Paul Fernando Morillo
Lewisville, NC. USA
Los
días más bellos muchas veces traen las noticias más tristes. Este jueves se
convertía en un doloroso rosario de eternos segundos y minutos. El cielo vestía
su abrigo celeste y el sol calentaba despacito, las nubes espiaban de lejos la
algarabía y la tristeza de los seres que habitan la tierra. Marcos salió de su
casa sin rumbo, nada le atraía, nada le provocaba una expresión de cariño. Sus
preocupaciones eran otras, su despedida estaba cerca, muy cerca.
Aurora
había perdido la batalla en este espacio físico. “Su afección modificó su
condición ontológica”, dijo el médico. Estaba en coma alimentada solo por el
equipo de sobrevivencia artificial. De su cuerpo, como sierpes extendidas,
salían cordones plásticos enchufados a válvulas, y estas a su vez conectadas a
unos instrumentos que indicaban las lecturas de los signos vitales de su cuerpo
casi inerte. Toda la vida se había estancado en aquel coro de aparatos médicos
que vomitaban sus cortas notas musicales indicando los órganos orquestados
gracias a la electricidad. Tiempo atrás un Arquitecto, amigo íntimo de Marcos,
resumió la verdad de la existencia humana en un párrafo chiquito, real,
fatídico y tenebroso: “Toda la lucha de la vida, los impuestos, los títulos,
las enfermedades, los hijos, los nietos, las licitaciones, el gobierno, la
vecina, en fin todo, todo, llega hasta aquí nomas…” y señalaba una procesión
funeraria. Marcos recordaba aquella conversación y le dolía el pecho,
Marcos,
sorbía su impotencia en la búsqueda de lo que no tiene respuesta. ¿Era acaso la
hora de enfadarse con Dios? Marcos le había pedido, le había rogado, le había
suplicado, que la salve, que le lleve a él en vez de ella. Que ella no se
merecía eso ni nada por el estilo, que ella era una Santa, que no había hecho
mal a nadie, que ella se preocupaba por el resto, que era buena madre, buena
esposa, buena amiga. Pero Dios está altísimo y no oye, o no quiere oír, para el
caso era lo mismo. Y él quería imponer su voluntad y no la voluntad divina. Los
médicos habían coincidido, ya nada había que hacer y tenerla viva de aquella
manera, era para Marcos, inhumano y ruin. Pero tampoco quería “desenchufarla” y
verle morir, mejor dicho verla partir, porque muerta ya estaba hacía dos
semanas. Rehusaba verse solo, enfrentarse a todo, le fastidiaba la soledad sin
su pareja, la ausencia de sus palabras, de sus mimos.
El
atontado hombre se aventuró por las calles del “down town”, lejos de todo y de
todos, caminaba para despejar sus ideas, tomó la calle cuarta, a la altura de
Spruce Street entró al primer restaurante que encontró y pidió un café. El aroma del lugar le recordó a los indígenas
de su país natal y su descripción cuando el agua hierve: el agüita deja escapar
el almita. Este pensamiento le provoco nostalgia y le ensimismo aún más en sus
ideas. Sacó el cuaderno de sus notas y escribió el título de su carta: La
despedida. Quería que todo su sentimiento quedara escrito y quizás depositar en
las manos de su esposa cuando estuviera en el féretro, aunque esas imágenes le
amargaban aún más.
El título le crispó la piel, pero el
solo acto de haberlo escrito le liberó de la carga que estaba llevando en las
dos últimas semanas, ahora Marcos sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Conteniéndose las lágrimas que empujaban por correr, pagó por su café y salió
camino al hospital.
