domingo, 23 de octubre de 2016

La Despedida


Paul Fernando Morillo

Lewisville, NC. USA


            Los días más bellos muchas veces traen las noticias más tristes. Este jueves se convertía en un doloroso rosario de eternos segundos y minutos. El cielo vestía su abrigo celeste y el sol calentaba despacito, las nubes espiaban de lejos la algarabía y la tristeza de los seres que habitan la tierra. Marcos salió de su casa sin rumbo, nada le atraía, nada le provocaba una expresión de cariño. Sus preocupaciones eran otras, su despedida estaba cerca, muy cerca.

            Aurora había perdido la batalla en este espacio físico. “Su afección modificó su condición ontológica”, dijo el médico. Estaba en coma alimentada solo por el equipo de sobrevivencia artificial. De su cuerpo, como sierpes extendidas, salían cordones plásticos enchufados a válvulas, y estas a su vez conectadas a unos instrumentos que indicaban las lecturas de los signos vitales de su cuerpo casi inerte. Toda la vida se había estancado en aquel coro de aparatos médicos que vomitaban sus cortas notas musicales indicando los órganos orquestados gracias a la electricidad. Tiempo atrás un Arquitecto, amigo íntimo de Marcos, resumió la verdad de la existencia humana en un párrafo chiquito, real, fatídico y tenebroso: “Toda la lucha de la vida, los impuestos, los títulos, las enfermedades, los hijos, los nietos, las licitaciones, el gobierno, la vecina, en fin todo, todo, llega hasta aquí nomas…” y señalaba una procesión funeraria. Marcos recordaba aquella conversación y le dolía el pecho,

            Marcos, sorbía su impotencia en la búsqueda de lo que no tiene respuesta. ¿Era acaso la hora de enfadarse con Dios? Marcos le había pedido, le había rogado, le había suplicado, que la salve, que le lleve a él en vez de ella. Que ella no se merecía eso ni nada por el estilo, que ella era una Santa, que no había hecho mal a nadie, que ella se preocupaba por el resto, que era buena madre, buena esposa, buena amiga. Pero Dios está altísimo y no oye, o no quiere oír, para el caso era lo mismo. Y él quería imponer su voluntad y no la voluntad divina. Los médicos habían coincidido, ya nada había que hacer y tenerla viva de aquella manera, era para Marcos, inhumano y ruin. Pero tampoco quería “desenchufarla” y verle morir, mejor dicho verla partir, porque muerta ya estaba hacía dos semanas. Rehusaba verse solo, enfrentarse a todo, le fastidiaba la soledad sin su pareja, la ausencia de sus palabras, de sus mimos. 

            El atontado hombre se aventuró por las calles del “down town”, lejos de todo y de todos, caminaba para despejar sus ideas, tomó la calle cuarta, a la altura de Spruce Street entró al primer restaurante que encontró y pidió un café.  El aroma del lugar le recordó a los indígenas de su país natal y su descripción cuando el agua hierve: el agüita deja escapar el almita. Este pensamiento le provoco nostalgia y le ensimismo aún más en sus ideas. Sacó el cuaderno de sus notas y escribió el título de su carta: La despedida. Quería que todo su sentimiento quedara escrito y quizás depositar en las manos de su esposa cuando estuviera en el féretro, aunque esas imágenes le amargaban aún más.

            El título le crispó la piel, pero el solo acto de haberlo escrito le liberó de la carga que estaba llevando en las dos últimas semanas, ahora Marcos sabía exactamente lo que tenía que hacer. Conteniéndose las lágrimas que empujaban por correr, pagó por su café y salió camino al hospital.

            Enfiló calle arriba por la Cuarta hacia Broad Street; de allí hacia la derecha hasta West End Blvd, hasta llegar a Reynolda Road. Cruzó como en sueños una escuela (igual no la reconocía ni le importaba)  donde niños alborotados no le sacaban de sus pensamientos.  Esas mismas calles donde los pies de su Aurora marcaron huellas frágiles en el asfalto gris e impenetrable. Ella había estado fuerte y bella en aquel tiempo, apenas meses atrás. Esas calles donde los planes de un futuro resultaban prometedores. Esas vías tan faltas de algarabía y color en los ojos Marcos, se colocó las gafas de la desazón.  Tomó un taxi y fue a dar el hospital Forsyth. Subió hasta el cuarto donde yacía Aurora, ahí estaba ella y los aparatos en su lucha de llevar oxígeno a los pulmones colapsados, nadie estaba en su cuarto, las piernas de Marcos temblaban, sus labios estaban secos y partidos. Nada había cambiado, no esperaba ningún milagro así que no lo hubo, ella seguía perdida en su viaje de solo ida.

