miércoles, 4 de noviembre de 2015

El Amigo

 
    

Vera   Islas 

México, D.F.


  La semana pasada tuve una infección estomacal fuerte que me llevó al hospital. Ahora me recupero poco a poco, a base de medicamentos, de la intrusión del alimento descompuesto, como me aseguraron los médicos. Sin embargo, estoy convencido de que el malestar tuvo que ver con la desaparición de Ricardo, mi amigo y colega. En la Secretaría ya se había hecho acreedor a un par de amonestaciones por su inasistencia; me extrañó un comportamiento tan poco habitual. El viernes quedamos para beber una cerveza y platicar;  lo notaba raro los últimos días, algo cansado, hermético y nunca lo había sido conmigo. No llegó a la cita. Le llamé por teléfono y no contestó. La siguiente semana lo busque en su cubículo y tampoco llegó. Entonces decidí ir a su casa. La encontré en orden, sin rastros de violencia excepto los de la cerradura que tuve que forzar. Sus pisos de madera rechinaban a cada paso por el medio siglo de polilla y humedad. Cauteloso atravesé la estancia, asomé al patio y entré en la cocina. Los visillos de la ventana, pulcros y amarrados, parecían recién corridos; solo en la mesa un montículo de medicamentos, vitaminas y complementos alimenticios, apilados en desorden, rompían la armonía general. Escuché un crujido en el segundo piso. Aliviado subí seguro de encontrar a Ricardo, pero no lo hallé. No había nadie solo la inexplicable pulcritud del resto de la casa; cosa extraña pues recordaba haberle oído decir en alguna ocasión, el malestar que le producía que la gente tocara sus cosas. Prefería hacerse cargo él mismo. En consecuencia, era un solitario empedernido, mi pobre amigo.
 En el buró de la recamara encontré una libreta con anotaciones. No sabía que mi amigo llevara un diario. Aunque precisamente la existencia de un diario es la clase de cosa que no se confía a nadie; para eso es, para comunicar lo que callamos. Me senté en la cama, lo abrí con algo de remordimiento y comencé a leer.
    
                                                                                                  
23 de septiembre
   Tengo que decirlo, ayer me ocurrió una cosa extraordinaria. Salí como todos los días a las 6 de la tarde de la oficina y me dirigí a la parada del autobús. Cuando llegué había una cola moderada. A punto de abordar, llegó una mujer corriendo y sin querer me golpeó; todos mis papeles cayeron al suelo. Muy apenada me ayudó a recogerlos. Nuestras manos rozaron en tres ocasiones y no pude, ni quise, evitar el placentero contacto de esa piel suave y cálida. La invité a un café que aceptó sin dudarlo. Supongo que experimentó la misma atracción que yo. No puedo entenderlo, pero conforme pasó el tiempo y transcurrió la plática, sus maneras lánguidas y armónicas me provocaron una fuerte adhesión hacia toda su persona. Nunca me había enamorado de nadie. Creo que me tocó con un dardo invisible, como dicen. Quedamos de vernos mañana.
 Mañana es mucho tiempo, los minutos se dilatan y estoy despierto para apresurar el amanecer.
                                                                                                                     
                                                                                                    
24 de septiembre
   Ha sido un día ajetreado. Basilia y yo hicimos la mudanza de sus cosas, que son tan pocas, que fue muy fácil organizar todo. Cargué dos maletas. Vaciamos una en el ropero exclusivo para sus vestidos largos, porfirianos, que me dan un poco de risa. Es una mujer fuera de serie: habla poco, exige poco. ¡Claro, nos conocimos apenas ayer! Pero cada hora cuenta como un año luz. Con ella el color huele y el sonido sabe. Nunca me ha gustado la poesía pero ahora entiendo esa necesidad íntima que hace a los poetas decir cosas imposibles. No es algo carnal lo que siento por ella. No sé cómo explicarlo, pues su belleza me subyuga. Es, sin duda, una mujer guapa: alta, de piel tersa, ojos grandes y brillantes. Sin embargo, desde que la vi es como si hubiera paralizado todas mis potencias viriles para despertar otras. Me siento lúcido pero solo en cuanto a todo lo que tiene que ver con ella. Esta es la primera vez que escribo. Yo soy contador, los números son mi elemento; o más bien, eran. Ya no me puedo concentrar en los informes y registros. Me fatigan. Solo estoy bien junto a ella.
                                                                                                        
 26 de septiembre
  Casi no come, pero es espléndida cocinera. Salimos poco, no parece gustarle mucho la calle. No importa, yo estoy bien donde ella esté; como un ave migratoria que vuelve al hogar. Sin embargo, ayer me vi en el espejo y no luzco nada bien. Palidez, ojos hundidos, pómulos salidos. Fui a comprar vitaminas y complementos. Quizá, a pesar de todo, he descuidado mi alimentación.
  Hoy el jefe llega a mi cubículo y dice: “¿Porque no has venido ayer?, tenías que entregar  los folios revisados”. Pretexto un dolor de estómago pero no me cree. Amenaza descontarme el día y entonces se venga poniendo un altero de informes sobre el escritorio. Estuve a punto de salir y dejar todo.
                                                                                                           
27 de septiembre
  Acabo de recodar que tenía una cita con Julián. Estuvo sonando el teléfono mucho rato; seguro era él. Siempre se preocupa por mí pero ahora me molesta tanto su intrusión. Cualquier cosa que se interponga entre Basilia y yo es una intrusión inaceptable. Incluso esas horas que pasa a solas en la noche, no sé dónde, me producen un vacío que ayer me hizo vomitar. Pero tengo que darle su espacio, como dicen, incluso en momentos inoportunos como la hora de comer. Ella es mi sol aunque me ciegue.
Se tapó la coladera del baño, la drené hasta donde permitió el cansancio, y descubrí una gran bola de pelo. Es mío, ¡se está cayendo en cantidades!
                                                                                                         
28 Septiembre  
  Besaba sus manos y cuello mientras ella insistía sobre algo de una metamorfosis y su eterna disputa con un tal Demócrito, amigo suyo supongo, y todos los que niegan la inmortalidad. Yo no entiendo nada de eso, solo me gusta oír su voz que adquiere un tono apasionado cuando habla de lo que le gusta. Sus extravagancias la hacen más linda. Mi dulce, etérea Basilia.
                                                                                                          
 29 de septiembre
  Llevo todo el día en cama, me siento muy débil para bajar las escaleras. Debe ser un virus o bacteria lo que me tiene así pero no produce dolor ni malestar, solo una gran fatiga. Los pantalones se me caen, creo que he bajado de peso. Basilia me trae de comer y temo que ella haya comenzado a contagiarse. Está más delgada y pálida. Incluso hace rato…pero no, tengo que borrar eso de mi mente. Fue un efecto óptico. Tan solo un…pero ¡de qué modo! Traía un plato de comida y lo puso sobre el buró de la cama. Como estoy en penumbra iluminado solo por una vela a causa de esa testaruda austeridad suya, estoy rodeado de sombras. Me hablaba de pie a un lado de la vela y ésta proyectaba su sombra en la pared. Del vestido largo y mangas completas que tanto le gusta solo se pueden ver sus manos. Creí ver la sombra de una mano huesuda; si, una radiografía dibujada con tiza en la pared. Tal vez estoy muy enfermo y mi mente se comienza a extraviar.
                                                                                                           
 30 de septiembre
   Debo escribir rápido, ella se aproxima. Está más solicita que nunca pero no se ve triste, al contrario, se diría satisfecha no de mi curación, sino de mi disgregación. En cambio ella está erguida, parece más alta de tanto que ha adelgazado, su paso es imperceptible. Supe que subía por el tintineo delator de la cuchara. Voy a esconder el diario, no quiero que sepa que sé.
                                                                                                              
1 de octubre      
  Ayer supe quién es pero no me importa, de ella lo puedo aceptar todo. Antes de abandonar la habitación se aproximó y me besó en la boca con unos labios descarnados, inexistentes. Desde entonces tengo esta sensación de levedad que va en aumento. Ya no siento los miembros y casi no puedo sostener la pluma. ¡Es tan placentero dejar este cuerpo! Creo que voy a dejar de escribir: ya no importa…

  Cerré el diario y lo guardé en el bolsillo. En el buró había un plato de comida reciente. Por unos segundos, permanecí alerta escrutando el silencio. Luego bajé sigiloso, evitando las maderas sueltas. En la calle respiré al fin con alivio y ya me alejaba veloz cuando tropecé con una mujer en la esquina: era alta, hermosa y tenía unos ojos que no puedo olvidar.

   

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