viernes, 30 de marzo de 2018

El Jardinero del Cementerio



Alejandro Franco                                                                                  


México

El padre Damián, hasta antes de cumplir los noventa años, infatigablemente procuró y cuidó de su rebaño. Es todo un santo, cuchicheaban las beatas al verlo tomar el sol, sentado en la banca que se halla en la parroquia, a tan solo unos pasos del atrio. Eso lo acostumbraba hacer día con día; pero siempre a la buena hora en que el follaje del sauce llorón le convidaba de su sombra.
Aún se recuerda a los niños corriendo a su encuentro para besar su mano; a cambio, claro, de recibir las golosinas que nunca faltaban en las bolsas de su vieja americana; prenda que por su apariencia, daba la impresión de haberse ido avejentando al compás de la vida del clérigo; tal cual si nunca la hubiese colgado en el perchero.
Cuando el joven padre llegó al pueblo, que más bien se trataba de un caserío, al no existir templo alguno, oficiaba la misa en un galpón propiedad de don Fidencio, quien generosamente cedió una parte del lugar despejándolo de herramientas, sacos de semilla y enseres propios del campo.
Dentro de la improvisada capilla, por demás decir que rústica e iluminada por tragaluces en la techumbre, los días domingo, a la hora de la misa, los olores de la semilla, fertilizantes, lubricantes y combustibles y de la misma congregación, se mezclaban con el aroma dulce del incienso.
El altar ―por llamarlo de ese modo― fue acondicionado con un tablón alabeado, cubierto con un lienzo algo raído. El ajuar sagrado se envolvía con un paño donado por un feligrés, y terminada la eucaristía, era puesto con mucho celo dentro de un cajón de madera, habilidosamente serruchado por el “hazla de todo” del pueblo. En suma, un curato que gracias al Señor, o más bien a don Fidencio, no funcionaba a cielo abierto.
Al padre Damián, le llevó toda una vida lograr su soñada parroquia. El día del feliz término de la misma, todas las campanas se echaron al vuelo: la Gorda, la María y las dos esquilas repicaron a intervalos sin cesar.  Hubo una gran fiesta general en la población; y no podía fallar una apetitosa comilona dispuesta por no pocas matronas del vecindario; con la música de la feria y sus múltiples suertes, el carrusel de caballitos, y el constante estallido de cohetones, amenizaron la algarabía.