            La tomó de la mano, la sintió fría al tacto, beso sus dedos largos, hermosos. Retiro la única sábana que cubría su cuerpo, beep, beep rugían los aparatos. Acarició sus pies redonditos como empanadas de viento, los besó y un par de lágrimas mojaron los empeines, beep, beep, admiró una vez más el gracioso y elegante cuerpo de Aurora ¡Dios mío como la amaba! Beep, beep, sintió los codos suaves y trémulos; beep, beep, tomó del bolsillo de su pantalón una botellita de “Eagle Brand”, el olor de mentol y eucaliptos inundó el cuarto; beep, beep, bañó el cuerpo y el pecho de Aurora con la loción; beep, beep, acarició las manos juntas en un último rito de despedida, sacó del otro bolsillo el papel del restaurante, rompió en un llanto largo y quedito, beep, beep, beep, beep le acompañaban los artilugios electrónicos de monitoreo.

Aurora,

            Sé que me escuchas, sé que me miras desde algún lado del universo. Siento mucho no haberte dicho todos los días que te amo, pero profundamente te amo. Aquí estoy ante ti para desnudar mi alma, como lo hice hace veinte años cuando te acepté hasta que la muerte nos separe, y ahora mismo nos está separando. Este sentimiento de asesino por conveniencia me lastima, pero ya no sé qué más hacer. Aunque siempre hablamos sobre lo que haríamos el uno con el otro en un momento así. Ahora que el momento llegó, me pesa mucho el tener que llevar a cabo aquel deseo. ¿Era tu deseo o era mi deseo? Ya no lo sabré, no te puedo preguntar, y no me quiero preguntármelo. Dios no tiene nada que ver con esta situación. No lo culpo, ni estoy enfadado con él. Quizás nos libró de algo mucho peor, pero ¿qué puede existir peor que la separación de la muerte?

            Este papel lo traigo limpio porque no sé cuánto me tome decirte adiós. Saber que nunca más te volveré a ver, verte reír, comer, enfadarte, y todo, todo eso que hacían mis días felices me enloquece. Los niños estarán bien, espero. Cómo lidiar con ellos no tengo ni idea, pero trataré de pensar qué harías tú si los papeles estuvieran invertidos. De ahí partiré. No quiero terminar esta carta, quiero seguir hablando hasta dentro de cien años, porque sé que en el momento que me quede callado, ese acto marcara nuestro adiós. Esta despedida es durísima porque me doy cuenta que ya no te volveré a ver ni viva ni enchufada. Si nos hubiéramos separado, todavía quedaría la certeza de que estuvieras caminando libre por el mundo. Quien sabé y eso me atormenta. Esta no es la imagen que me quiero llevar por el resto de mis días, tú como un pulpo medio muerto luchando por su vida.  Las palabras rebotan cuando es un monólogo, siento que esto es más para mí que para ti Aurora. Te amo.  Esta despedida es... ¡Así no! No, por Dios.



-->

miércoles, 5 de octubre de 2016

Nueva Presentación de Demonios Humanos de Clide Gremiger

El próximo sábado 8 de Octubre tendrá lugar en Rio Cuarto, Cordoba, Argentina, una nueva presentación del exitoso libro de  nuestra coordinadora Clide Gremiger.  
Clide Gremiger, argentina, Profesora e investigadora en Didáctica de la Lengua y la Literatura,   co-moderadora del Taller de Cuento Básico de Ciudad Seva, coordinadora del Taller MicrosyMacros Todos relatos.


Demonios humanos, desde la ficción exhibe al ser humano con sus dolores, mezquindades y alegrías, a través de un conjunto de relatos y cuentos breves. Invitación al deleite y la reflexión.
Alegría de lectora, al leer estos ‘cuentos breves’, cuidadosas condensaciones de relatos que pocos logran plasmar. Clide encuentra palabras, que parecen halladas en bolsillos rotos, en veredas, en caminos de polvo, en vientos calientes, en pueblos silenciosos, en tierras congeladas; y esas palabras logran atrapar a los demonios sin pretensiones de exorcismos.
                                                                                                                                         Gisela Vélez

