Paul Fernando Morillo
Estados Unidos
Rosario Moreta (La Charito)
La mente percibía la realidad en una dimensión
aparte. Esta experiencia era producto de la fiebre que corría en la cabeza. Las
cobijas y sábanas entrelazadas se extendían como gigantes valles y montañas en
la cama donde yacía mi cuerpo sudoroso. La quietud de la enfermedad con sus
imágenes afiebradas se rompió con la vocecita aflautada y casi imperceptible de
la Charito preguntando si había alguna ropita que lavar aquel día. Yo la miré,
comparando mi realidad con la suya, me pregunté si ella algún día se
enfermará, ya que nunca yo lo había notado.
Rosario peleaba contra la pobreza material, tenía
las manos pasposas, secas, bañadas de color blanco a fuerza del jabón de lavar
ropa; sus manos estaban desgastadas, pero se las veía fuertes. Aquellas dos
manos parecían hojas trémulas y frágiles encaramadas en un arbusto gastado y
flaco como era el cuerpo de la Charito. El constante uso de jabones fuertes y
el pendenciero cloro dejaron su huella rebelde en las manos y antebrazos de la mujer
que se ganaba el pan con las mugres ajenas. Las blanquecinas manos contrastaba
con la morena piel indígena, día tras día las manos se sumergen en el agua
helada para restregar las ropas extrañas. La cara de la Charito era chiquita,
del porte de una melón de veinte o veinte y cinco centímetro; sus ojos
pequeñitos y llorosos. Dos trenzas largas alegraban su negro cabello, colgaba
una a cada lado de los hombros, una línea en su pelo marcaba los dos
hemisferios del cráneo dividiendo las culebritas de pelo. No hay registro en mi
archivo de imágenes de otro tipo de peinado en la Charito. Su dentadura casi
inexistente marcaba su agrietada cara aún más. Siempre mantuvo la misma
vieja y arrugada edad que resaltaba con los amplios anacos de un azul desleído
que vestía la pobre mujer. Coronaban sus polleras una blusa indígena
color blanca amargo, desteñida por las generaciones de uso, tenía en el frente
un absurdo vuelo como para dar distinción y garbo. Calzaba unos milenarios
zapatos Venus descordonados y eternos que le ayudaban a mantener la estructura
chiquita y gentil. Cargaba una chalina a manera de bultito en su frágil y
acorazada espalda. En esta jorobita indígena se transportaban todo lo que ella
iba pidiendo y reuniendo por todas las casas en que lavaba las ropas ajenas.
Su labor consistía en juntar la ropa
"sucia" de los cuartos, clasificar en ropa blanca, de color, suave,
dura, blue jeans, etc. La ropa clasificada se juntaba al pie de la piedra de
lavar, una caja sólida de cemento armado de aproximadamente un metro y veinte y
cinco centímetros de altura. El nicho huérfano tenía un hueco vacío sin
atractivo ni función, groseramente abierto y parecía haber sido colocado al
apuro, servía como guarida del perro en turno, encima de este hueco una
plataforma de unos quince centímetros de cemento armado el acto de lavar se llevaba a cabo.
Pegada a la piedra de lavar había una caja abierta por arriba, también de
cemento, a la que llamábamos el tanque de agua. Allí era donde se almacenaba la
glacial agua que esperaba alegre la ropa, una vez que siendo chocolateada y
despojada de la suciedad diaria esperaba el último enjuague.
La mecánica del lavado era bastante simple, pero el
desgaste físico debió ser grande, el señor Sol hostigaba desde temprano y ya
para el medio día los rayos verticales del mazo candente ecuatorial eran
insufribles. Una a una la ropa era enjuagada, enjabonada, restregada, enjuagada
otra vez e iba a parar al tanque de agua, hasta que al final como en un juego
de sacar bolitas de la tómbola. Las prendas eran tomadas y estrujadas con la
fuerza de las manos y los brazos. Eran luego trasladadas tres pisos arriba para
ser desplegadas a la espera que la calidez del rabioso sol tome para sí la
humedad restante y la seque.
Rosario Moreta cumplía su
jornada al menos una vez por semana, el pago era según las prendas lavadas,
además de un plato de comida. A esto se sumaba cualquier suerte de carnes que
mi madre compartía y obsequiaba. La fortuna y el destino me percato de la
eterna sonrisa de la Charito, amplia y sincera, en los años subsiguientes
aprendí a reconocer y respetar cuando las labores diarias no me eran de mi
total agrado. Ajeno al mundo adulto vi cómo la Charito iba y venía, lavaba,
comía, recogía su “bocadito” extra, los acomodaba de mil primores en su
tibia chalinita y se perdía de mi vida hasta el día que entraba por la puerta
de mi cuarto dispuesta a lavar una y otra vez y las veces que fueran
necesarias. No está en mi memoria queja alguna de parte de ella, ni enfermedad
que la apartara de su pregunta diaria: "¿qué ropita hay para lavar
hoy?"
Rosario Moreta, la Charito, nombre juguetón y con
el que siempre la conocí. La Charito, quien pudiera siquiera adivinar que con
su sonrisa y su constancia marcaría la cicatriz de la honradez, la tenacidad a
ganarse el pan de cada día con trabajo y una esperanza grande al saber que en
verdad el verdadero reino y las riquezas no son de este mundo.
Ah, el cuento de la Charito! Me encanta esa descripción diáfana que la saca del papel y hace a uno verla!
ResponderBorrarUna pintura increíble.
ResponderBorrar