Gil Sánchez
México
Después de
cenar sin hablarse, Francisco, fiel a su costumbre, siguió tomando de su copa
que pareciera estar pegada a su mano. A Sofía le molestó en un inicio de su
matrimonio, pero al fin, no era agresivo, pensó, antes al contrario, embriagado
se mantenía callado masticando la nada, sin importarle lo que tenía enfrente.
Ya en la cama, sentada de espaldas, le dijo:
––¿Por qué te
casaste conmigo?
Francisco miró
con cierto desdén sus formas flacas, sobresaliendo los huesos de sus caderas
como llamando, aquí descanso. Se levantó y se sentó en el
sillón, arrimó su copa y se sirvió otro trago. La pregunta ya envejecida de su
mujer, crecía entreverada con el silencio del cuarto. La mujer sin
desesperarse, más inteligente y desdichada, le volvió a repetir:
––¿Por qué te
casaste conmigo?
Callado sin
responder, después de un momento, con voz titubeante y arrastrando sus
palabras, le dijo:
––Por culpa de
tu embarazo, tenía que protegerte.
A partir de esa
noche, Sofía, durmió en el cuarto de su hijo de 5 años. Encima del buró,
acomodó un retrato del chico. En su cabeza, descansaba su conciencia sin culpa
y sin miedo, se dijo para sus adentros. “El
niño es igualito a Roberto”.
Los sentimientos no dichos, con las cosecuencias en la culpa y el velado reproche, en pocas líneas y con un lenguaje justo. Y qué final!
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