sábado, 24 de octubre de 2015

El Jubilado

 Elvirita Hoyos Campillo

Colombia

El homenaje, que los compañeros de trabajo del doctor Jaime Iribarren le hicieron en el club de profesionales de la ciudad, como despedida por su jubilación, fue apoteósico. El Director, en su breve discurso, dio a conocer la sorpresa celosamente guardada para esta ocasión… “Por su loable desempeño en la administración sanitaria y en reconocimiento de sus cuarenta y cinco años de servicio a la comunidad, destacándose como hombre probo, al mostrar honradez e integridad; como bien merecido premio, a su elevada virtud, el laboratorio de la Institución llevará con orgullo, su nombre desde hoy, para que sirva de ejemplo a las generaciones futuras.” A continuación, muchos otros quisieron dedicarle unas palabras de despedida al servidor, al jefe, al colega, al amigo, al buen compañero.
 Entre discursos, aplausos y copas, al doctor Jaime Iribarren le vinieron los recuerdos de su infancia en el pueblo, donde su padre tenía la tienda. Una miscelánea en la que se vendía mercancía de todo género. Detrás, había un cuarto con grandes neveras, que su padre llamaba el frigorífico; y en el centro, una enorme mesa de madera rústica, en la que descuartizaba las reses, los pollos y los marranos. Luego los pesaba y separaba en bolsas de a kilo y de a libra, que guardaba en los neverones listos para la venta. Viendo a su padre, Jaimito aprendió el conocimiento correcto de cortar las carnes crudas, siguiendo las vetas en la dirección de las fibras musculares y el secreto de tratar los huesos sin dañar le perfección de la carnes y de partir las presas correctamente por sus articulaciones. Se aficionó, además, a cortar el costillar de un solo golpe vertical y descubrió que esa serie de cortes era el que más le gustaba hacer.
Al graduarse de bachiller le pidió a su padre que lo enviara a la capital. Quería ser académico. En la universidad, asombró a sus profesores por mostrar cierta habilidad en cirugías de hueso, además de un ojo clínico extraordinario que favoreció la ciencia de la Osteología. Se graduó y especializó con honores.
Decidió entonces, irse a la guerra que tenía lugar en las montañas andinas y en las selvas tropicales, para ampliar sus conocimientos en los campos de batalla; acción legalizada, mediante un permiso especial que le fue concedido por las autoridades del país. Regresó tres años después, con una medalla al mérito por contribuir a nuevos saberes en el arte indoloro; sin necesidad de recurrir a anestesias, que nunca hubo, en los improvisados puestos de salud camuflados en la profundidad de la jungla; para la amputación de miembros lesionados, con gangrena, diabetes emotiva o por pisar minas antipersonales.
Ahora, en el pleno jolgorio de su jubilación, el doctor Iribarren resolvió volver a la tranquilidad de su pueblo. La casa de sus padres lo esperaba cerrada, ellos ya no existían. El pueblo recibió con regocijo al hijo benemérito, quien abrió una consulta, para atender todo tipo de casos gratuitamente en pro-de la humanidad. Meses más tarde la cerró por falta de pacientes, debido a la sólida salud del campesino. Sin tener nada que hacer, decidió reabrir la tienda. Contrató una empleada para todos los oficios domésticos: Juanita, quien pronto se dio cuenta que el viejo, como lo llamaba a sus espaldas, estaba loco, porque hablaba solo y con palabras extrañas, ocurriéndosele una que otra manía rara que, sobra decirlo, a ella no le parecían normales.
A veces, al ocultarse el sol, don Jaime se iba al monte de cacería, al regreso cuando todos en el pueblo dormían, se le daba por descuartizar, al animal cazado en la mitad de la noche, con esos golpes precisos, acompañados de gemidos débiles, que le parecieron a Juanita, mugidos del animal que está muriendo; sobresaltándola sin dejarla dormir como Dios manda, hasta que empezó a sospechar de alguna actividad chocante, a la que no supo, darle nombre.
Una noche, ella lo siguió desapareciendo para siempre en la espesura de aquel bosque. Don Jaime, se quedó sólo en la casa, con sus recuerdos memorables y sus costumbres amañadas. Una tarde llegó el sargento con varios policías:
— Doctor ¿está enterado de lo que ocurre en los alrededores? Algunas noches desaparecen mujeres y hombres en el bosque, crímenes sin violencia ni explicación alguna, no hay rastros de haber sido atacados por las fieras, ni restos de cadáveres; solo encontramos huellas de calzado y chorros de sangre regados por el camino, como las pistas conducen hasta aquí; traemos orden de allanamiento para inspeccionar su frigorífico. Mientras, usted responde al interrogatorio en la comisaria.
En la puerta, escandalizado, se arremolinaba el pueblo siempre murmurante…
                                                                     

2 comentarios: