lunes, 17 de febrero de 2014

En primer plano



Doris Irizarry
Puerto Rico
Allí estaba, con su traje oscuro. Elegante, como siempre. No era posible no mirarlo. Era orgulloso, impasible, distraído, callado. Hacía desfallecer a cualquiera de nosotras si nos pasaba la vista, aunque fuera por encimita, así, dejando caer aquella mirada desentendida, con sus grandes ojos verdes buscando algo más interesante de lo que atisbaba a simple vista. Y yo estaba en primer plano, a simple vista.
Hacía tantos años que no lo veía… cuarenta y cinco… cuarenta y seis… tal vez. Recuerdo aquella noche. Fue su baile de graduación. Yo tenía quince años y era amiga de su hermana. En verdad, mi madre era amiga de su madre y casi como obligación, los hijos de los amigos nos amigábamos, las niñas hacíamos grupos de niñas y ellos hacían grupos de niños. Solíamos hacer fiestas dentro de sus fiestas, planes dentro de sus planes, los imitábamos. Casi siempre separados, hasta que la pubertad nos hizo aburrirnos entre grupos separados y comenzamos a acercarnos. Empezamos a hacer planes fuera de sus planes y fiestas fuera de sus fiestas. Y un día nuestras madres, acostumbradas a planearlo todo, lo dispusieron. Así fue que llegamos juntos al baile, yo con él y mi amiga con su novio. Nos habíamos maquillado una  a la otra, más bien ella a mí. A ella le hicieron su peinado en un saloncito que había en la misma calle de su casa. Yo me peiné yo misma, me acomodé el pelo en bucles sobre la coronilla y solté un flequillo sobre mi frente, hacia un lado. Me puse un vestido verde que tenía canutillos en la parte del arriba y calcé unos zapatos color blanco perla. La verdad, estábamos preciosas.
Pasé la noche viendo como saludaba a sus amigos, a veces lo perdía de vista. Estuvo serio toda la noche, la mayor parte del tiempo de pie, mirando entre las parejas que bailaban o buscando entre la gente. Me sorprendió que fumara y que lo hiciera casi con tristeza. Hubiese querido bailar más de dos piezas. Esa noche dormí en su casa, con su hermana.
No lo volví a ver hasta hoy.
Y ahí está, con su traje oscuro, impasible, con algo más de peso y mucho menos pelo. Tiene barba, ¡siempre le lució tan sensual! Se ve serio, impasible. Esta noche es él quien está en primer plano, y yo, a simple vista, pero él aunque quisiera, no me ve. Sus grandes ojos verdes, están eternamente cerrados.
Le di un beso a su madre, la abracé, lloró en mis brazos… lloramos.

domingo, 16 de febrero de 2014

Primera y última



Deanna Albano

Caracas, Venezuela

Los tíos siempre invitaban a la playa a  sus sobrinos Luis y Daniela, de la misma edad de sus hijas, Marisa y Myriam. Todos adolescentes entre 14 y 16 años.
Luis intelectual y presumido,  Marisa relacionista pública,  Miriam redondita como una píldora de amor, Daniela todo corazón alocado.

Un día fueron todos a un club cerca de la ciudad, cuyo atractivo principal eran los caballos.

Daniela se subió a uno, bastante alto, mientras el cuidador le preguntaba:

— ¿ Tu sabes montar ?

Ella con aire de suficiencia, levantando las cejas y moviendo los hombros le contestó:

—Claro!

El médico le informó más tarde a la tía: "hay que tener a la niña en observación por veinticuatro horas. El golpe fué en la cabeza".

Lluvia


Lluvia

Silvia Alicia Balbuena

Argentina

Lentamente el transatlántico se alejaba de Río de Janeiro. La ciudad se iba desdibujando en una bola de smog y otra vez el mar inmenso era nuestro horizonte. Acodadas las tres en la baranda de cubierta, veíamos esa imagen empequeñecerse y empezábamos a soñar con los nuevos destinos del crucero.

Me levanté temprano, desde los salones donde desayunábamos, vi por los amplios ventanales, una sinfonía de grises. Gris encrespado el mar, apenas una línea gris el lejano horizonte, gris el cielo sin sol, sin nubes, sin pedacitos celestes queriendo ganarlo, sin arcos iris.

El Enrico ya estaba fondeado, el muelle de desembarco colgaba desafiante y los lanchones esperaban listos. Sentí pena por un día tan gris.

Expectantes, descendimos al muelle, subimos a una lancha, navegamos en un mar que se adivinaba turquesa debajo del gris. Desembarcamos en el pequeño Puerto de Angas do Reis. Liliana había llevado el paraguas y junto a Beatriz, se refugiaron bajo su copa de la persistente llovizna que no quería darnos tregua. Yo preferí mojarme. Sentía sobre mi cuerpo que la lluvia era una bendición. A mis cuarenta años estaba vacía, terminada; había decidido el viaje con mis amigas de la infancia después de los dolorosos momentos de la enfermedad de Norberto, mi viudez, la ida de los chicos a comenzar con su nueva vida. Y quería tragarme todo, para aliviar la soledad, pintarme nuevos paisajes, dibujarme nuevos horizontes, purificar mi alma.

La ciudad se nos presentó con toda su carga de romanticismo. Su aspecto colonial, los adoquines de sus calles, los negocios anclados en el tiempo, la vegetación verde exuberante, las flores de colorido refulgente por doquier. La lluvia no podía pintar de gris la exaltación de todos los sentidos que se nos abrían paseando por el lugar, escudriñando sus rincones, saltando muros o trepando subidas.

Yo estaba empapada. Caí en la cuenta que mi amplia falda dibujaba mis muslos, se me metía en mis huecos resaltando mis zonas femeninas, mis pezones se marcaban furiosos a través del vestido mojado. Mi cabello goteaba piedras transparentes que podían nublar mi vista o dar sabor a mis labios. Era hora de refugiarme bajo el paraguas.

Como era la más alta de las tres, tomé su mango y me ubiqué en el medio.

Recorrimos, caminando y dando brincos, las calles empedradas del centro mientras cantábamos tangos, esos bien nuestros, untuosos, del arrabal, de lamentos y amores enloquecidos.

Esa imagen de las tres bajo un paraguas con la lluvia acompasada dando ritmos a nuestras voces de tangos, es una de esas delicias que bebí y atesoré en mi ser, no sabía que para siempre, tampoco sabía la historia que me esperaba.

Él apareció de frente, de la mano de una muchacha. Me pareció que lo conocía de verlo en las cenas. Me clavó con lascivia su mirada transparente. Me sentí desnuda. Tal vez estaba desnuda mi alma. Tal vez mi cuerpo estaba desnudo con el vestido empapado pegado a mi piel. Yo también le clavé mi mirada, no sé por qué. Buscando un refugio para saber que estaba viva, provocándome sensaciones que me había ocultado, desafiando su mirada para decirle que no me importaba sentirme desnuda. Ahora pienso que un poco de cada cosa, y sobre todo atraída por su magnetismo. Me pareció que mis células eran esas limaduras de hierro de las clases de Física, que se mueven al influjo del imán que se les acerca y dibujan espectros magnéticos. Toda yo me encrespé, él fue el imán, yo el hierro.

Por la tarde, la sinfonía de grises no cesaba. Nos acercaron en la lancha, refugiadas bajo las lonas de su techo, a una isla privada. ¡Qué ensueño! Calma, vegetación, aves. Por un rato unos rayos de sol se escaparon, pintaron de turquesa las aguas cálidas y vistieron de arcos iris por doquier el paisaje. Me puse a nadar, iba y venía de la cercanía a la lejanía. No sé si me buscó, no sé si las últimas pequeñas gotas de lluvia que cayeron o los grises tornados a tímidos colores me lo acercaron, pero nos cruzamos varias veces. Ya no sólo nos miramos intensamente, con una lejana sonrisa nos besamos. En los labios… en todos los rincones de nuestra piel… Nuevamente me sentí desnuda y creo que lo desnudé a él también. Nuevamente me sentí hierro frente al imán. Y me sonreí:“el magnetismo se ejerce a través de todos los medios”, el agua no pudo disminuir su acción. Irracionalmente, sentí que la potenció.

Regresamos al barco en la misma lancha, cuando ya las luces del atardecer se disolvían en una llovizna que seguía persistente. Las tres abrazadas, cantamos a viva voz ese tango que es casi un canto de filosofía antropológica, casi nuestro himno Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias…Él volvió a clavarme su mirada transparente. Yo lo miré dedicándole con dulzura mi decir. Al descender, se acomodó en el improvisado muelle para darme su mano. Me envolvió con una sonrisa, me abrasó con su fuego y alcancé a escucharle:

-Me llamo Simón. Viví su voz como notas musicales en mi oído.

