viernes, 16 de octubre de 2015

La Charito


Paul Fernando Morillo

Estados Unidos


 Rosario Moreta (La Charito)
La mente percibía la realidad en una dimensión aparte. Esta experiencia era producto de la fiebre que corría en la cabeza. Las cobijas y sábanas entrelazadas se extendían como gigantes valles y montañas en la cama donde yacía mi cuerpo sudoroso. La quietud de la enfermedad con sus imágenes afiebradas se rompió con la vocecita aflautada y casi imperceptible de la Charito preguntando si había alguna ropita que lavar aquel día. Yo la miré,  comparando mi realidad con la suya, me pregunté si ella algún día se enfermará, ya que nunca yo lo había notado.
Rosario peleaba contra la pobreza material, tenía las manos pasposas, secas, bañadas de color blanco a fuerza del jabón de lavar ropa; sus manos estaban desgastadas, pero se las veía fuertes. Aquellas dos manos parecían hojas trémulas y frágiles encaramadas en un arbusto gastado y flaco como era el cuerpo de la Charito. El constante uso de jabones fuertes y el pendenciero cloro dejaron su huella rebelde en las manos y antebrazos de la mujer que se ganaba el pan con las mugres ajenas. Las blanquecinas manos contrastaba con la morena piel indígena, día tras día las manos se sumergen en el agua helada para restregar las ropas extrañas. La cara de la Charito era chiquita, del porte de una melón de veinte o veinte y cinco centímetro; sus ojos pequeñitos y llorosos. Dos trenzas largas alegraban su negro cabello, colgaba una a cada lado de los hombros, una línea en su pelo marcaba los dos hemisferios del cráneo dividiendo las culebritas de pelo. No hay registro en mi archivo de imágenes de otro tipo de peinado en la Charito. Su dentadura casi inexistente marcaba su agrietada cara aún más. Siempre mantuvo  la misma vieja y arrugada edad que resaltaba con los amplios anacos de un azul desleído que vestía  la pobre mujer. Coronaban sus polleras una blusa indígena color blanca amargo, desteñida por las generaciones de uso, tenía en el frente un absurdo vuelo como para dar distinción y garbo. Calzaba unos milenarios zapatos Venus descordonados y eternos que le ayudaban a mantener la estructura chiquita y gentil.  Cargaba una chalina a manera de bultito en su frágil y acorazada espalda. En esta jorobita indígena se transportaban todo lo que ella iba pidiendo y reuniendo por todas las casas en que lavaba las ropas ajenas.
Su labor consistía en juntar la ropa "sucia" de los cuartos, clasificar en ropa blanca, de color, suave, dura, blue jeans, etc. La ropa clasificada se juntaba al pie de la piedra de lavar, una caja sólida de cemento armado de aproximadamente un metro y veinte y cinco centímetros de altura. El nicho huérfano tenía un hueco vacío sin atractivo ni función, groseramente abierto y parecía haber sido colocado al apuro, servía como guarida del perro en turno, encima de este hueco una plataforma de unos quince centímetros de cemento   armado el acto de lavar se llevaba a cabo. Pegada a la piedra de lavar había una caja abierta por arriba, también de cemento, a la que llamábamos el tanque de agua. Allí era donde se almacenaba la glacial agua que esperaba alegre la ropa, una vez que siendo chocolateada y despojada de la suciedad diaria esperaba el último enjuague.

La mecánica del lavado era bastante simple, pero el desgaste físico debió ser grande, el señor Sol hostigaba desde temprano y ya para el medio día los rayos verticales del mazo candente ecuatorial eran insufribles. Una a una la ropa era enjuagada, enjabonada, restregada, enjuagada otra vez e iba a parar al tanque de agua, hasta que al final como en un juego de sacar bolitas de la tómbola. Las prendas eran tomadas y estrujadas con la fuerza de las manos y los brazos. Eran luego trasladadas tres pisos arriba para ser desplegadas a la espera que la calidez del rabioso sol tome para sí la humedad restante y la seque.
    Rosario Moreta cumplía su jornada al menos una vez por semana, el pago era según las prendas lavadas, además de un plato de comida. A esto se sumaba cualquier suerte de carnes que mi madre compartía y obsequiaba. La fortuna y el destino me percato de la eterna sonrisa de la Charito, amplia y sincera, en los años subsiguientes aprendí a reconocer y respetar cuando las labores diarias no me eran de mi total agrado. Ajeno al mundo adulto vi cómo la Charito iba y venía, lavaba, comía, recogía su “bocadito”  extra, los acomodaba de mil primores en su tibia chalinita y se perdía de mi vida hasta el día que entraba por la puerta de mi cuarto dispuesta a lavar una y otra vez y las veces que fueran necesarias. No está en mi memoria queja alguna de parte de ella, ni enfermedad que la apartara de su pregunta diaria: "¿qué ropita hay para lavar hoy?"
Rosario Moreta, la Charito, nombre juguetón y con el que siempre la conocí. La Charito, quien pudiera siquiera adivinar que con su sonrisa y su constancia marcaría la cicatriz de la honradez, la tenacidad a ganarse el pan de cada día con trabajo y una esperanza grande al saber que en verdad el verdadero reino  y las riquezas no son de este mundo.
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2 comentarios:

  1. Ah, el cuento de la Charito! Me encanta esa descripción diáfana que la saca del papel y hace a uno verla!

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