miércoles, 25 de noviembre de 2015

La María

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Gil Sánchez

México

          Allá vienen con sus risitas hipócritas. ¿Ante el luto? Bola de desvergonzadas. Acuden vestidas como para una boda en plena noche triste. Quizá sus caras las haga más divertidas. Aunque sé sus historias y otras, pos a completarlas frente a su misma jeta. Esa pinche vieja, a nadie respeta, a todos les dice sus verdades. ¡Ah cómo molesta cuando te dicen marrana! Por eso detesto a la lombriz panteonera. Tener que soportar el humor de todos, pero más de este alcohólico sentado a mi lado aparentando inocencia. A lo mejor se sentó el mismo diablo. Su ambiente sulfuroso apendeja. ¿Sabrá algo de alguien? Esos ojos de gargajo esperan alcohol o sólo vienen a dormir. ¿Por qué estará aquí? Ay diosito santo, quítame este diablo panzón. A lo mejor era conocido de Don Pepe. No. Él, se va a ir directo al cielo.
          «María, muévete para otro lado, pues aquí vamos a estar los familiares más cercanos» ––dijo la viuda.
          No…pos a la pendeja hasta el rincón. Ni madres. Voy a estar cerca de todas las carroñeras. Nadie lo quiso como yo. Don Pepe, siempre fue lindísimo conmigo. Nunca hubo una queja de su parte, ni de la mía a pesar de sus nalgadas. Ahora lo veo serio, pero fue alegre, sin preocupaciones, a pesar del abuso de sus dos dizque hijas.  Abusaron de tu don de gente, mi Pepe. Pinche doña Amelia, está llorando a quejido abierto. Si apenas el sábado tu compadre te surtió bonito. Perra infeliz, hiciste la vida sufrida a tu esposo. Nalga fácil. Allá vienen las hijas con sus esposos. Vienen con cara triste. No me lo trago, aparentan que lo adoraban; par de urracas.
          «María, consígueme un café»––dijo Alma, hija mayor del difunto.
          «Y usted señorita Rosa, ¿quiere otro café?»––le contesté.
          «No. Tráeme un té».
          Ahí va la gata, ama de llaves, cocinera, hasta la puta que consolaba a Don Pepe. ¡Ah qué Pepito, por qué te moriste! Te cansaste que te mordieran las sabandijas de tus hijas. Peligro que en realidad ni son tuyos. Ni se parecen, las cejas y los rasgos de los ojos los tienen muy parecidos al compadre. Ya andan desesperadas por la herencia. Sus maridos mantenidos, muy picudos esperan sangrarlas del cuello. Pero solo van a morder concreto de la casa, par de pendejos. Si son unas harpías. Nada les pertenece, además, nadie sabe dónde está el dinero del señor, alguna vez lo oí decir que tenía algunas monedas de oro. ¿Será? Aquí estoy por ti, Pepito. Sólo por ti. Yo sí te voy a extrañar. Espero divertirme al ver a todas las culebras que se enroscan en sus parásitos. No, si pendeja, no soy. Ellos sí, no saben que en realidad, ellas, los están manipulando como muñequitos de paja.
          ¿Será una de azúcar o dos? Si le sirvo una las urracas son capaces que me manden por otro cuadrito de azúcar. Mejor le hecho dos, y rápido me voy al baño.
          «Aquí está su café, señorita Alma, y su té Rosita
          ¿Dónde habrá escondido el dinero Don Pepe? Todas lo hemos buscado. En el llavero siempre le veía una llave chiquita como de una gaveta, y yo, las conozco todas. Debe de estar en el cuarto de estudio, arriba de su escritorio. De seguro ya rebuscaron para ver qué dejó el viejo, y no le encontraron nada. Porque… ni hubieran venido las cabronas. Nomás resoplan sin dolor. En un descuido me voy para allá. No, mejor voy a pelar oreja a ver qué oigo. Es mi último cigarro y será buena excusa para salir, pues la noche es larga. La funeraria está en la avenida, cerca de la casa, solo a dos cuadras, así que hasta a pie.
          «Te me habías perdido María, no te vayas para la sala, espera. ¿Alguna vez oíste a mi viejo hablar de dinero o algún testamento? Te lo pregunto porque ya buscaron mis hijas y no encontraron nada. Cuando le pedíamos, siempre nos dio efectivo. Nunca trabajó desde que nos casamos. Fue vendiendo todas las propiedades que heredó de su padre. Me desesperas, pareces idiota. No te quedes callada, dime»––dijo Amelia.
          Pos qué quiere que le diga señora, a pesar que estuve con ustedes veintidós años, solo recibí mi pago del señor. No sé nada de eso que me pregunta. Voy a salir a conseguir cigarros, ahorita vengo.
          Aquí traigo la llave que me entregó Don Pepe para las emergencias y otras cosas. Las calles están vacías, no sé por qué siento que alguien me mira. No te acobardes, ¡ah chingado!, cómo me falta el aire, todo por el pinche cigarro. Pero no lo dejas María. La reja abierta, ni se acordaron de cerrarla las condenadas. ¿Quién estará en el cuarto de estudio? La luz, ¡ay diosito cúbreme con tu manto! Qué bueno. No hay nadie. Las llaves deben de estar en su gaveta derecha. ¡Si aquí están! La llave chiquita es antigua, ¿qué abrirá? No encuentro nada que esté a su medida. Regresaré. No pendeja, ésta es tu oportunidad. Cálmate. Una vez hace tiempo cuando entré al estudio, Pepito se puso nervioso, estaba con la rodilla derecha apoyándola en la alfombra y bajó suavemente la moldura de adorno del escritorio del lado derecho. Sí, es ésta. No se levanta. ¿Tendrá un botón o algo que la mueva? Hizo un movimiento así, hacia abajo, en esta esquina. ¡No que no! Aquí está y la cerradura. ¡Ah su mecha!, ¡hija de tu puta madre!, no te apendejes María, la maleta y pélate. Tendré que hacer tres viajes, hay un chingo de billetes. No. Mejor los paso a mi cuarto, ahí, ni los perros me visitan. Sí. Poco a poco lo voy sacando, y luego me despides.
          «Amelia, siento mucho lo ocurrido, me apena no haber estado desde ayer. Te veo inquieta, con todo lo que te habrá dejado, yo estaría a un lado del féretro sollozando»––dijo su compadre.
          «Lo que me preocupa es que no tengo para pagar los servicios funerarios. El desgraciado, nos dejó un sobre arriba del escritorio que decía: Al morir, nada más deben de destruir el escritorio antiguo de mi padre. Que lo hiciéramos leña entre las tres, y antes de quemarlo, todas reiríamos de felicidad. Cómo lo vamos a destruir, si es una antigüedad, además, era su valor más apreciado. Ya sabes, Pepe, siempre fue un bromista».
          «Pues no te preocupes, para eso está el compadre, para respaldar con ideas. Vende la propiedad y con ese dinero pagarás los servicios y busca una casa más chica.                    Discúlpame, tengo a mi hermana enferma en Michigan y salgo hoy para allá»––agregó el compadre, se despidió con un beso en la mejilla y abandonó la sala.
          «Mamá, ¿no has visto a María? Cuando la veas, dile, que nos traiga a Rosy y a mí, otra taza de café y té».