Después de cenar, Liliana y Beatriz querían ir al teatro del buque y luego al casino.

-Yo estoy cansada, tomo un trago y me voy a dormir -sabía dentro de mí que un nombre dicho en mi oído era una cita.

Me fui al bar más íntimo del crucero, ése de los sillones de cuero de vaca y mesitas de cristal, con amplios ventanales desde donde se observaba que el cielo le había ganado a todos los grises y se había agujereado de cientos de brillantes estrellas, y el mar se había calmado en la plata de la luna.

-Te invito a un trago ¿Qué te gusta?

-Sólo un destornillador. En el 444 -y lo miré entregada y provocadora.

Yo subí por el ascensor. Simón por las escaleras. Estaba poniendo la tarjeta-llave en la puerta, cuando sentí sus dos manos acariciando mis caderas y su miembro erecto apoyarse en mi cuerpo. Me di vuelta, con mis labios busqué sus labios, con mis senos su pecho, con mi pubis su totem. Durante dos horas en mi camarote 444 fuimos un fuego destellante, sin mesura, sin límites. Un fuego que ardió en su calor, nos consumió en sus llamas, nos pintó en sus rojos.

No lo volví a ver. Pero el fuego que supimos encender emergiendo de una lluvia incesante me dejó cenizas ígneas para resucitar..

Camas Separadas

Camas Separadas

Gil Sánchez

México

Después de cenar sin hablarse, Francisco, fiel a su costumbre, siguió tomando de su copa que pareciera estar pegada a su mano. A Sofía le molestó en un inicio de su matrimonio, pero al fin, no era agresivo, pensó, antes al contrario, embriagado se mantenía callado masticando la nada, sin importarle lo que tenía enfrente. Ya en la cama, sentada de espaldas, le dijo:

––¿Por qué te casaste conmigo?

Francisco miró con cierto desdén sus formas flacas, sobresaliendo los huesos de sus caderas como llamando, aquí descanso. Se levantó y se sentó en el sillón, arrimó su copa y se sirvió otro trago. La pregunta ya envejecida de su mujer, crecía entreverada con el silencio del cuarto. La mujer sin desesperarse, más inteligente y desdichada, le volvió a repetir:

––¿Por qué te casaste conmigo?

Callado sin responder, después de un momento, con voz titubeante y arrastrando sus palabras, le dijo:

––Por culpa de tu embarazo, tenía que protegerte.

A partir de esa noche, Sofía, durmió en el cuarto de su hijo de 5 años. Encima del buró, acomodó un retrato del chico. En su cabeza, descansaba su conciencia sin culpa y sin miedo, se dijo para sus adentros. “El niño es igualito a Roberto”.

jueves, 6 de febrero de 2014

Armonía


Nélida Martínez
Venezuela-Argentina

Cuerdas del instrumento que dialogan con mi tristeza. Juntas se escuchan, aúnan sus dolores, también la melodía llora, se queja. Sus notas musicales languidecen y mi tristeza las oye. Ambas se abrazan, danzan, se acompañan, se unen.
Lentamente, los minutos del tiempo se apoderan de los espacios, hace que se distancien. La dulce melodía finaliza, abandona a la tristeza, ésta queda sola, pero su fuerza y hermosa esbeltez, la visten arrogante frente a la vida.

Una visita inesperada


Jaime Aldana Reyes
Perú
  
10.30 am.
Tengo dieciocho años de edad, y vivo solo desde hace dos; mi anhelo de enfrentarme al mundo para comprobar si en efecto era capaz de sobrevivir, y un conflicto con mi padre, me llevaron a salir de casa antes de tiempo.
Como es domingo, me quedo en la cama un poco más, porque los agitados días de entre semana me dejan sin tiempo para amodorrarme como quisiera.
Mi vida transcurre entre el colegio Jorge Gaitán Cortés ––donde termino de noche mi educación secundaria––, dar algunas clases de matemáticas a muchachos de educación media o primaria ––que no han notado que los números sólo son una oportunidad de divertirse y tener la satisfacción final de hallar las respuestas––, y escribir poemas que luego vendo en los teatros y parques de la ciudad, con el fin de aumentar los ingresos que necesito para mis gastos personales, y para pagar el alquiler de un cuarto en una casa de familia, en la que llevo dos meses viviendo.
La casa está ubicada al sur de la ciudad de Bogotá, y cuenta con un jardín interior, varios cuartos alquilados, y un departamento en la parte frontal donde viven los dueños del predio, con sus hijos: Rocío de siete años de edad y Carlos de nueve. 
La habitación que ocupo es amplia, pero las duchas están como a quince metros de distancia, lo que hace que regrese tiritando cada vez que me doy un duchazo.
Lo que me gusta de llegar a mí habitación cada noche ––pese a que nadie me espera––, es el aroma a limón que expele el jabón que uso diariamente.

