Alejandro Franco
México
El padre Damián, hasta antes de
cumplir los noventa años, infatigablemente procuró y cuidó de su rebaño. Es
todo un santo, cuchicheaban las beatas al verlo tomar el sol, sentado en la
banca que se halla en la parroquia, a tan solo unos pasos del atrio. Eso lo
acostumbraba hacer día con día; pero siempre a la buena hora en que el follaje
del sauce llorón le convidaba de su sombra.
Aún se recuerda a los niños corriendo
a su encuentro para besar su mano; a cambio, claro, de recibir las golosinas
que nunca faltaban en las bolsas de su vieja americana; prenda que por su apariencia,
daba la impresión de haberse ido avejentando al compás de la vida del clérigo;
tal cual si nunca la hubiese colgado en el perchero.
Cuando el joven padre llegó al
pueblo, que más bien se trataba de un caserío, al no existir templo alguno,
oficiaba la misa en un galpón propiedad de don Fidencio, quien generosamente
cedió una parte del lugar despejándolo de herramientas, sacos de semilla y
enseres propios del campo.
Dentro de la improvisada capilla, por
demás decir que rústica e iluminada por tragaluces en la techumbre, los días
domingo, a la hora de la misa, los olores de la semilla, fertilizantes,
lubricantes y combustibles y de la misma congregación, se mezclaban con el
aroma dulce del incienso.
El altar ―por llamarlo de ese modo―
fue acondicionado con un tablón alabeado, cubierto con un lienzo algo raído. El
ajuar sagrado se envolvía con un paño donado por un feligrés, y terminada la
eucaristía, era puesto con mucho celo dentro de un cajón de madera,
habilidosamente serruchado por el “hazla de todo” del pueblo. En suma, un
curato que gracias al Señor, o más bien a don Fidencio, no funcionaba a cielo
abierto.
Al padre Damián,
le llevó toda una vida lograr su soñada parroquia. El día del feliz término de
la misma, todas las campanas se echaron al vuelo: la Gorda, la María y las dos
esquilas repicaron a intervalos sin cesar.
Hubo una gran fiesta general en la población; y no podía fallar una
apetitosa comilona dispuesta por no pocas matronas del vecindario; con la
música de la feria y sus múltiples suertes, el carrusel de caballitos, y el constante
estallido de cohetones, amenizaron la algarabía.
Y así como la terminación del templo llenó
de júbilo a todo el poblado, la muerte anunciada del padre Damián colmó a todos
de un profundísimo dolor.
Fue un sacerdote muy, muy querido;
continuamente se le veía visitando enfermos o caminando por las calles
saludando a su rebaño, pues era un probado pastor de almas. Hasta sus últimos
días se preocupó por cumplir con sus “obligaciones”, como él las llamaba,
repartiendo despensas y dinero a los más necesitados; no obstante que hacía más
de veinte años de haber sido jubilado.
Aquel suceso de infausta memoria en
el que aquel buen hombre entregó su alma al Creador, fue sentido por todos
cuantos lo conocían. El féretro fue colocado al pie del altar mayor, para que
sus entristecidas ovejas le rindieran tributo y depositaran sus cumplidos.
Al cortejo acudió toda la población para acompañarlo
hasta su última morada. Muchísima gente a pie, automóviles y autobuses
integraban el doliente séquito. Una lápida provisional con letras grabadas
versaba: ¨
Padre Damián Iñiguez Diego. Mantenemos sus restos
entre nosotros, su alma ya con Dios está¨
-->
Pasado algún tiempo, los sepultureros principiaron a
darse cuenta ―narrado por ellos mismos― de una actividad extraña en los
linderos de la tumba del Padre Damián, dado que a pesar del empeño por conservarla
siempre pulcra, por las mañanas en el prado, aparecían ciertas huellas,
semejantes a pisadas o pasos; e invariablemente también, un par de ahuecamientos
al pie del sepulcro.
Una de esas mañanas en la que el jardinero,
cuyo nombre era Pablo, recomponía y anivelaba el césped prensado, molesto por
el fastidioso y vano esfuerzo, se impuso a sí mismo la encomienda de vigilar la
tumba durante el día, a fin sorprender in fraganti al culpable socarrón
causante de las travesuras.
Tal vigilancia resultó inútil, pues ni
quien se acercara a la tumba. Pensó entonces en pasarse la noche en vela cerca
del sepulcro, para de ese modo, poder estar a la mira de cualquier movimiento
sospechoso; y así lo hizo. Muy abrigado abandonó su casa a las once de la noche y, agazapado
tras un ciprés, se dispuso a acechar al granuja o bromista que lo hacía trabajar
en balde. En eso se hallaba, cuando de pronto percibió una presencia que pasaba
muy cerca de él, exhalando un frío tan intenso y penetrante, que le erizó toda
su envoltura; intentó correr, pero el infeliz se sintió patitieso; igual a como si se hallase enterrado
hasta la mitad de su cintura.