domingo, 15 de noviembre de 2015

Guantes de seda


                   Doris Irizarry

                   Puerto Rico

Arquímides cerró los ojos. El pensamiento parecía destaparle sus vulnerabilidades. Estaba hastiado de la inercia que rodeaba su vida, pero una emoción retrasada hurgó en algún lugar, trayendo un desconcierto a destiempo. Su mirada llevaba horas rodando por las paredes del cuarto, por sobre la cornisa de la ventana, despacio, fijada en ninguna parte.
Los términos habían sido claros. No había espacio para divagaciones estériles que pudiesen alterar el objetivo, aunque asomaran indicios de arrepentimiento. Había que mantener la compostura. A estas alturas, el miedo no cabía. Ni la duda. ¿Por qué iba a dudar? Antes de la llamada, quizá, cuando ella rechazaba su propuesta y él mantenía las esperanzas. Laura. Tan estoica, tan vertical. Pero llegó el día que Laura hizo la llamada, y las disipó. Aceptaba. Y aceptaba por compasión. Entonces no hubo otro camino.
Estaba todo previsto: el día, la hora, la ropa. Angélica, el ama de llaves, se había encargado de los detalles de rutina, la limpieza, la cocina, el baño, la colonia. Todo, en orden inmaculado. Pausada, y con la memoria más liviana que un globo de helio, Angélica no se daría por enterada, ni siquiera siendo cómplice circunstancial de lo que estaba a punto de ocurrir.
El olor a colonia que impregnaba la habitación le picó en la nariz. Con un estornudo se esfumaron las imágenes prematuras que había colgado de la cornisa, y un abanico de luz bajo la puerta anunciaba la llegada de Laura. La contempló de reojo en el umbral. No había olvidado ni un solo detalle, el pañuelo sobre su cabello, las gafas oscuras y el vestido que la transformaba. La vio forzar la comisura de sus labios en pos de una sonrisa. Lo estremeció una euforia silenciosa. De no estar paralizado le habría tomado de las manos y la habría guiado él mismo. Pero no era necesario, ella sabía qué hacer.
Laura sacó los guantes rojos de su bolso. Todo según acordado. Arquímides giró la cabeza con esfuerzo extremo, y observó su talle a medias, mientras ella miraba por la ventana y apuraba los dedos en los guantes. −No llores, −le dijo−, al escucharla gemir. Sintió un azote eléctrico en la lengua y esperó su cercanía como quien espera la redención. Pero antes, atrapó intacta su silueta, su mirada solidaria de pupilas dilatadas, sus labios temblorosos. Un calor extraño y apaciguador lo invadió. La vio acercarse y bajar la mirada. Sintió su mano casi al toque, aspiró su aliento. Le rogó que se detuviera. Ella se turbó. ¿Sería posible que él se retractara? Él la observó con detenimiento, recorrió su rostro, el contorno de su cara, su mentón, las finas líneas de su boca.  
−Es tiempo, −murmuró.
        Laura se contuvo para no escapar de su promesa. Arquímides sintió sobre sus labios los dedos de Laura bajo los guantes rojos de fina seda, y sonreía. Mientras, ella cerró los ojos, le dio un tierno y prolongado beso en la mejilla, volteó la mirada y retiró el respirador. 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El Amigo

