Jaime Aldana
Reyes
Perú
10.30 am.
Tengo dieciocho años de edad, y vivo solo desde hace
dos; mi anhelo de enfrentarme al mundo para comprobar si en efecto era capaz de
sobrevivir, y un conflicto con mi padre, me llevaron a salir de casa antes de
tiempo.
Como es domingo, me quedo en la cama un poco más,
porque los agitados días de entre semana me dejan sin tiempo para amodorrarme
como quisiera.
Mi vida transcurre entre el colegio Jorge Gaitán
Cortés ––donde termino de noche mi educación secundaria––, dar algunas clases
de matemáticas a muchachos de educación media o primaria ––que no han notado
que los números sólo son una oportunidad de divertirse y tener la satisfacción
final de hallar las respuestas––, y escribir poemas que luego vendo en los
teatros y parques de la ciudad, con el fin de aumentar los ingresos que
necesito para mis gastos personales, y para pagar el alquiler de un cuarto en
una casa de familia, en la que llevo dos meses viviendo.
La casa está ubicada al sur de la ciudad de Bogotá, y
cuenta con un jardín interior, varios cuartos alquilados, y un departamento en
la parte frontal donde viven los dueños del predio, con sus hijos: Rocío de
siete años de edad y Carlos de nueve.
La habitación que ocupo es amplia, pero las duchas
están como a quince metros de distancia, lo que hace que regrese tiritando cada
vez que me doy un duchazo.
Lo que me gusta de llegar a mí habitación cada noche ––pese
a que nadie me espera––, es el aroma a limón que expele el jabón que uso
diariamente.
11.15 am. Aproximadamente
Después de ducharme entro al cuarto, subo el volumen
de la música como para estar a tono con este esplendoroso sol matinal, y me
dedico a afeitar los incipientes vellos de mi cara cuasi lampiña, en un
lavamanos dispuesto para tal fin.
11.20 am. Aproximadamente
Un estruendo me saca del ensimismamiento en el que me
encontraba; ni bien me vuelvo, veo estupefacto cómo unos diez policías
––algunos uniformados y otros de civil––, han pateado la puerta de madera que
no opuso mayor resistencia, y ahora ingresan violentamente como si fuera un
escuadrón de asalto en busca de secuestradores. Solo que en vez de hombres
armados y decididos a defender el fortín, ven a un sujeto paralizado por la
abrupta intromisión, y con una toalla amarrada a la cintura por toda ropa.
Varios pares de ojos miran por todas partes; las manos
se aferran a las armas; los dedos se crispan sobre los gatillos; todos están
listos a batirse a balazos contra un enemigo que no ven por ningún lado. En sus
ojos puedo ver la cólera y la frustración al comprobar que, una vez más han
llegado demasiado tarde.
Ahora ingresan todos atropelladamente a la habitación
apuntándome con sus armas. Todo es confusión; en vez de calmarse y estar
avergonzados por haber violado la privacidad de un ciudadano, gritan
desaforados; pienso que todavía la adrenalina corre por sus venas,
impidiéndoles notar que el operativo ha terminado ya, y sin bajas del lado
enemigo, al menos por ahora.
Repentinamente un policía ordena:
––¡Péguenle un tiro! ––¿A mí?, pienso aterrado… ¿Pero
qué hice y por qué no me acuerdo?
––¡Aunque sea
en una pierna, pero péguenle un tiro! ––sí, la cosa es conmigo. Entonces cierro
fuertemente los ojos esperando el estallido, pero nadie se atreve a disparar;
frente a ellos hay un tipo flaco hasta los huesos, desarmado y con una toalla
en la cintura, que parece necesitar vitaminas y alimento urgente, no un balazo.
Mientras espero el momento en que entrarán en razón y
me ofrecerán disculpas por el tremendo susto que me han hecho pasar, un
uniformado me pone las esposas, y otros se dedican a rebuscar entre las pocas
pertenencias que tengo: tiran por el suelo el escaparate de los libros,
desbaratan la cama en cuestión de segundos, y rompen contra el suelo el radio
despertador; no sé qué cosa están buscando y no me atrevo a preguntar. El que
parece ser el jefe me ordena con improperios que me vista. Al ver mi cara de
sorpresa me suelta las esposas para que me vista, y vuelve a colocármelas un
instante después.
No entiendo nada. Todo ha ocurrido de un modo
vertiginoso sin que alguien se hubiese tomado la molestia de explicarme la
causa de la violenta intromisión.