sábado, 1 de octubre de 2016

El Regreso del Quijote de Alejandro Franco

ALEJANDRO FRANCO MEXICO
La suerte de la fea… a la que es bonita y rica poco o nada le interesa… axioma un tanto modificado, que para el caso resulta algo incongruente. Porque habiendo nacido lleno de gracia, no con ello compensaba su carencia de medios, en el supuesto, de que el dinero lo es todo. Por ahí se dice, y con verdad, que ningún dinero compra donaires o amores; o apostura y nobles sentimientos. Naturaleza y virtudes que a Octavio no le faltaban; siendo que de lo primero, era por demás agraciado; y lo segundo, le manaba del corazón; pero solo para ella, su exquisita “Dulcinea” ―modo en que él la citaba por resultarle inalcanzable―: moza doble o triplemente agraciada, que a más de su noble ascendencia y no pocos recursos, en entendimiento y maña lo superaba con sobrada ventaja. Y erase que, no obstante las marcadas diferencias económicas, también gravitaban entre ambos, Bárbara y Octavio, algunas que otras desigualdades. Quiero decir: que a falta de unas, se cumplimentaban otras; dicho de otra manera: entre estas y aquellas, había un cierto contrapeso: intelecto, virtuosismo, talento, etc., contra ineptitudes, ignorancia, tonterías y demás, como presuntos deméritos; sin dejar a un lado la devoción, dulzura y plena entrega con las que Octavio se le rendía, intentando con ello ganar, sino su amor, al menos su afecto. ―No es cosa de que me agrades o no, Octavio ―le precisaba la moza―. Es tan solo que… ¿cómo podría explicarme sin lastimarte? Bueno, lo mejor será que te sea totalmente franca, pese a que me duela más a mí que a ti al decirlo: ¿Me gustas? Sí. ¿Me atraes, simpatizas, deseo estar a tu lado, abrazarte y besarte mucho? Sí. Pero…, este maldito pero que nunca falla… No eres más que un jodido holgazán de marca. Y no es porque no trabajes, sino porque no produces. Mira que se trabaja para producir dinero, y no solamente para medio comer o medio vestir. ¿Sí me entiendes? O sea, que mi nivel de vida se halla muy por encima de cuanto puedas ofrecerme por ahora. A ti te vendría mejor la hija de un tendero o labriego, antes que yo… porque para esos tus alcances o posibilidades... ―Pero, Barby… tesoro, tú bien sabes cuánto te quiero. ― ¡Ningúna Barby o trilladas zalamerías que para mí algo cuenten! Déjate ya de pamplinas que no te llevarán a nada de lo que pretendes; que para mí en lo particular, ni siquiera la sombra de algo favorable me parecen. Quise decir… interesante. Por lo tanto… más te valdría irle pensando en cómo resolver tu situación cuanto antes, pues pretendientes los tengo y a montones… bien lo sabes. Así que buenas noches y dulces sueños... sin que por favor me metas en ellos; que sean solo tus sueños, Octavio; pues los míos son otros… ― ¿Ni un besito? ―Ni un besito más. ¡Adiós! Las gotas de lluvia se confundían con las lágrimas de los lloros de Octavio, un joven esmirriado que oculto por las solapas de una desgastada gabardina, se dirigía en total desconsuelo hacia su casa. Algo tenía que hacer para lograr la compra de su Barby, ya que al parecer se trataba de una mera mercancía y no de una esposa. Requería de inmediato de un confidente con quien desahogarse; tanto, como un buen trago; así que optó por dirigir sus pasos hacia la casa de Alberto, su mejor amigo; gran calavera, perfecto haragán y un sin par de libertino; pero más que nada, todo un émulo de Casanova. Después de haber escuchado copa en mano los desconsolados gimoteos de su amigo, Alberto abandonó el sofá para alcanzar la botella y rellenar las copas; y entre pasos, con un dejo de profundo conocimiento en la materia, le preguntó: ― ¿Y qué es lo que piensas hacer Octavio, querido amigo? ¿Acaso suicidarte? ― ¡Ja! Vengo a ti en busca de sostén para mis problemas y tú te burlas. ¡Bonita la cosa! Necesito buenos y efectivos consejos de tu parte, Alberto, pero sin sarcasmos, que ya bastante tengo y me basta con los de Bárbara. Aparte de sus crueldades... ―Bueno… es que viéndote así…, das mucho en qué pensar. Ahora mismo recuerdo que hace algún tiempo, me habías contado que ya te estabas haciendo de