11.15 am. Aproximadamente
Después de ducharme entro al cuarto, subo el volumen de la música como para estar a tono con este esplendoroso sol matinal, y me dedico a afeitar los incipientes vellos de mi cara cuasi lampiña, en un lavamanos dispuesto para tal fin.

11.20 am. Aproximadamente
Un estruendo me saca del ensimismamiento en el que me encontraba; ni bien me vuelvo, veo estupefacto cómo unos diez policías ––algunos uniformados y otros de civil––, han pateado la puerta de madera que no opuso mayor resistencia, y ahora ingresan violentamente como si fuera un escuadrón de asalto en busca de secuestradores. Solo que en vez de hombres armados y decididos a defender el fortín, ven a un sujeto paralizado por la abrupta intromisión, y con una toalla amarrada a la cintura por toda ropa.
Varios pares de ojos miran por todas partes; las manos se aferran a las armas; los dedos se crispan sobre los gatillos; todos están listos a batirse a balazos contra un enemigo que no ven por ningún lado. En sus ojos puedo ver la cólera y la frustración al comprobar que, una vez más han llegado demasiado tarde.
Ahora ingresan todos atropelladamente a la habitación apuntándome con sus armas. Todo es confusión; en vez de calmarse y estar avergonzados por haber violado la privacidad de un ciudadano, gritan desaforados; pienso que todavía la adrenalina corre por sus venas, impidiéndoles notar que el operativo ha terminado ya, y sin bajas del lado enemigo, al menos por ahora.
Repentinamente un policía ordena:  
––¡Péguenle un tiro! ––¿A mí?, pienso aterrado… ¿Pero qué hice y por qué no me acuerdo?
 ––¡Aunque sea en una pierna, pero péguenle un tiro! ––sí, la cosa es conmigo. Entonces cierro fuertemente los ojos esperando el estallido, pero nadie se atreve a disparar; frente a ellos hay un tipo flaco hasta los huesos, desarmado y con una toalla en la cintura, que parece necesitar vitaminas y alimento urgente, no un balazo.
Mientras espero el momento en que entrarán en razón y me ofrecerán disculpas por el tremendo susto que me han hecho pasar, un uniformado me pone las esposas, y otros se dedican a rebuscar entre las pocas pertenencias que tengo: tiran por el suelo el escaparate de los libros, desbaratan la cama en cuestión de segundos, y rompen contra el suelo el radio despertador; no sé qué cosa están buscando y no me atrevo a preguntar. El que parece ser el jefe me ordena con improperios que me vista. Al ver mi cara de sorpresa me suelta las esposas para que me vista, y vuelve a colocármelas un instante después.
No entiendo nada. Todo ha ocurrido de un modo vertiginoso sin que alguien se hubiese tomado la molestia de explicarme la causa de la violenta intromisión.
Aprovecho el instante de calma para preguntar:
––¿Me pueden decir por qué me detienen?
El policía que me ha colocado las esposas me mira con desprecio, como si yo hubiese cometido un crimen atroz, o fuese el enemigo público número uno del país, y no me dice nada. Debe pensar que no merezco una respuesta.

11.40 am. Aproximadamente.
Me sacan esposado. Una multitud se agolpa en torno a la casa; la curiosidad los aguijonea. Me miran con reproche. Algunos aplauden la efectividad de la policía.
Dos policías me conducen a la radio patrulla, ante esas miradas acusadoras y enervadas que se dirigen en mí contra; es fácil adivinar que ya me han juzgado de antemano sin saber si soy culpable de algo.
La gente comienza a gritarme de todo:
––¡Choro!
––¡Ladrón!
––¡Animal! ––qué culpa tendrán los pobres animales.
––¡Miren la cara de ratero que tiene! ––en eso sí tienen razón.
––¡Vago! ––ya se van acercando a la verdad.
Alguien grita:
––¡Asesino! ––eso sí fue demasiado.
Mil interrogantes rondan mi cabeza. Le pregunto a un policía qué fue lo que pasó para que me traten de esa forma, y por qué la gente grita de ese modo.
Me mira unos segundos en silencio. Incrédulo y con sorna me dice que no me haga el zonzo. Que ni bien pisemos la comisaría tendré que “cantar” a las buenas o a las malas. Prefiero no decir nada más durante el trayecto. Los policías siguen exaltados, pero nadie me golpea.
Dentro de la patrulla, y esposado como un delincuente, se hace más patente el feo sentimiento de haber perdido la libertad; tal vez lo único valioso que poseo.

