Gil Sánchez
México
Allá vienen con sus risitas
hipócritas. ¿Ante el luto? Bola de desvergonzadas. Acuden vestidas como para
una boda en plena noche triste. Quizá sus caras las haga más divertidas. Aunque
sé sus historias y otras, pos a completarlas frente a su misma jeta. Esa pinche
vieja, a nadie respeta, a todos les dice sus verdades. ¡Ah cómo molesta cuando
te dicen marrana! Por eso detesto a la lombriz panteonera. Tener que soportar
el humor de todos, pero más de este alcohólico sentado a mi lado aparentando
inocencia. A lo mejor se sentó el mismo diablo. Su ambiente sulfuroso apendeja.
¿Sabrá algo de alguien? Esos ojos de gargajo esperan alcohol o sólo vienen a
dormir. ¿Por qué estará aquí? Ay diosito santo, quítame este diablo panzón. A
lo mejor era conocido de Don Pepe. No. Él, se va a ir directo al cielo.
«María, muévete para otro lado, pues
aquí vamos a estar los familiares más cercanos» ––dijo la viuda.
No…pos a la pendeja hasta el rincón.
Ni madres. Voy a estar cerca de todas las carroñeras. Nadie lo quiso como yo.
Don Pepe, siempre fue lindísimo conmigo. Nunca hubo una queja de su parte, ni
de la mía a pesar de sus nalgadas. Ahora lo veo serio, pero fue alegre, sin
preocupaciones, a pesar del abuso de sus dos dizque hijas. Abusaron de tu don de gente, mi Pepe. Pinche
doña Amelia, está llorando a quejido abierto. Si apenas el sábado tu compadre
te surtió bonito. Perra infeliz, hiciste la vida sufrida a tu esposo. Nalga
fácil. Allá vienen las hijas con sus esposos. Vienen con cara triste. No me lo
trago, aparentan que lo adoraban; par de urracas.
«María, consígueme un café»––dijo
Alma, hija mayor del difunto.
«Y usted señorita Rosa, ¿quiere otro
café?»––le contesté.
«No. Tráeme un té».
Ahí va la gata, ama de llaves,
cocinera, hasta la puta que consolaba a Don Pepe. ¡Ah qué Pepito, por qué te
moriste! Te cansaste que te mordieran las sabandijas de tus hijas. Peligro que en
realidad ni son tuyos. Ni se parecen, las cejas y los rasgos de los ojos los
tienen muy parecidos al compadre. Ya andan desesperadas por la herencia. Sus maridos
mantenidos, muy picudos esperan sangrarlas del cuello. Pero solo van a morder
concreto de la casa, par de pendejos. Si son unas harpías. Nada les pertenece,
además, nadie sabe dónde está el dinero del señor, alguna vez lo oí decir que
tenía algunas monedas de oro. ¿Será? Aquí estoy por ti, Pepito. Sólo por ti. Yo
sí te voy a extrañar. Espero divertirme al ver a todas las culebras que se enroscan
en sus parásitos. No, si pendeja, no soy. Ellos sí, no saben que en realidad, ellas,
los están manipulando como muñequitos de paja.
¿Será una de azúcar o dos? Si le
sirvo una las urracas son capaces que me manden por otro cuadrito de azúcar.
Mejor le hecho dos, y rápido me voy al baño.
«Aquí está su café, señorita Alma, y
su té Rosita
¿Dónde habrá escondido el dinero Don
Pepe? Todas lo hemos buscado. En el llavero siempre le veía una llave chiquita
como de una gaveta, y yo, las conozco todas. Debe de estar en el cuarto de
estudio, arriba de su escritorio. De seguro ya rebuscaron para ver qué dejó el
viejo, y no le encontraron nada. Porque… ni hubieran venido las cabronas. Nomás
resoplan sin dolor. En un descuido me voy para allá. No, mejor voy a pelar
oreja a ver qué oigo. Es mi último cigarro y será buena excusa para salir, pues
la noche es larga. La funeraria está en la avenida, cerca de la casa, solo a
dos cuadras, así que hasta a pie.
«Te me habías perdido María, no te
vayas para la sala, espera. ¿Alguna vez oíste a mi viejo hablar de dinero o
algún testamento? Te lo pregunto porque ya buscaron mis hijas y no encontraron
nada. Cuando le pedíamos, siempre nos dio efectivo. Nunca trabajó desde que nos
casamos. Fue vendiendo todas las propiedades que heredó de su padre. Me
desesperas, pareces idiota. No te quedes callada, dime»––dijo Amelia.
Pos qué quiere que le diga señora, a
pesar que estuve con ustedes veintidós años, solo recibí mi pago del señor. No
sé nada de eso que me pregunta. Voy a salir a conseguir cigarros, ahorita
vengo.
Aquí traigo la llave que me entregó
Don Pepe para las emergencias y otras cosas. Las calles están vacías, no sé por
qué siento que alguien me mira. No te acobardes, ¡ah chingado!, cómo me falta el
aire, todo por el pinche cigarro. Pero no lo dejas María. La reja abierta, ni
se acordaron de cerrarla las condenadas. ¿Quién estará en el cuarto de estudio?
La luz, ¡ay diosito cúbreme con tu manto! Qué bueno. No hay nadie. Las llaves
deben de estar en su gaveta derecha. ¡Si aquí están! La llave chiquita es
antigua, ¿qué abrirá? No encuentro nada que esté a su medida. Regresaré. No
pendeja, ésta es tu oportunidad. Cálmate. Una vez hace tiempo cuando entré al
estudio, Pepito se puso nervioso, estaba con la rodilla derecha apoyándola en
la alfombra y bajó suavemente la moldura de adorno del escritorio del lado
derecho. Sí, es ésta. No se levanta. ¿Tendrá un botón o algo que la mueva? Hizo
un movimiento así, hacia abajo, en esta esquina. ¡No que no! Aquí está y la
cerradura. ¡Ah su mecha!, ¡hija de tu puta madre!, no te apendejes María, la
maleta y pélate. Tendré que hacer tres viajes, hay un chingo de billetes. No.
Mejor los paso a mi cuarto, ahí, ni los perros me visitan. Sí. Poco a poco lo
voy sacando, y luego me despides.
«Amelia, siento mucho lo ocurrido, me
apena no haber estado desde ayer. Te veo inquieta, con todo lo que te habrá
dejado, yo estaría a un lado del féretro sollozando»––dijo su compadre.
«Lo que me preocupa es que no tengo
para pagar los servicios funerarios. El desgraciado, nos dejó un sobre arriba
del escritorio que decía: Al morir, nada más
deben de destruir el escritorio antiguo de mi padre. Que lo hiciéramos leña
entre las tres, y antes de quemarlo, todas reiríamos de felicidad. Cómo lo
vamos a destruir, si es una antigüedad, además, era su valor más apreciado. Ya
sabes, Pepe, siempre fue un bromista».
«Pues no te preocupes, para eso está
el compadre, para respaldar con ideas. Vende la propiedad y con ese dinero
pagarás los servicios y busca una casa más chica. Discúlpame, tengo a mi
hermana enferma en Michigan y salgo hoy para allá»––agregó el compadre, se
despidió con un beso en la mejilla y abandonó la sala.
«Mamá, ¿no has visto a María? Cuando
la veas, dile, que nos traiga a Rosy y a mí, otra taza de café y té».
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