Aprovecho el instante de calma para preguntar:
––¿Me pueden decir por qué me detienen?
El policía que me ha colocado las esposas me mira con
desprecio, como si yo hubiese cometido un crimen atroz, o fuese el enemigo
público número uno del país, y no me dice nada. Debe pensar que no merezco una
respuesta.
11.40 am. Aproximadamente.
Me sacan esposado. Una multitud se agolpa en torno a
la casa; la curiosidad los aguijonea. Me miran con reproche. Algunos aplauden
la efectividad de la policía.
Dos policías me conducen a la radio patrulla, ante
esas miradas acusadoras y enervadas que se dirigen en mí contra; es fácil
adivinar que ya me han juzgado de antemano sin saber si soy culpable de algo.
La gente comienza a gritarme de todo:
––¡Choro!
––¡Ladrón!
––¡Animal! ––qué culpa tendrán los pobres animales.
––¡Miren la cara de ratero que tiene! ––en eso sí
tienen razón.
––¡Vago! ––ya se van acercando a la verdad.
Alguien grita:
––¡Asesino! ––eso sí fue demasiado.
Mil interrogantes rondan mi cabeza. Le pregunto a un
policía qué fue lo que pasó para que me traten de esa forma, y por qué la gente
grita de ese modo.
Me mira unos segundos en silencio. Incrédulo y con
sorna me dice que no me haga el zonzo. Que ni bien pisemos la comisaría tendré
que “cantar” a las buenas o a las malas. Prefiero no decir nada más durante el
trayecto. Los policías siguen exaltados, pero nadie me golpea.
Dentro de la patrulla, y esposado como un delincuente,
se hace más patente el feo sentimiento de haber perdido la libertad; tal vez lo
único valioso que poseo.
12.30 pm. Aproximadamente.
Apenas llegamos a la comisaría me quitan las esposas y
me arrojan a un pequeño y maloliente calabozo.
Me entero que han apresado a otra persona por el mismo
caso que a mí. Se llama Antonio. Hablo con él. Es un sujeto flaco, incluso más
flaco que yo, que ya es mucho decir. Su rostro muestra los estragos que le ha
ocasionado el abuso a las drogas. Debe tener como veinticinco años de edad. Por
él sé que la trifulca se debe a que robaron la casa donde vivo, tal vez
mientras me daba el duchazo.
Me informo también que la policía está pensando que
soy socio de los asaltantes, abriéndoles la puerta para que entraran a robar a
su antojo; el razonamiento es equivocado: si fuera cómplice, no me quedaría a
bañarme tranquilamente, a la espera de la segura golpiza policial…
3.30 pm.
Me hacen entrar a una oficina donde hay un reloj que
me recuerda que todavía no desayuno.
El comisario comienza con el interrogatorio. A su
lado, y frente a una máquina de escribir, un policía transcribe todo lo que
tengo que decir.
––¿Por qué se encontraba debajo de la cama cuando
llegó la policía? ––me pregunta muy serio.
––¿Debajo de la cama? ––Pregunto a mi vez–– yo me
encontraba frente a un espejo afeitándome, señor. Acababa de salir de la ducha.
––Los policías que lo detuvieron afirman que usted se
encontraba debajo de la cama ––temblando de miedo, sin duda––, y que se vieron
obligados a sacarlo a palos como pudieron.
Me dan ganas de reír pero no es el momento indicado.
En cambio me mantengo tranquilo y le pregunto con cortesía calculada para que
no se exalte:
––¿Sería tan amable de hacer pasar a los policías que
dicen eso para que lo repitan en mi presencia?
––¡Responda sí o no a la pregunta! ––grita.
––No.
––¿Qué hacía Usted en esa casa?
––Ahí vivo, en un cuarto alquilado. ¿Me puede decir
por qué me han detenido?
––Por desacato a la autoridad y resistencia al
arresto.
Guardo silencio; ya no me quedan argumentos para contradecirlo,
y sospecho que de nada valdrían. El interrogador continúa:
––¡Dígame de una vez dónde están las cosas robadas!
––No sé. Ni siquiera sabía que habían robado algo ––respondo.
––¡No me diga que no conoce los hechos! ––guardo otra
vez silencio, creo que es inútil decirle que no los conozco.
––¡Responda!
––No, señor, no los conozco.
––¿Entonces que hacía usted en esa casa?