Enfiló calle arriba por la Cuarta
hacia Broad Street; de allí hacia la derecha hasta West End Blvd, hasta llegar
a Reynolda Road. Cruzó como en sueños una escuela (igual no la reconocía ni le
importaba) donde niños alborotados no le
sacaban de sus pensamientos. Esas mismas
calles donde los pies de su Aurora marcaron huellas frágiles en el asfalto gris
e impenetrable. Ella había estado fuerte y bella en aquel tiempo, apenas meses
atrás. Esas calles donde los planes de un futuro resultaban prometedores. Esas
vías tan faltas de algarabía y color en los ojos Marcos, se colocó las gafas de
la desazón. Tomó un taxi y fue a dar el
hospital Forsyth. Subió hasta el cuarto donde yacía Aurora, ahí estaba ella y
los aparatos en su lucha de llevar oxígeno a los pulmones colapsados, nadie
estaba en su cuarto, las piernas de Marcos temblaban, sus labios estaban secos
y partidos. Nada había cambiado, no esperaba ningún milagro así que no lo hubo,
ella seguía perdida en su viaje de solo ida.
La
tomó de la mano, la sintió fría al tacto, beso sus dedos largos, hermosos.
Retiro la única sábana que cubría su cuerpo, beep, beep rugían los aparatos.
Acarició sus pies redonditos como empanadas de viento, los besó y un par de
lágrimas mojaron los empeines, beep, beep, admiró una vez más el gracioso y
elegante cuerpo de Aurora ¡Dios mío como la amaba! Beep, beep, sintió los codos
suaves y trémulos; beep, beep, tomó del bolsillo de su pantalón una botellita
de “Eagle Brand”, el olor de mentol y eucaliptos inundó el cuarto; beep, beep,
bañó el cuerpo y el pecho de Aurora con la loción; beep, beep, acarició las
manos juntas en un último rito de despedida, sacó del otro bolsillo el papel
del restaurante, rompió en un llanto largo y quedito, beep, beep, beep, beep le
acompañaban los artilugios electrónicos de monitoreo.
Aurora,
Sé
que me escuchas, sé que me miras desde algún lado del universo. Siento mucho no
haberte dicho todos los días que te amo, pero profundamente te amo. Aquí estoy
ante ti para desnudar mi alma, como lo hice hace veinte años cuando te acepté
hasta que la muerte nos separe, y ahora mismo nos está separando. Este
sentimiento de asesino por conveniencia me lastima, pero ya no sé qué más
hacer. Aunque siempre hablamos sobre lo que haríamos el uno con el otro en un
momento así. Ahora que el momento llegó, me pesa mucho el tener que llevar a
cabo aquel deseo. ¿Era tu deseo o era mi deseo? Ya no lo sabré, no te puedo
preguntar, y no me quiero preguntármelo. Dios no tiene nada que ver con esta
situación. No lo culpo, ni estoy enfadado con él. Quizás nos libró de algo
mucho peor, pero ¿qué puede existir peor que la separación de la muerte?
Este
papel lo traigo limpio porque no sé cuánto me tome decirte adiós. Saber que
nunca más te volveré a ver, verte reír, comer, enfadarte, y todo, todo eso que
hacían mis días felices me enloquece. Los niños estarán bien, espero. Cómo
lidiar con ellos no tengo ni idea, pero trataré de pensar qué harías tú si los
papeles estuvieran invertidos. De ahí partiré. No quiero terminar esta carta,
quiero seguir hablando hasta dentro de cien años, porque sé que en el momento
que me quede callado, ese acto marcara nuestro adiós.
Esta despedida es durísima porque me doy cuenta que ya no te volveré a ver ni
viva ni enchufada. Si nos hubiéramos separado, todavía quedaría la certeza de
que estuvieras caminando libre por el mundo. Quien sabé y eso me atormenta.
Esta no es la imagen que me quiero llevar por el resto de mis días, tú como un
pulpo medio muerto luchando por su vida.
Las palabras rebotan cuando es un monólogo, siento que esto es más para
mí que para ti Aurora. Te amo. Esta
despedida es... ¡Así no! No, por Dios.
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Gratamente sorprendido mi estimado Paul, un relato descriptivo, solo me pernito observar un detalle, hay terminos ecuatorianos que talvez no son comprendidos por otros ciudadanos del mundo.
ResponderBorrarImpactante pero real! Que difícil decidir!
ResponderBorrarMe encantó Paul. Soy Argentina y lo comprendí totalmente!!! Abrazo
ResponderBorrarMe encantó Paul. Soy Argentina y lo comprendí totalmente!!! Abrazo
ResponderBorrarMe encantó! Tremendo cuento. Muy bueno!
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