La silueta del aparecido se llegó hasta el
pie de la tumba del Padre Damián, y allí mismo se dejó caer de hinojos. Por su
complexión y vestimenta parecía tratarse de una mujer. La horripilación hacía
sudar frío a Pablo, que no osaba hacerse notar ante la presencia. Pasados
algunos minutos, la o el aparecido, dio la impresión de santiguarse; acto
seguido, se fue desvaneciendo en el vacío de la noche.
Después de haberse recuperado del sobresalto,
Pablo se encaminó hacia el fondo del cementerio donde se hallaba su vivienda.
Entró y se acostó envolviéndose con la cobija. Estaba helado y empapado a la
vez ―no era para menos―; sin poder conciliar el sueño, lo sorprendió la luz del
amanecer. Era hora de levantarse para ir a trabajar. Bebió un pocillo de café,
cogió sus pocas herramientas, y sin más, salió de la pocilga y se fue directo a
la tumba del padre Damián.
No le causó ningún asombro ver las dos
depresiones en el césped. Es más, comenzó a asaltarle la idea de repetir la
sesión con las ánimas esa misma noche. Muchas veces había escuchado que solo
alguno que otro individuo, tiene el privilegio o el halo, o bien es escogido o
atraído por los espíritus. Ensimismado como se hallaba en su labor, llegó a
convencerse a sí mismo de que él era uno de esos seres privilegiados.
Al filo de la media noche, Pablo se internó
en el seno del cementerio. Llegó hasta uno de los mausoleos cercano a la tumba
del padre Damián y se sentó a esperar. Una luna llena iluminaba el sendero opuesto.
De repente, al final del mismo, de una de las tumbas con brillante verdor,
asomó la cabeza de un caballo ―que acabó de surgir por completo― montado por un
jinete. El acicateo en sus ijares y la fuetiza en la grupa, hizo que la bestia
arrancara a toda velocidad; pero, al llegar al sepulcro del padre Damián, el
espectro del jinete rayó al caballo allí mismo; parado en sus cuartos traseros,
la bestia relinchaba y resoplaba como si quisiera librarse de su nefasto yugo.
El jinete vestía un gabán y cubría su
cabeza con un sombrero de ala ancha. Por un momento, la luz de la luna iluminó
parcialmente su rostro descarnado ―parecía sonreír por la falta de parte de sus
labios―, en tanto que sus manos huesudas tironeaban la rienda.
Antes de que el jinete desmontara, Pablo
tuvo la impresión de que el espectro lo miraba fijamente a través de las
cuencas de sus ojos. El espectro descendió del caballo y lo fustigó con el
fuete. El animal se alejó a gran velocidad como si huyera del espíritu que lo
retenía cautivo, hasta desaparecer al final del sendero. Cuando Pablo volteó a
ver a la enigmática silueta, esta se hallaba ya hincada al pie del sepulcro.
Aún no sobrepuesto del terror que todo
aquello le infundía y con el temple a punto de flaquearle, concibió la absurda
idea de acercarse un poco más al espíritu con la intención de hablarle y mediar
con él; pero en contra de sus intenciones como recién iniciado en el
esoterismo, pudiendo ya alcanzar a escuchar las murmuraciones que del espíritu
se revelaban como gemidos surgidos del purgatorio ―algunas de esas palabras que
Pablo logró captar entre siniestros balbuceos― hirieron de tal manera sus oídos
de intruso, que cubriéndoselos con sus manos, echó a correr como el maldito que
se atrevió a profanar semejante coloquio de ultratumba.
Al final del sendero y a punto de
desfallecer por el terror, Pablo volteó a ver para cerciorarse de no ser
perseguido, pero ya la sombra se había esfumado en la oquedad de la ausencia y el
tiempo.
Aún se sigue creyendo que la bondad y el
ánimo de servidumbre tan propios del padre Damián, siguen siendo la causa de
que las almas en pena acudan a él en su afán de desahogarse y declarar sus
faltas en confesión. Si ello fuese cierto, entonces nos podríamos preguntar: ¿Hasta
qué día, el padre Damián podrá al fin descansar y gozar de la paz eterna?
La banca cerca del atrio de la parroquia,
fue circundada por una hermosa barandilla metálica y diversas flores alrededor.
El césped se mantiene muy esmerado con un letrero que dice:
Curiosamente el jardinero actual, un buen
hombre de avanzada edad, a quien ―por alguien de desconocida identidad y oculto
impulso―, se le dio por bautizarlo con el nombre ancestral de Pablo; hay que
verle para creerlo, vistiendo una americana toda deshilachada y siempre
ensimismado en sus labores; mismas que no duran más queg lo necesario. Nadie le
ha visto, ni cuando llega, ni cuándo se va; y no suele hablar con nadie…
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