12.30 pm. Aproximadamente.
Apenas llegamos a la comisaría me quitan las esposas y me arrojan a un pequeño y maloliente calabozo.
Me entero que han apresado a otra persona por el mismo caso que a mí. Se llama Antonio. Hablo con él. Es un sujeto flaco, incluso más flaco que yo, que ya es mucho decir. Su rostro muestra los estragos que le ha ocasionado el abuso a las drogas. Debe tener como veinticinco años de edad. Por él sé que la trifulca se debe a que robaron la casa donde vivo, tal vez mientras me daba el duchazo.
Me informo también que la policía está pensando que soy socio de los asaltantes, abriéndoles la puerta para que entraran a robar a su antojo; el razonamiento es equivocado: si fuera cómplice, no me quedaría a bañarme tranquilamente, a la espera de la segura golpiza policial…

3.30 pm.
Me hacen entrar a una oficina donde hay un reloj que me recuerda que todavía no desayuno.
El comisario comienza con el interrogatorio. A su lado, y frente a una máquina de escribir, un policía transcribe todo lo que tengo que decir.
––¿Por qué se encontraba debajo de la cama cuando llegó la policía? ––me pregunta muy serio.
––¿Debajo de la cama? ––Pregunto a mi vez–– yo me encontraba frente a un espejo afeitándome, señor. Acababa de salir de la ducha.
––Los policías que lo detuvieron afirman que usted se encontraba debajo de la cama ––temblando de miedo, sin duda––, y que se vieron obligados a sacarlo a palos como pudieron.
Me dan ganas de reír pero no es el momento indicado. En cambio me mantengo tranquilo y le pregunto con cortesía calculada para que no se exalte:
––¿Sería tan amable de hacer pasar a los policías que dicen eso para que lo repitan en mi presencia?
––¡Responda sí o no a la pregunta! ––grita.
––No.
––¿Qué hacía Usted en esa casa?
––Ahí vivo, en un cuarto alquilado. ¿Me puede decir por qué me han detenido?
––Por desacato a la autoridad y resistencia al arresto.
Guardo silencio; ya no me quedan argumentos para contradecirlo, y sospecho que de nada valdrían. El interrogador continúa:
––¡Dígame de una vez dónde están las cosas robadas!
––No sé. Ni siquiera sabía que habían robado algo            ––respondo.
––¡No me diga que no conoce los hechos! ––guardo otra vez silencio, creo que es inútil decirle que no los conozco.
––¡Responda!
––No, señor, no los conozco.
––¿Entonces que hacía usted en esa casa?
––Le repito que yo vivo ahí. Me acababa de ba…
––¿Estando usted ahí no escuchó nada? ¿Cree que soy tonto o qué? ––me interrumpe.
––No, señor.
––¿En qué momento abrió la puerta?
––Yo no abrí la puerta.
––¿Conoce al otro que está en la celda?
 ––No, señor.
––¿Entonces no sabe nada? ––guardo una vez más silencio.
––¿Por qué cree que no robaron en su cuarto? ––me pregunta mirándome fijamente.
––No sé. Solo quiero saber por qué han destruido mis pertenencias, y si me van a pagar los daños. Yo soy inocente; no sé por qué me han arrestado ––hace una seña como para dar fin al interrogatorio, y ordena me lleven de vuelta a la pestilente celda.