––Le repito que yo vivo ahí. Me acababa de ba…
––¿Estando usted ahí no escuchó nada? ¿Cree que soy
tonto o qué? ––me interrumpe.
––No, señor.
––¿En qué momento abrió la puerta?
––Yo no abrí la puerta.
––¿Conoce al otro que está en la celda?
––No, señor.
––¿Entonces no sabe nada? ––guardo una vez más
silencio.
––¿Por qué cree que no robaron en su cuarto? ––me
pregunta mirándome fijamente.
––No sé. Solo quiero saber por qué han destruido mis
pertenencias, y si me van a pagar los daños. Yo soy inocente; no sé por qué me
han arrestado ––hace una seña como para dar fin al interrogatorio, y ordena me
lleven de vuelta a la pestilente celda.
4.50 pm. Aproximadamente.
Llega un policía a preguntar por mí. Creo que me van a
dejar libre pero no es así, son los dueños de la casa. Quieren hablar conmigo.
Están visiblemente acongojados por lo sucedido.
––Nos han robado todo ––me cuentan––. Nosotros
habíamos salido al mercado, y dejamos a los niños en la casa. Cuando
regresamos, Carlitos no estaba. La policía nos contó que encontraron a Rocío
amarrada y amordazada dentro del baño ––la señora rompió a llorar siendo
consolada por su esposo, y luego continuó––. Gracias a Dios no le hicieron nada
a la niña ––respiré aliviado––, pero estábamos aterrorizados porque no sabíamos
dónde estaba Carlitos. Minutos después apareció, estaba con un amigo. Si Usted nos dice dónde están las cosas,
retiraremos la denuncia ––me piden finalmente.
––Lo siento mucho, pero yo no sé nada. Ya han visto
que yo estudio de noche y hago algunos trabajos de día, pero ratero no soy.
––Sí, pero como Usted solo lleva dos meses en la casa,
no estamos seguros de nada.
––Entiendo ––en realidad no entendía nada––, ¿ya le
han preguntado a la niña? Tal vez fue ella la que abrió la puerta a los
rateros.
No dicen nada más y se van. Hacen igual que los
policías: no me escuchan.
De vuelta a la celda tengo tiempo de pensar en todo
esto. Para mí el robo lo hizo alguien que estuvo hospedado en la casa, tenía un
duplicado de la llave, estudió el mejor momento y entró con sus compinches. De
todas formas la cosa ya está hecha y yo me encuentro en un verdadero aprieto.
Salidas tengo dos: recurrir a un tío político que es
Sargento Mayor de la Policía para que me saque inmediatamente del trance, solo
que eso tiene varios inconvenientes: mi abuela, quien fue la persona que me
crió, se preocuparía al enterarse; mi familia podría pensar que estoy en malos
pasos, y el Sargento, aunque buena persona, es un tanto arrogante, si le doy la
oportunidad de ayudarme, en adelante me lo echará en cara cada vez que tenga
oportunidad.
Decido tomar la opción dos: no ser culpable de ningún
delito me fortalece anímicamente. El atajo, aunque conveniente, sería costoso a
la postre.
8.00 pm. Aproximadamente.
Abren la puerta de la celda. El sonido de metales
chocando entre sí me recuerda, abruptamente, que estoy en uno de los peores
lugares a los que puede uno caer por los motivos más sorprendentes que pueda
alguien imaginar.
Pronuncian el nombre del otro detenido y el mío. Creo
que ahora sí entraron en razón y me van a dejar ir, pero me equivoco, solo nos
van a trasladar a otro lugar.
Me temo que esto va a durar más de lo debido por el
rumbo que están tomando las cosas, y por las mentiras acomodadas e infamantes
de la policía, a la que no le interesa si el que sale perjudicado es un
inocente, se me va perdiendo la confianza que tenía en ellos.
9.00 pm. Aproximadamente.
Llegamos al barrio Restrepo ––recién comprendo que nos
llevan al lugar que todos temen, ya que de aquí reparten a los detenidos a las
diferentes cárceles de la ciudad––, y nos internan en los oscuros pasillos de
la Comisaría, rumbo a la celda del lugar que es mucho más grande y en la que
han metido un sinnúmero de personas de la más variada estirpe. Lo único que no
cambia es el mal olor y la suciedad; tengo la
impresión de que todas las prisiones del mundo… apestan.
Lunes, 1.30 am. Aproximadamente.
El frío, proveniente de las paredes y del piso de
cemento, se impregna a mi cuerpo impidiéndome dormir.
