domingo, 15 de noviembre de 2015

Guantes de seda


                   Doris Irizarry

                   Puerto Rico

Arquímides cerró los ojos. El pensamiento parecía destaparle sus vulnerabilidades. Estaba hastiado de la inercia que rodeaba su vida, pero una emoción retrasada hurgó en algún lugar, trayendo un desconcierto a destiempo. Su mirada llevaba horas rodando por las paredes del cuarto, por sobre la cornisa de la ventana, despacio, fijada en ninguna parte.
Los términos habían sido claros. No había espacio para divagaciones estériles que pudiesen alterar el objetivo, aunque asomaran indicios de arrepentimiento. Había que mantener la compostura. A estas alturas, el miedo no cabía. Ni la duda. ¿Por qué iba a dudar? Antes de la llamada, quizá, cuando ella rechazaba su propuesta y él mantenía las esperanzas. Laura. Tan estoica, tan vertical. Pero llegó el día que Laura hizo la llamada, y las disipó. Aceptaba. Y aceptaba por compasión. Entonces no hubo otro camino.
Estaba todo previsto: el día, la hora, la ropa. Angélica, el ama de llaves, se había encargado de los detalles de rutina, la limpieza, la cocina, el baño, la colonia. Todo, en orden inmaculado. Pausada, y con la memoria más liviana que un globo de helio, Angélica no se daría por enterada, ni siquiera siendo cómplice circunstancial de lo que estaba a punto de ocurrir.
El olor a colonia que impregnaba la habitación le picó en la nariz. Con un estornudo se esfumaron las imágenes prematuras que había colgado de la cornisa, y un abanico de luz bajo la puerta anunciaba la llegada de Laura. La contempló de reojo en el umbral. No había olvidado ni un solo detalle, el pañuelo sobre su cabello, las gafas oscuras y el vestido que la transformaba. La vio forzar la comisura de sus labios en pos de una sonrisa. Lo estremeció una euforia silenciosa. De no estar paralizado le habría tomado de las manos y la habría guiado él mismo. Pero no era necesario, ella sabía qué hacer.
Laura sacó los guantes rojos de su bolso. Todo según acordado. Arquímides giró la cabeza con esfuerzo extremo, y observó su talle a medias, mientras ella miraba por la ventana y apuraba los dedos en los guantes. −No llores, −le dijo−, al escucharla gemir. Sintió un azote eléctrico en la lengua y esperó su cercanía como quien espera la redención. Pero antes, atrapó intacta su silueta, su mirada solidaria de pupilas dilatadas, sus labios temblorosos. Un calor extraño y apaciguador lo invadió. La vio acercarse y bajar la mirada. Sintió su mano casi al toque, aspiró su aliento. Le rogó que se detuviera. Ella se turbó. ¿Sería posible que él se retractara? Él la observó con detenimiento, recorrió su rostro, el contorno de su cara, su mentón, las finas líneas de su boca.  
−Es tiempo, −murmuró.
        Laura se contuvo para no escapar de su promesa. Arquímides sintió sobre sus labios los dedos de Laura bajo los guantes rojos de fina seda, y sonreía. Mientras, ella cerró los ojos, le dio un tierno y prolongado beso en la mejilla, volteó la mirada y retiró el respirador. 

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