miércoles, 11 de abril de 2018

Un Pibe del Barrio

  Patricia Gorla

   Argentina 

Era la hora en que las calles duermen bajo el manto reposado de la noche. El murmullo de los grillos anunciaba un verano caluroso.  Era  el espacio de tiempo en que las almas buscan la serenidad del agobiante día. El sueño era profundo. Los árboles se mecían con el suave compás de una leve brisa.
Sin embargo,  no todo era silencio. No todo estaba en reposo. El sonido sordo de pasos furtivos rompió el caluroso sosiego. Un  rostro se ocultó en las sombras de la noche. Era el rostro de “Chirola”,  que se movía sigiloso.
 Súbitamente, unos disparos me despertaron asustada. Mis padres no me permitieron mover de mi cama hasta no saber qué pasaba. Con los latidos del corazón en mi garganta, desobedecí la  orden y caminé en puntas de pie, casi sin poder respirar por el miedo. Me acerqué al ventanal y corrí la pesada cortina de terciopelo verde. Vi espantada la sangre desparramarse en el asfalto y el cuerpo allí, boca abajo, rodeado por personal policial.
Chirola que transitó esas calles jugando a la pelota. Quien corría riendo después de tocar el timbre de una casa y se escondía junto a la complicidad infantil de su pandilla. Y lastimaba sus rodillas, cubiertas por un sucio pantalón remendado, transformándose en el  campeón, jugando a las bolitas.  El que también fue vencedor con su barrilete de caña y papel de diario, en el campeonato parroquial.
- ¿Quién rompió ese vidrio?- gritaba una comadrona. 
– El Chirola, fue el Chirola- gritaban los pibes, compañeros de travesuras.
- ¿Quién saltó y pisó mi césped para buscar esta sucia  pelota de trapo? Chillaba otra vieja vecina.
– El Chirola, fue el Chirola- coreaban  los chiquilines.
Y Chirola se hacía cargo aunque no fuera culpable y se “comía” el castigo por otro. “Es un groso este Chirola”,  repetían a coro los chicos. Y Chirola se sentía como un héroe que estaba salvando a la humanidad. Y fue creciendo Chirola junto a sus amigos. Pero empezó a juntarse con chicos más grandes y su vida cambió. Los que lo admiraban en sus correrías infantiles y festejaban sus travesuras o sus actos heroicos, se fueron apartando. Aunque siempre había lugar para él cuando jugaban un picadito en la placita.  Hasta que un día le descubrieron un arma. Y a los pibes les entró el miedo de no saber en qué se estaba transformando el “groso Chirola”. Y alguno habló y los padres entre sí, casi sin mediar palabras se pusieron de acuerdo en que sus hijos no se reunieran con el muchacho. Así que, lo esquivaban con disimulo y ya no iban tanto  a jugar a la pelota.
Aquella noche, sigilosamente, el muchacho se escondía entre los árboles compinches que le brindaban su sombra, ocultándolo de las luces de las calles que tantas veces fueron escenario de juegos  y muchachadas. No sabía cómo. No entendía qué lo había llevado hasta allí. A ese lugar en donde ya sentía que no había retorno. Ya estaba mezclado en el asunto, metido hasta el tuétano. Fue todo muy vertiginoso. El robo a la farmacia y el disparo que lo aturdió y sorprendió a un tiempo, el hilo de sangre proveniente del cuerpo inerte. En su mano el arma asesina. Y después la huida, cada cual corrió hacia dónde pudo para esconderse. La policía los buscaba desde hacía un tiempo. Aquella noche,  buscando refugio en su territorio conocido de tantas andanzas, tal vez queriendo volver a la inocencia de antaño, encontró refugio entre sus calles y árboles que lo vieron jugar. Finalmente fue descubierto, rodeado por las autoridades policiales. Y el tiroteo que me despertó. El final fue irremediable.

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