Lluvia
Silvia Alicia Balbuena
Argentina
Lentamente
el transatlántico se alejaba de Río de Janeiro. La ciudad se iba desdibujando
en una bola de smog y otra vez el mar inmenso era nuestro horizonte. Acodadas
las tres en la baranda de cubierta, veíamos esa imagen empequeñecerse y
empezábamos a soñar con los nuevos destinos del crucero.
Me levanté temprano, desde los salones donde
desayunábamos, vi por los amplios ventanales, una sinfonía de grises. Gris
encrespado el mar, apenas una línea gris el lejano horizonte, gris el cielo sin
sol, sin nubes, sin pedacitos celestes queriendo ganarlo, sin arcos iris.
El Enrico ya estaba fondeado, el muelle de desembarco
colgaba desafiante y los lanchones esperaban listos. Sentí pena por un día tan
gris.
Expectantes, descendimos al muelle, subimos a
una lancha, navegamos en un mar que se adivinaba turquesa debajo del gris.
Desembarcamos en el pequeño Puerto de Angas do Reis. Liliana había llevado el
paraguas y junto a Beatriz, se refugiaron bajo su copa de la persistente
llovizna que no quería darnos tregua. Yo preferí mojarme. Sentía sobre mi
cuerpo que la lluvia era una bendición. A mis cuarenta años estaba vacía, terminada;
había decidido el viaje con mis amigas de la infancia después de los dolorosos
momentos de la enfermedad de Norberto, mi viudez, la ida de los chicos a
comenzar con su nueva vida. Y quería tragarme todo, para aliviar la soledad,
pintarme nuevos paisajes, dibujarme nuevos horizontes, purificar mi alma.
La ciudad se nos presentó con toda su carga de
romanticismo. Su aspecto colonial, los adoquines de sus calles, los negocios
anclados en el tiempo, la vegetación verde exuberante, las flores de colorido
refulgente por doquier. La lluvia no podía pintar de gris la exaltación de
todos los sentidos que se nos abrían paseando por el lugar, escudriñando sus
rincones, saltando muros o trepando subidas.
Yo estaba empapada. Caí en la cuenta que mi
amplia falda dibujaba mis muslos, se me metía en mis huecos resaltando mis
zonas femeninas, mis pezones se marcaban furiosos a través del vestido mojado.
Mi cabello goteaba piedras transparentes que podían nublar mi vista o dar sabor
a mis labios. Era hora de refugiarme bajo el paraguas.
Como
era la más alta de las tres, tomé su mango y me ubiqué en el medio.
Recorrimos,
caminando y dando brincos, las calles empedradas del centro mientras cantábamos
tangos, esos bien nuestros, untuosos, del arrabal, de lamentos y amores
enloquecidos.
Esa
imagen de las tres bajo un paraguas con la lluvia acompasada dando ritmos a
nuestras voces de tangos, es una de esas delicias que bebí y atesoré en mi ser,
no sabía que para siempre, tampoco sabía la historia que me esperaba.
Él
apareció de frente, de la mano de una muchacha. Me pareció que lo conocía de
verlo en las cenas. Me clavó con lascivia su mirada transparente. Me sentí
desnuda. Tal vez estaba desnuda mi alma. Tal vez mi cuerpo estaba desnudo con
el vestido empapado pegado a mi piel. Yo también le clavé mi mirada, no sé por
qué. Buscando un refugio para saber que estaba viva, provocándome sensaciones
que me había ocultado, desafiando su mirada para decirle que no me importaba
sentirme desnuda. Ahora pienso que un poco de cada cosa, y sobre todo atraída
por su magnetismo. Me pareció que mis células eran esas limaduras de hierro de
las clases de Física, que se mueven al influjo del imán que se les acerca y
dibujan espectros magnéticos. Toda yo me encrespé, él fue el imán, yo el hierro.
Por
la tarde, la sinfonía de grises no cesaba. Nos acercaron en la lancha,
refugiadas bajo las lonas de su techo, a una isla privada. ¡Qué ensueño! Calma,
vegetación, aves. Por un rato unos rayos de sol se escaparon, pintaron de
turquesa las aguas cálidas y vistieron de arcos iris por doquier el paisaje. Me
puse a nadar, iba y venía de la cercanía a la lejanía. No sé si me buscó, no sé
si las últimas pequeñas gotas de lluvia que cayeron o los grises tornados a
tímidos colores me lo acercaron, pero nos cruzamos varias veces. Ya no sólo nos
miramos intensamente, con una lejana sonrisa nos besamos. En los labios… en
todos los rincones de nuestra piel… Nuevamente me sentí desnuda y creo que lo
desnudé a él también. Nuevamente me sentí hierro frente al imán. Y me
sonreí:“el magnetismo se ejerce a través de todos los medios”, el agua no pudo
disminuir su acción. Irracionalmente, sentí que la potenció.
Regresamos
al barco en la misma lancha, cuando ya las luces del atardecer se disolvían en
una llovizna que seguía persistente. Las tres abrazadas, cantamos a viva voz
ese tango que es casi un canto de filosofía antropológica, casi nuestro himno Uno busca lleno de esperanzas el camino que
los sueños prometieron a sus ansias…Él volvió a clavarme su mirada
transparente. Yo lo miré dedicándole con dulzura mi decir. Al descender, se
acomodó en el improvisado muelle para darme su mano. Me envolvió con una
sonrisa, me abrasó con su fuego y alcancé a escucharle:
-Me
llamo Simón. Viví su voz como notas musicales en mi oído.
Después
de cenar, Liliana y Beatriz querían ir al teatro del buque y luego al casino.
-Yo
estoy cansada, tomo un trago y me voy a dormir -sabía dentro de mí que un
nombre dicho en mi oído era una cita.
Me
fui al bar más íntimo del crucero, ése de los sillones de cuero de vaca y
mesitas de cristal, con amplios ventanales desde donde se observaba que el
cielo le había ganado a todos los grises y se había agujereado de cientos de
brillantes estrellas, y el mar se había calmado en la plata de la luna.
-Te
invito a un trago ¿Qué te gusta?
-Sólo
un destornillador. En el 444 -y lo miré entregada y provocadora.
Yo subí por el ascensor. Simón por las
escaleras. Estaba poniendo la tarjeta-llave en la puerta, cuando sentí sus dos
manos acariciando mis caderas y su miembro erecto apoyarse en mi cuerpo. Me di
vuelta, con mis labios busqué sus labios, con mis senos su pecho, con mi pubis
su totem. Durante dos horas en mi camarote 444 fuimos un fuego destellante, sin
mesura, sin límites. Un fuego que ardió en su calor, nos consumió en sus
llamas, nos pintó en sus rojos.
No
lo volví a ver. Pero el fuego que supimos encender emergiendo de una lluvia
incesante me dejó cenizas ígneas para resucitar..
Una historia con una sensualidad bien dosificada. Hermoso!
ResponderBorrarCon gran riqueza del idioma y fluidez literaria, Silviali expone con sutiles matices una gama de sentimientos originados en la soledad y el silencio de una viudez temprana que la conduce a explorar el universo turístico de su país,con la descripción de hermosos paisajes que van trasformando su angustia, a la emoción siempre fresca,y renovada de celebrar nuevamente la vida.
ResponderBorrarLos gráciles comentarios provocan desafíos.
ResponderBorrar