Y así como la terminación del templo llenó de júbilo a todo el poblado, la muerte anunciada del padre Damián colmó a todos de un profundísimo dolor.
Fue un sacerdote muy, muy querido; continuamente se le veía visitando enfermos o caminando por las calles saludando a su rebaño, pues era un probado pastor de almas. Hasta sus últimos días se preocupó por cumplir con sus “obligaciones”, como él las llamaba, repartiendo despensas y dinero a los más necesitados; no obstante que hacía más de veinte años de haber sido jubilado.
Aquel suceso de infausta memoria en el que aquel buen hombre entregó su alma al Creador, fue sentido por todos cuantos lo conocían. El féretro fue colocado al pie del altar mayor, para que sus entristecidas ovejas le rindieran tributo y depositaran sus cumplidos.
Al cortejo acudió toda la población para acompañarlo hasta su última morada. Muchísima gente a pie, automóviles y autobuses integraban el doliente séquito. Una lápida provisional con letras grabadas versaba: ¨ Padre Damián Iñiguez Diego. Mantenemos sus restos entre nosotros, su alma ya con Dios está¨
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Pasado algún tiempo, los sepultureros principiaron a darse cuenta ―narrado por ellos mismos― de una actividad extraña en los linderos de la tumba del Padre Damián, dado que a pesar del empeño por conservarla siempre pulcra, por las mañanas en el prado, aparecían ciertas huellas, semejantes a pisadas o pasos; e invariablemente también, un par de ahuecamientos al pie del sepulcro.
Una de esas mañanas en la que el jardinero, cuyo nombre era Pablo, recomponía y anivelaba el césped prensado, molesto por el fastidioso y vano esfuerzo, se impuso a sí mismo la encomienda de vigilar la tumba durante el día, a fin sorprender in fraganti al culpable socarrón causante de las travesuras.
Tal vigilancia resultó inútil, pues ni quien se acercara a la tumba. Pensó entonces en pasarse la noche en vela cerca del sepulcro, para de ese modo, poder estar a la mira de cualquier movimiento sospechoso; y así lo hizo. Muy abrigado abandonó  su casa a las once de la noche y, agazapado tras un ciprés, se dispuso a acechar al granuja o bromista que lo hacía trabajar en balde. En eso se hallaba, cuando de pronto percibió una presencia que pasaba muy cerca de él, exhalando un frío tan intenso y penetrante, que le erizó toda su envoltura; intentó correr, pero el infeliz se  sintió patitieso; igual a como si se hallase enterrado hasta la mitad de su cintura.
La silueta del aparecido se llegó hasta el pie de la tumba del Padre Damián, y allí mismo se dejó caer de hinojos. Por su complexión y vestimenta parecía tratarse de una mujer. La horripilación hacía sudar frío a Pablo, que no osaba hacerse notar ante la presencia. Pasados algunos minutos, la o el aparecido, dio la impresión de santiguarse; acto seguido, se fue desvaneciendo en el vacío de la noche.
Después de haberse recuperado del sobresalto, Pablo se encaminó hacia el fondo del cementerio donde se hallaba su vivienda. Entró y se acostó envolviéndose con la cobija. Estaba helado y empapado a la vez ―no era para menos―; sin poder conciliar el sueño, lo sorprendió la luz del amanecer. Era hora de levantarse para ir a trabajar. Bebió un pocillo de café, cogió sus pocas herramientas, y sin más, salió de la pocilga y se fue directo a la tumba del padre Damián.
No le causó ningún asombro ver las dos depresiones en el césped. Es más, comenzó a asaltarle la idea de repetir la sesión con las ánimas esa misma noche. Muchas veces había escuchado que solo alguno que otro individuo, tiene el privilegio o el halo, o bien es escogido o atraído por los espíritus. Ensimismado como se hallaba en su labor, llegó a convencerse a sí mismo de que él era uno de esos seres privilegiados.
Al filo de la media noche, Pablo se internó en el seno del cementerio. Llegó hasta uno de los mausoleos cercano a la tumba del padre Damián y se sentó a esperar. Una luna llena iluminaba el sendero opuesto. De repente, al final del mismo, de una de las tumbas con brillante verdor, asomó la cabeza de un caballo ―que acabó de surgir por completo― montado por un jinete. El acicateo en sus ijares y la fuetiza en la grupa, hizo que la bestia arrancara a toda velocidad; pero, al llegar al sepulcro del padre Damián, el espectro del jinete rayó al caballo allí mismo; parado en sus cuartos traseros, la bestia relinchaba y resoplaba como si quisiera librarse de su nefasto yugo.
El jinete vestía un gabán y cubría su cabeza con un sombrero de ala ancha. Por un momento, la luz de la luna iluminó parcialmente su rostro descarnado ―parecía sonreír por la falta de parte de sus labios―, en tanto que sus manos huesudas tironeaban la rienda.
Antes de que el jinete desmontara, Pablo tuvo la impresión de que el espectro lo miraba fijamente a través de las cuencas de sus ojos. El espectro descendió del caballo y lo fustigó con el fuete. El animal se alejó a gran velocidad como si huyera del espíritu que lo retenía cautivo, hasta desaparecer al final del sendero. Cuando Pablo volteó a ver a la enigmática silueta, esta se hallaba ya hincada al pie del sepulcro.
Aún no sobrepuesto del terror que todo aquello le infundía y con el temple a punto de flaquearle, concibió la absurda idea de acercarse un poco más al espíritu con la intención de hablarle y mediar con él; pero en contra de sus intenciones como recién iniciado en el esoterismo, pudiendo ya alcanzar a escuchar las murmuraciones que del espíritu se revelaban como gemidos surgidos del purgatorio ―algunas de esas palabras que Pablo logró captar entre siniestros balbuceos― hirieron de tal manera sus oídos de intruso, que cubriéndoselos con sus manos, echó a correr como el maldito que se atrevió a profanar semejante coloquio de ultratumba.
Al final del sendero y a punto de desfallecer por el terror, Pablo volteó a ver para cerciorarse de no ser perseguido, pero ya la sombra se había esfumado en la oquedad de la ausencia y el tiempo.
Aún se sigue creyendo que la bondad y el ánimo de servidumbre tan propios del padre Damián, siguen siendo la causa de que las almas en pena acudan a él en su afán de desahogarse y declarar sus faltas en confesión. Si ello fuese cierto, entonces nos podríamos preguntar: ¿Hasta qué día, el padre Damián podrá al fin descansar y gozar de la paz eterna?
La banca cerca del atrio de la parroquia, fue circundada por una hermosa barandilla metálica y diversas flores alrededor. El césped se mantiene muy esmerado con un letrero que dice:
¨Favor de no pisar el césped¨. No obstante, una que otra mañana, aparecen sobre la carpeta algunas huellas de pasos y oquedades con aires de hinojos humanos.
Curiosamente el jardinero actual, un buen hombre de avanzada edad, a quien ―por alguien de desconocida identidad y oculto impulso―, se le dio por bautizarlo con el nombre ancestral de Pablo; hay que verle para creerlo, vistiendo una americana toda deshilachada y siempre ensimismado en sus labores; mismas que no duran más queg lo necesario. Nadie le ha visto, ni cuando llega, ni cuándo se va; y no suele hablar con nadie…