 
    

Vera   Islas 

México, D.F.


  La semana pasada tuve una infección estomacal fuerte que me llevó al hospital. Ahora me recupero poco a poco, a base de medicamentos, de la intrusión del alimento descompuesto, como me aseguraron los médicos. Sin embargo, estoy convencido de que el malestar tuvo que ver con la desaparición de Ricardo, mi amigo y colega. En la Secretaría ya se había hecho acreedor a un par de amonestaciones por su inasistencia; me extrañó un comportamiento tan poco habitual. El viernes quedamos para beber una cerveza y platicar;  lo notaba raro los últimos días, algo cansado, hermético y nunca lo había sido conmigo. No llegó a la cita. Le llamé por teléfono y no contestó. La siguiente semana lo busque en su cubículo y tampoco llegó. Entonces decidí ir a su casa. La encontré en orden, sin rastros de violencia excepto los de la cerradura que tuve que forzar. Sus pisos de madera rechinaban a cada paso por el medio siglo de polilla y humedad. Cauteloso atravesé la estancia, asomé al patio y entré en la cocina. Los visillos de la ventana, pulcros y amarrados, parecían recién corridos; solo en la mesa un montículo de medicamentos, vitaminas y complementos alimenticios, apilados en desorden, rompían la armonía general. Escuché un crujido en el segundo piso. Aliviado subí seguro de encontrar a Ricardo, pero no lo hallé. No había nadie solo la inexplicable pulcritud del resto de la casa; cosa extraña pues recordaba haberle oído decir en alguna ocasión, el malestar que le producía que la gente tocara sus cosas. Prefería hacerse cargo él mismo. En consecuencia, era un solitario empedernido, mi pobre amigo.
 En el buró de la recamara encontré una libreta con anotaciones. No sabía que mi amigo llevara un diario. Aunque precisamente la existencia de un diario es la clase de cosa que no se confía a nadie; para eso es, para comunicar lo que callamos. Me senté en la cama, lo abrí con algo de remordimiento y comencé a leer.
    
                                                                                                  
23 de septiembre
   Tengo que decirlo, ayer me ocurrió una cosa extraordinaria. Salí como todos los días a las 6 de la tarde de la oficina y me dirigí a la parada del autobús. Cuando llegué había una cola moderada. A punto de abordar, llegó una mujer corriendo y sin querer me golpeó; todos mis papeles cayeron al suelo. Muy apenada me ayudó a recogerlos. Nuestras manos rozaron en tres ocasiones y no pude, ni quise, evitar el placentero contacto de esa piel suave y cálida. La invité a un café que aceptó sin dudarlo. Supongo que experimentó la misma atracción que yo. No puedo entenderlo, pero conforme pasó el tiempo y transcurrió la plática, sus maneras lánguidas y armónicas me provocaron una fuerte adhesión hacia toda su persona. Nunca me había enamorado de nadie. Creo que me tocó con un dardo invisible, como dicen. Quedamos de vernos mañana.
 Mañana es mucho tiempo, los minutos se dilatan y estoy despierto para apresurar el amanecer.
                                                                                                                     
                                                                                                    
24 de septiembre
   Ha sido un día ajetreado. Basilia y yo hicimos la mudanza de sus cosas, que son tan pocas, que fue muy fácil organizar todo. Cargué dos maletas. Vaciamos una en el ropero exclusivo para sus vestidos largos, porfirianos, que me dan un poco de risa. Es una mujer fuera de serie: habla poco, exige poco. ¡Claro, nos conocimos apenas ayer! Pero cada hora cuenta como un año luz. Con ella el color huele y el sonido sabe. Nunca me ha gustado la poesía pero ahora entiendo esa necesidad íntima que hace a los poetas decir cosas imposibles. No es algo carnal lo que siento por ella. No sé cómo explicarlo, pues su belleza me subyuga. Es, sin duda, una mujer guapa: alta, de piel tersa, ojos grandes y brillantes. Sin embargo, desde que la vi es como si hubiera paralizado todas mis potencias viriles para despertar otras. Me siento lúcido pero solo en cuanto a todo lo que tiene que ver con ella. Esta es la primera vez que escribo. Yo soy contador, los números son mi elemento; o más bien, eran. Ya no me puedo concentrar en los informes y registros. Me fatigan. Solo estoy bien junto a ella.
                                                                                                        
