Doris Irizarry
Puerto Rico
Arquímides cerró
los ojos. El pensamiento parecía destaparle sus vulnerabilidades. Estaba
hastiado de la inercia que rodeaba su vida, pero una emoción retrasada hurgó en
algún lugar, trayendo un desconcierto a destiempo. Su mirada llevaba horas
rodando por las paredes del cuarto, por sobre la cornisa de la ventana, despacio,
fijada en ninguna parte.
Los términos
habían sido claros. No había espacio para divagaciones estériles que pudiesen
alterar el objetivo, aunque asomaran indicios de arrepentimiento. Había que
mantener la compostura. A estas alturas, el miedo no cabía. Ni la duda. ¿Por
qué iba a dudar? Antes de la llamada, quizá, cuando ella rechazaba su propuesta
y él mantenía las esperanzas. Laura. Tan estoica, tan vertical. Pero llegó el
día que Laura hizo la llamada, y las disipó. Aceptaba. Y aceptaba por compasión.
Entonces no hubo otro camino.
Estaba todo
previsto: el día, la hora, la ropa. Angélica, el ama de llaves, se había
encargado de los detalles de rutina, la limpieza, la cocina, el baño, la
colonia. Todo, en orden inmaculado. Pausada, y con la memoria más liviana que
un globo de helio, Angélica no se daría por enterada, ni siquiera siendo
cómplice circunstancial de lo que estaba a punto de ocurrir.
El olor a
colonia que impregnaba la habitación le picó en la nariz. Con un estornudo se
esfumaron las imágenes prematuras que había colgado de la cornisa, y un abanico
de luz bajo la puerta anunciaba la llegada de Laura. La contempló de reojo en
el umbral. No había olvidado ni un solo detalle, el pañuelo sobre su cabello,
las gafas oscuras y el vestido que la transformaba. La vio forzar la comisura
de sus labios en pos de una sonrisa. Lo estremeció una euforia silenciosa. De
no estar paralizado le habría tomado de las manos y la habría guiado él mismo.
Pero no era necesario, ella sabía qué hacer.
Laura sacó los
guantes rojos de su bolso. Todo según acordado. Arquímides giró la cabeza con
esfuerzo extremo, y observó su talle a medias, mientras ella miraba por la
ventana y apuraba los dedos en los guantes. −No llores, −le dijo−, al escucharla
gemir. Sintió un azote eléctrico en la lengua y esperó su cercanía como quien
espera la redención. Pero antes, atrapó intacta su silueta, su mirada solidaria
de pupilas dilatadas, sus labios temblorosos. Un calor extraño y apaciguador lo
invadió. La vio acercarse y bajar la mirada. Sintió su mano casi al toque,
aspiró su aliento. Le rogó que se detuviera. Ella se turbó. ¿Sería posible que
él se retractara? Él la observó con detenimiento, recorrió su rostro, el
contorno de su cara, su mentón, las finas líneas de su boca.
−Es tiempo, −murmuró.
Laura se contuvo para no escapar de su promesa. Arquímides sintió sobre
sus labios los dedos de Laura bajo los guantes rojos de fina seda, y sonreía. Mientras,
ella cerró los ojos, le dio un tierno y prolongado beso en la mejilla, volteó
la mirada y retiró el respirador.
Excelente!!!
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