4.50 pm. Aproximadamente.
Llega un policía a preguntar por mí. Creo que me van a dejar libre pero no es así, son los dueños de la casa. Quieren hablar conmigo. Están visiblemente acongojados por lo sucedido.
––Nos han robado todo ––me cuentan––. Nosotros habíamos salido al mercado, y dejamos a los niños en la casa. Cuando regresamos, Carlitos no estaba. La policía nos contó que encontraron a Rocío amarrada y amordazada dentro del baño ––la señora rompió a llorar siendo consolada por su esposo, y luego continuó––. Gracias a Dios no le hicieron nada a la niña ––respiré aliviado––, pero estábamos aterrorizados porque no sabíamos dónde estaba Carlitos. Minutos después apareció, estaba con un amigo.  Si Usted nos dice dónde están las cosas, retiraremos la denuncia ––me piden finalmente.
––Lo siento mucho, pero yo no sé nada. Ya han visto que yo estudio de noche y hago algunos trabajos de día, pero ratero no soy.
––Sí, pero como Usted solo lleva dos meses en la casa, no estamos seguros de nada.
––Entiendo ––en realidad no entendía nada––, ¿ya le han preguntado a la niña? Tal vez fue ella la que abrió la puerta a los rateros.
No dicen nada más y se van. Hacen igual que los policías: no me escuchan.
De vuelta a la celda tengo tiempo de pensar en todo esto. Para mí el robo lo hizo alguien que estuvo hospedado en la casa, tenía un duplicado de la llave, estudió el mejor momento y entró con sus compinches. De todas formas la cosa ya está hecha y yo me encuentro en un verdadero aprieto.
Salidas tengo dos: recurrir a un tío político que es Sargento Mayor de la Policía para que me saque inmediatamente del trance, solo que eso tiene varios inconvenientes: mi abuela, quien fue la persona que me crió, se preocuparía al enterarse; mi familia podría pensar que estoy en malos pasos, y el Sargento, aunque buena persona, es un tanto arrogante, si le doy la oportunidad de ayudarme, en adelante me lo echará en cara cada vez que tenga oportunidad.
Decido tomar la opción dos: no ser culpable de ningún delito me fortalece anímicamente. El atajo, aunque conveniente, sería costoso a la postre.

8.00 pm. Aproximadamente.
Abren la puerta de la celda. El sonido de metales chocando entre sí me recuerda, abruptamente, que estoy en uno de los peores lugares a los que puede uno caer por los motivos más sorprendentes que pueda alguien imaginar.
Pronuncian el nombre del otro detenido y el mío. Creo que ahora sí entraron en razón y me van a dejar ir, pero me equivoco, solo nos van a trasladar a otro lugar.
Me temo que esto va a durar más de lo debido por el rumbo que están tomando las cosas, y por las mentiras acomodadas e infamantes de la policía, a la que no le interesa si el que sale perjudicado es un inocente, se me va perdiendo la confianza que tenía en ellos.

9.00 pm. Aproximadamente.
Llegamos al barrio Restrepo ––recién comprendo que nos llevan al lugar que todos temen, ya que de aquí reparten a los detenidos a las diferentes cárceles de la ciudad––, y nos internan en los oscuros pasillos de la Comisaría, rumbo a la celda del lugar que es mucho más grande y en la que han metido un sinnúmero de personas de la más variada estirpe. Lo único que no cambia es el mal olor y la suciedad; tengo la  impresión de que todas las prisiones del mundo… apestan.

Lunes, 1.30 am. Aproximadamente.
El frío, proveniente de las paredes y del piso de cemento, se impregna a mi cuerpo impidiéndome dormir.
Miro a mi alrededor ayudado por los reflectores externos, y veo un montón de gente apiñada. Me pregunto cuál fue la ruta que los llevó a esta situación tan dramática.    
Algunos, como yo, están tiritando. Los únicos que parecen dormir plácidamente son los chicos de la calle, quienes están acostumbrados a conciliar el sueño entrelazando sus cuerpos para abrigarse mutuamente: el ingenio que da la necesidad.
Con una ira creciente ante la injusticia, pero con un aliciente tonto de estar viviendo una aventura juvenil, sonrío incongruentemente porque todo esto me parece absurdo.
Repentinamente pronuncian mi nombre y el del otro detenido. Pienso rápidamente que ahora sí me van a dejar libre, y me pregunto cómo voy a hacer para llegar a mi domicilio. Lo más seguro es que los dueños de casa no quieran dejarme entrar a esa hora, y tal vez a ninguna otra.
Cuando salimos, vemos que los que nos esperan son los detectives de la policía que vienen por nosotros; no puedo creer que la cosa se esté poniendo tan fea. Me da la impresión de estarme hundiendo sin remedio.
Nos suben a una camioneta con lunas polarizadas, nos vendan, y comienza un ‘’paseo’’ que dura horas por las calles frías y silenciosas de la ciudad.
Nos intimidan con amenazas, golpes e improperios irreproducibles. En ese momento recuerdo las palabras que tanto repite mi abuela: “el que nada debe, nada teme”, y me aferro a ellas como a una tabla salvadora. Este pensamiento me tranquiliza, aunque claro, siempre se puede decir que un sospechoso, en un arranque de locura, casi logra quitar el arma al policía y en esas circunstancias el fulano perdió la vida. Con mayor razón mantengo la calma.