sábado, 17 de marzo de 2018

La Tía Cachada

Clide Gemiger

Argentina


A tía Vilma le decíamos la tía Cachada. Era tía de mi madre, lo que resultaba sorprendente por la diferencia de estatura: la tía le pasaba como dos cabezas en altura y una cadera en anchura. La falda, tan larga como acampanada, le nacía justo debajo del corpiño, por encima de blusas siempre iguales: blancas y abotonadas hasta la garganta. Invierno y verano se bañaba todos los días; se esparcía una colonia de rosas que cortaba la respiración y ajustaba su cabellera en un rodete liso como los fideos que amasaba todos los domingos.
Le decíamos Cachada (a escondidas y entre los primos) porque toda su vajilla estaba averiada en algún rincón: tazas azules, verdes y marrones; platos con dibujos de flores, frutas o bailarinas en un jardín; bandeja de lata y jarra con forma de pato picudo... todo, todo con alguna saltadura o abollón. Las señoras ricas compensaban la blancura extra en las sábanas con vajilla averiada. Tía Vilma había recibido los premios con sonrisa de medialuna y un sinnúmero de bendiciones para sus "patrones". Orgullosa le mostraba a mi madre un tenedor al que le faltaba un diente o una cuchilla sin mango; le contaba sobre el viaje que le había tocado en barco, desde Inglaterra, a las tacitas de bordes dorados. "¡Estuvieron en la mesa de un duque!", exclamaba con orgullo. También relataba que el plato de las bailarinas había sido hecho especialmente para la boda de la bisabuela de "la Madame", a la que le había lavado y almidonado sábanas y manteles por años. Todo tenía historia previa en su mesa multicolor.
Mi hermana y yo nos peleábamos por el plato de las bailarinas con vestidos transparentes. ¿Quién lo tuvo el último domingo?, preguntaba la tía y cuando como en un dueto con mi hermana gritábamos ¡ella!, en medio de una carcajada de dientes amarillos, colocaba arbitrariamente el plato delante de la que a su juicio se lo merecía.
Con mi hermana convertíamos los fideos en largos cabellos para las bailarinas o nubes sobre sus cabezas o cortinados ondulantes. ¡Coman antes de que se enfríe!, decía mi madre, indiferente a nuestra creatividad. Pero la tía se nos quedaba mirando, risueña, con cara de asombro ante nuestras ocurrencias. Era una niña más, que no se atrevía a seguirnos el juego por temor a la crítica de mi madre, pero ¡cómo disfrutaba al vernos inventando todos los domingos un nuevo escenario de fideos!
Cuando yo me vaya de este mundo prométanme que van a sortear entre ustedes esta vajilla que tanto amo, repetía la tía. Y nosotras asentíamos, cruzando los dedos para tener la suerte de heredar las bailarinas. Felizmente nuestros primos, todos varones, no entraban en el reparto y tampoco estaban interesados.
La vida de la tía hubiera transcurrido en total paz y cuidado de la vajilla cachada, pero ocurrió algo que cambió todo.
Una mañana en la que la tía regresaba de cobrar la jubilación, unos muchachos la empujaron hacía el interior de su casa, la golpearon y le robaron el dinero que traía y el que fueron descubriendo en distintos rincones de la casa.
A ella parecía no importarle la plata ni los magullones. Lloraba la destrucción de su vajilla, como si se tratara de la muerte de un hijo. El pato descabezado y las bailarinas descuartizadas temblaban entre sus manos. Tanto lloró que le bajó la presión y hubo que llevarla al médico. Regresó achicada, arrastrando los pies, envejecida, mustia. Mi madre ya había limpiado el desastre que habían dejado los ladrones. Los trozos de la vajilla de la tía fueron a parar al cesto de la basura. Nadie se lo mencionó a la tía y ella no preguntó.
Tía Vilma murió poco tiempo después, en silencio. Ni mi madre, ni ella se enteraron de que mi hermana y yo recuperamos los restos de su vajilla y ahora, el plato de las bailarinas, recauchutado con torpeza pero mucho amor, luce en un estante del living, como si se tratara de una pieza de museo. Un mes en casa de mi hermana y otro en la mía... A tía le gustaría.