría que los morochos conocieran a su tía.
Federico y tú están invitados a pasar las fiestas navideñas en nuestra casa en León.
Estaré feliz de atenderles, ¡ya verás lo bien que la vamos a pasar!
─Me encantará conocerles igual que a tu esposo. Cuando
pases por Guadalajara, llámame; podríamos almorzar juntas y conocerás a
Federico.
Luego, Elsa preguntó:
─¿Y tu salud? ¿Ya estás bien o sigues siendo…? ─la
mujer frenó el desagradable comentario que había comenzado a hacer.
─¿Un catálogo de enfermedades? No, ya estoy bien.
Tampoco soy “Elisita la pobrecita”. ─Elisa forzó una sonrisa y sujetó
fuertemente su bolso; pero en el intento se resbaló el paquete de la merienda y
terminó cayendo el bolso al piso, desparramando de su interior varias cajas y
frascos de medicina. Entonces, se volcó al piso tratando de evitar que su
hermana los viera; pero ya ella se había levantado de su asiento, recogió los
frascos que habían caído más lejos y se los entregó. La ayudó a incorporarse y
volvió a sentarse.
Las dos miraron lo sucias que habían quedado las
manos de Elisa al contacto con el piso. Elsa sacó de su cartera un paquete de
toallitas húmedas, lo destapó y pasó una a su hermana. Sacó una segunda toalla
y limpió sus propias manos. Mirando a Elisa que aún se encontraba contrariada,
dijo:
─¡Vamos, mujer, que no es pecado cuidarse! Tampoco quiero
que cuando vayas a casa seas un catálogo de virus y bacterias, ¡ja ja!
Elisa se relajó y sonrió. Miró a su hermana:
─Fue muy afortunado que coincidiéramos aquí e
hiciéramos las paces. Me acabo de dar cuenta que siempre me hizo falta contar
contigo. La vida hubiera sido más fácil.
─No siempre más fácil significa más feliz. La vida
ha sido buena con las dos. Y creo que cada una es dichosa, a su manera.
─Es cierto. Y a eso se reduce toda la vida. ¿Eres
feliz? Yo sí lo soy.
¡¡Excelente relato Maritza!!
ResponderBorrarUn relato tierno con mensaje sobre los prejuicios. Me gustó. Un beso
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