 26 de septiembre
  Casi no come, pero es espléndida cocinera. Salimos poco, no parece gustarle mucho la calle. No importa, yo estoy bien donde ella esté; como un ave migratoria que vuelve al hogar. Sin embargo, ayer me vi en el espejo y no luzco nada bien. Palidez, ojos hundidos, pómulos salidos. Fui a comprar vitaminas y complementos. Quizá, a pesar de todo, he descuidado mi alimentación.
  Hoy el jefe llega a mi cubículo y dice: “¿Porque no has venido ayer?, tenías que entregar  los folios revisados”. Pretexto un dolor de estómago pero no me cree. Amenaza descontarme el día y entonces se venga poniendo un altero de informes sobre el escritorio. Estuve a punto de salir y dejar todo.
                                                                                                           
27 de septiembre
  Acabo de recodar que tenía una cita con Julián. Estuvo sonando el teléfono mucho rato; seguro era él. Siempre se preocupa por mí pero ahora me molesta tanto su intrusión. Cualquier cosa que se interponga entre Basilia y yo es una intrusión inaceptable. Incluso esas horas que pasa a solas en la noche, no sé dónde, me producen un vacío que ayer me hizo vomitar. Pero tengo que darle su espacio, como dicen, incluso en momentos inoportunos como la hora de comer. Ella es mi sol aunque me ciegue.
Se tapó la coladera del baño, la drené hasta donde permitió el cansancio, y descubrí una gran bola de pelo. Es mío, ¡se está cayendo en cantidades!
                                                                                                         
28 Septiembre  
  Besaba sus manos y cuello mientras ella insistía sobre algo de una metamorfosis y su eterna disputa con un tal Demócrito, amigo suyo supongo, y todos los que niegan la inmortalidad. Yo no entiendo nada de eso, solo me gusta oír su voz que adquiere un tono apasionado cuando habla de lo que le gusta. Sus extravagancias la hacen más linda. Mi dulce, etérea Basilia.
                                                                                                          
 29 de septiembre
  Llevo todo el día en cama, me siento muy débil para bajar las escaleras. Debe ser un virus o bacteria lo que me tiene así pero no produce dolor ni malestar, solo una gran fatiga. Los pantalones se me caen, creo que he bajado de peso. Basilia me trae de comer y temo que ella haya comenzado a contagiarse. Está más delgada y pálida. Incluso hace rato…pero no, tengo que borrar eso de mi mente. Fue un efecto óptico. Tan solo un…pero ¡de qué modo! Traía un plato de comida y lo puso sobre el buró de la cama. Como estoy en penumbra iluminado solo por una vela a causa de esa testaruda austeridad suya, estoy rodeado de sombras. Me hablaba de pie a un lado de la vela y ésta proyectaba su sombra en la pared. Del vestido largo y mangas completas que tanto le gusta solo se pueden ver sus manos. Creí ver la sombra de una mano huesuda; si, una radiografía dibujada con tiza en la pared. Tal vez estoy muy enfermo y mi mente se comienza a extraviar.
                                                                                                           
 30 de septiembre
   Debo escribir rápido, ella se aproxima. Está más solicita que nunca pero no se ve triste, al contrario, se diría satisfecha no de mi curación, sino de mi disgregación. En cambio ella está erguida, parece más alta de tanto que ha adelgazado, su paso es imperceptible. Supe que subía por el tintineo delator de la cuchara. Voy a esconder el diario, no quiero que sepa que sé.
                                                                                                              
1 de octubre      
  Ayer supe quién es pero no me importa, de ella lo puedo aceptar todo. Antes de abandonar la habitación se aproximó y me besó en la boca con unos labios descarnados, inexistentes. Desde entonces tengo esta sensación de levedad que va en aumento. Ya no siento los miembros y casi no puedo sostener la pluma. ¡Es tan placentero dejar este cuerpo! Creo que voy a dejar de escribir: ya no importa…

  Cerré el diario y lo guardé en el bolsillo. En el buró había un plato de comida reciente. Por unos segundos, permanecí alerta escrutando el silencio. Luego bajé sigiloso, evitando las maderas sueltas. En la calle respiré al fin con alivio y ya me alejaba veloz cuando tropecé con una mujer en la esquina: era alta, hermosa y tenía unos ojos que no puedo olvidar.