4.00 am. Aproximadamente.
Después de recorrer las desoladas calles de Bogotá, los detectives nos llevan a un paraje solitario a las afueras de la ciudad, y sacan sus armas apuntándonos a la cabeza. El otro solloza, pide clemencia seguro que éste es su último día en la tierra.
Suenan dos disparos. Ahora no solloza… llora desconsoladamente, y comienza a decir que si bien él no participó en el robo, sabe bien quién lo hizo. Proporciona algunos nombres y direcciones; canta todo. Entre tanto, otro detective toma nota rápidamente, iluminado con la luz de los faros del auto.

5.00 am. Aproximadamente.
Regresamos del ‘’paseo’’. Hacen una parada en el cuartel de la policía de investigaciones, y luego nos regresan a la comisaría; respiro con tranquilidad: ahora ya estoy seguro de salir bien de ésta.
Sin decir una palabra Antonio se acurruca en una esquina. Debe estar pensando en las represalias que tendrá que soportar por parte de sus cómplices por su traición, y por el tiempo que tendrá que pasar en la cárcel.

7.00 am.
Ahora sí me llaman para darme libertad. Extrañamente no detienen al “cantor”.
Estamos cansados, con frío, con sueño, pero eso no es impedimento para que un policía nos avise que antes de salir tenemos que lavar todos los baños, lo que me parece absurdo.
Le explico que sin ser culpable de ningún robo, me han tratado como a un delincuente, me han golpeado y amenazado de muerte, y han roto mis pertenencias… ¿y encima quiere que lave los baños?
Me deja ir. De todos modos pienso que la cosa pudo haber sido peor. Si los delincuentes le hubiesen hecho algún daño a la niña, serían muchos los años que tendrían que haber transcurrido para demostrar mi inocencia, como seguramente habrá pasado muchas veces. Además hay otra cosa: si los delincuentes me hubiesen sorprendido en la habitación, podrían haber atentado contra mí para silenciarme; nunca se sabe cómo reaccionará un delincuente en una situación tensa y peligrosa, con la adrenalina corriendo por sus venas y enajenado por la acción de las drogas.

8.00 am.
Regreso a la casa de donde fui sacado a empellones, acusado injustamente de complicidad en el robo.
La sorpresa de los dueños es mayúscula al verme libre; no comprenden cómo es posible que me hayan liberado tan pronto.
Opto por no decirles nada de lo ocurrido para evitar meterme en más problemas, y salgo en busca de otra habitación.
Ese lunes, a la noche, asistí a clases y conté a mis compañeros más cercanos lo sucedido el día anterior… nadie quiso creerme.

Año Nuevo


Paul Fernando Morillo

Estados Unidos
Mi familia se fue al interior a celebrar las fiestas de fin de año, así que aquí estoy yo solo otra vez; como todos los años, me acompañan esta maldita soledad, la botella y mi pistola. No me queda de otra, esta vez estoy dispuesto a jalar el gatillo, o como le llamen a este artilugio. Esta vez no fallo, el viaje está dispuesto. Estoy escribiendo una nota en la computadora, lo usual. Tomo la pistola, la acaricio como a la mano fina de la muerte que me sonríe, la maldita indiferencia dentro de mí me mata. Es peor que el tiro que me volará los sesos, entonces me doy cuenta que ya he probado la muerte. Tomo la soledad en mis brazos, salgo al patio, el frío es brutal, las estrellas incomparables, esperando. Ubico la botella a trescientos pasos, pongo la pistola en mis sienes, el cañón está helado, apunto a la botella, jalo el gatillo, un placer de conclusión sube por mi brazo, la botella estalla. Me siento a esperar el año nuevo allí mismo en el frío y bajo las estrellas. El próximo año me iré con mi familia al interior.