Miro a mi alrededor ayudado por los reflectores
externos, y veo un montón de gente apiñada. Me pregunto cuál fue la ruta que
los llevó a esta situación tan dramática.
Algunos, como yo, están tiritando. Los únicos que
parecen dormir plácidamente son los chicos de la calle, quienes están
acostumbrados a conciliar el sueño entrelazando sus cuerpos para abrigarse
mutuamente: el ingenio que da la necesidad.
Con una ira creciente ante la injusticia, pero con un
aliciente tonto de estar viviendo una aventura juvenil, sonrío
incongruentemente porque todo esto me parece absurdo.
Repentinamente pronuncian mi nombre y el del otro
detenido. Pienso rápidamente que ahora sí me van a dejar libre, y me pregunto
cómo voy a hacer para llegar a mi domicilio. Lo más seguro es que los dueños de
casa no quieran dejarme entrar a esa hora, y tal vez a ninguna otra.
Cuando salimos, vemos que los que nos esperan son los
detectives de la policía que vienen por nosotros; no puedo creer que la cosa se
esté poniendo tan fea. Me da la impresión de estarme hundiendo sin remedio.
Nos suben a una camioneta con lunas polarizadas, nos
vendan, y comienza un ‘’paseo’’ que dura horas por las calles frías y
silenciosas de la ciudad.
Nos intimidan con amenazas, golpes e improperios
irreproducibles. En ese momento recuerdo las palabras que tanto repite mi
abuela: “el que nada debe, nada teme”, y me aferro a ellas como a una tabla
salvadora. Este pensamiento me tranquiliza, aunque claro, siempre se puede
decir que un sospechoso, en un arranque de locura, casi logra quitar el arma al
policía y en esas circunstancias el fulano perdió la vida. Con mayor razón
mantengo la calma.
4.00 am. Aproximadamente.
Después de recorrer las desoladas calles de Bogotá,
los detectives nos llevan a un paraje solitario a las afueras de la ciudad, y
sacan sus armas apuntándonos a la cabeza. El otro solloza, pide clemencia
seguro que éste es su último día en la tierra.
Suenan dos disparos. Ahora no solloza… llora
desconsoladamente, y comienza a decir que si bien él no participó en el robo,
sabe bien quién lo hizo. Proporciona algunos nombres y direcciones; canta todo.
Entre tanto, otro detective toma nota rápidamente, iluminado con la luz de los
faros del auto.
5.00 am. Aproximadamente.
Regresamos del ‘’paseo’’. Hacen una parada en el
cuartel de la policía de investigaciones, y luego nos regresan a la comisaría;
respiro con tranquilidad: ahora ya estoy seguro de salir bien de ésta.
Sin decir una palabra Antonio se acurruca en una
esquina. Debe estar pensando en las represalias que tendrá que soportar por
parte de sus cómplices por su traición, y por el tiempo que tendrá que pasar en
la cárcel.
7.00 am.
Ahora sí me llaman para darme libertad. Extrañamente
no detienen al “cantor”.
Estamos cansados, con frío, con sueño, pero eso no es
impedimento para que un policía nos avise que antes de salir tenemos que lavar
todos los baños, lo que me parece absurdo.
Le explico que sin ser culpable de ningún robo, me han
tratado como a un delincuente, me han golpeado y amenazado de muerte, y han
roto mis pertenencias… ¿y encima quiere que lave los baños?
Me deja ir. De todos modos pienso que la cosa pudo
haber sido peor. Si los delincuentes le hubiesen hecho algún daño a la niña,
serían muchos los años que tendrían que haber transcurrido para demostrar mi
inocencia, como seguramente habrá pasado muchas veces. Además hay otra cosa: si
los delincuentes me hubiesen sorprendido en la habitación, podrían haber
atentado contra mí para silenciarme; nunca se sabe cómo reaccionará un
delincuente en una situación tensa y peligrosa, con la adrenalina corriendo por
sus venas y enajenado por la acción de las drogas.
8.00 am.
Regreso a la casa de donde fui sacado a empellones,
acusado injustamente de complicidad en el robo.
La sorpresa de los dueños es mayúscula al verme libre;
no comprenden cómo es posible que me hayan liberado tan pronto.
Opto por no decirles nada de lo ocurrido para evitar
meterme en más problemas, y salgo en busca de otra habitación.
Ese lunes, a la noche, asistí a clases y conté a mis
compañeros más cercanos lo sucedido el día anterior… nadie quiso creerme.