un pequeño capital con la sana intención de pedir la mano de tu tal Dulcinea del Toboso. Estoy más que seguro, que de aquí a que reúnas el monto requerido, con esa falta de oficio para hacer dinero que te puntea ella, no dudo que tu quimérica noviecita te tirará al olvido muy pronto. No todo es dinero para ellas en esta cuestión de los amores, Octavio. Será mejor que logres que la moza se ponga en sintonía emocional contigo. ― ¿Y eso a qué viene? ―Escúchame con atención, Octavio. A las mujeres les agrada, y mucho, que las ames, pero no cuánto, sino cómo. Debes crear un vínculo mutuo. La mujer es una flor, un jardín, un huerto… y hay que regarlo y cuidarlo. Lo que pasa es que tú amas a lo bruto… sin gracia. Debes ser creativo, mi querido Octavio. Solicítale su auxilio, despiértale su instinto maternal. Necesitas conectarte emocionalmente con ella. Para amarla, desearla y poseerla, cualquiera le va bien. Ahora que, si después de emplear argucia y media insiste en vendérsete, pues… “Los caprichitos cuestan, mi viejo… y hay que pagarlos” ― ¿Qué quieres decir con ello, grandísimo pícaro? ―Nada, hombre… bueno, sí… que te decidas a jugarte el todo por el todo. ¿Qué otra cosa podría ser…? ― ¿Y cuál sería ese juego mágico, Alberto? ―Pues, que podrías visitar uno de esos tantos casinos de tragamonedas y loterías; o bingo, como quieras llamarle. De pegarle a uno, te podrías comprar cuando menos dos Dulcineas... iguales o mejores; y aún así, te quedaría un buen resto. ― ¿Tú crees? ―Lo creo y te lo garantizo, Octavio. Si quieres ahorrarte la tediosa cortejada… cosa que a mí en lo particular me aburre sobremanera… yo a lo que voy, voy: ¡Hola, soy Alberto! ¿Y tú? Fulana. ¿Conoces África? ¿No? Entonces vamos a la cama. Mira que no pocas veces me ha dado buenos resultados; y por igual he recibido sendos bofetones; aunque después del bofetón también han llegado a dárseme enteritas. ―Quizás y tus sabios consejos sean para ti muy efectivos; quizás y también para mí. Ahora que pensándolo bien, y al no desear pasármela cortejando eternamente a Bárbara, recibiendo desdén tras desdén de su parte, porque, créemelo o no, Alberto, y aunque no te lo parezca, bien que me doy cuenta, que de perico perro no voy a pasar siendo un miserable empleado de oficina de gobierno. Así que mejor te hago caso en lo de ir a los juegos y encomendarme a Fortuna. ― ¡Así se habla, Octavio! Entonces… “a lo dicho, hecho; y al hecho, pecho”, dijo aquel. Vamos a tu casa por unos pesos y corramos hacia el casino que está en la avenida Reforma. Dicen que ahí no falla el tiro. Ahora que, si no le pegas al bingo, ya podrás ponerte a buscar por ahí una que no esté tan pior, y que no le tenga miedo al sacrificio doméstico con toda clase de carencias y desgracias… ¿me entiendes? Después de todo, hermano, si casarse viene a ser lo mismo que suicidarse, con cualquiera da lo mismo. ¿O no lo ves tú así? Tiempo después se supo que la tal Dulcinea, ni la molestia se tomó en esperar resultados de cuantas batallas con molinos de viento hubo de librar su fiel y loco enamorado a fin de ganársela; de entre ellas, la más notable fue aquella de la triste noche en que botó todos sus ahorros en el casino. Más nunca se supo del caballero del triste semblante. Quienes lo recuerdan, dicen que una que otra vez se le vio pasar elegantemente vestido y conduciendo un auto de lujo… si acaso como chofer de casa rica, decían los envidiosos; otros, discurrían que a lo mejor y de repente le había brotado el talento para volverse millonario. De cualquier manera que esto haya sido, hay que aceptar por un lado, que no existe Dulcinea alguna que sea imprescindible; y por el otro, que nunca habrá de faltar el generoso caballero andante, que desarmado, pero eso sí, con un gran corazón, salte al ruedo para jugársela a ciegas. Y es tan solo que, no en pocas ocasiones, la necedad está disfrazada de enamoramiento, no viniendo a ser otra cosa que una simple y llana locura; de la cual y sin remedio alguno, se aprovecha una del otro; o viceversa; y tonto aquel o aquella que se deja atrapar en el garlito, porque habrá de pasar y sufrir las de Caín.