martes, 4 de febrero de 2014

Ascesis



Viviana Ibrahim
Argentina

Sentado sobre los escombros amaneció Leonid.
Había pasado horas eternas frente al fuego, viendo arder en la hoguera su vida entera. La noche fue testigo de su furia, de su llanto, de sus gritos, de la ira desplegada contra su Dios; pero lentamente, muy lentamente, su cuerpo cedió agotado ante el fracaso de intentar atemperar la opresión.
Sus ojos fijos en el espanto no lo dejaban partir, quería al menos, llevar consigo las imágenes de lo que fue. Ahora, con las manos cubiertas de hollín, la ropa rasgada, bañado en sudor, tieso, absorto batallaba contra los remolinos de cenizas, que girando al compás del viento, envolvían su cuerpo con la insistencia de perpetuar en él, el olor que adquiere la pérdida.
El sol comenzaba a vislumbrarse en el cielo, límpido, calmo, abrazador. El sonido algo lejano de voces, de puertas que se abren, de persianas que se levantan, de motores en marcha, le anunciaban que en algún lugar y para otros, la vida continuaba. ¿Cómo podía ser? Ecos anónimos, cada vez más cercanos, amenazaban la intimidad de su acto, ¡¿es que nadie ve?!
Instintivamente se tapó los oídos; sentía en las entrañas la necesidad salvaje de aferrarse a las cenizas, de unirse a ellas, de fusionarse, de hacerse Uno con ese resto... huella de su obra, su arte, sus sueños, su ser. Sin detenerse a pensar en lo que hacía, se arrodilló y comenzó a levantar del suelo los vestigios de su pasión. Mientras guardaba sus reliquias, en una pequeña caja de pinceles sobreviviente del desastre, desesperado, loco, se descalzó. Corridas, bullicio, carcajadas... como si al verlo tomaran cuerpo los fantasmas, nadie se detuvo, nadie le habló.
Embebido en su aflicción caminó entre las ruinas apenas ardientes, se untó la frente, el pecho, el corazón y continuó con la prisa de aquél que teme que se le arrebate hasta el dolor.
Un lamento se alzó a los cielos, le tendió la mano, lo envolvió...
Leonid se detuvo. No la vio cuando llegó.
Allí estaba ella, pálida, vestida de azul, con su largo cabello suelto, de pie en las heridas de la destrucción. Abrazada a un violonchelo ofició el responso, embriagando el aire de sonidos condolientes.
Íntimos en la oscuridad de los lamentos, ella permaneció con los ojos entrecerrados hasta el último instante y él, en silencio, juntó las cenizas de su alma y al fin partió.

lunes, 3 de febrero de 2014

En el Parque

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Deanna Albano


Caracas, Venezuela

Ya había escampado. El cielo estaba despejado de nubes y un arco iris  destacaba en el horizonte. Los pájaros gorjeaban, saltando entre las ramas de los frondosos árboles.
Rosita limpió cuidadosamente el banco donde se iba a sentar. Al poner especial cuidado en vestirse, armonizó  una blusa blanca de encajes  con la falda de pequeñas flores; unas  primorosas zapatillas rojas  completaban su atuendo, lo que le daba un aspecto juvenil.  Había escogido una de sus novelas de amor, que tanto le gustaban, para leer cómodamente, debajo de la sombra generosa de su árbol preferido: una hermosa ceiba. Una brisa fresca acariciaba su cuerpo.
Rosita  no conoció el almíbar del amor, por dedicar todo su tiempo al trabajo de maestra y al cuidado de sus tres sobrinos, hijos de su hermana, muerta prematuramente. Ahora jubilada y los chicos más grandes, dedicaba las tardes a leer sus libros favoritos en el parque.
Estaba entretenida con los paisajes amorosos de la novela, cuando al levantar la mirada observó del otro lado del camino a un joven moreno, alto, de anchos y musculosos brazos, una franela azul muy pegada a su cuerpo destacaba sus pectorales  que parecían querer salir de la franela. Un blue jean azul muy ajustado marcaba su cuerpo. Notó sus zapatos de goma, muy limpios, parecían nuevos.
El joven la estaba observando fijamente. Poco a poco se fue acercando a ella mirándola a los ojos. Rosita no podía despegar  su vista del joven, quien sin decir nada, se sentó a su lado y siempre mirándola le agarró una mano y fue besando primero los dedos, uno a uno, con extremada delicadeza, con lentitud, luego la palma. Pequeños y húmedos besos que la turbaron.  Luego besos fogosos recorrieron su cuello, su oreja.
Un  fuego ardiente recorrió el cuerpo de Rosita, quien estremecida de placer, y ebria de felicidad, se deslizó un poco en el banco, sus piernas se entreabrieron, cuando oyó una voz desde lo lejos.
Rosita sorprendida abrió los ojos, sólo un policía estaba a su lado preguntando:
 —Señora, señora, ¿se siente mal?