Patricia Gorla
Argentina
Era la hora en que
las calles duermen bajo el manto reposado de la noche. El murmullo de los
grillos anunciaba un verano caluroso.
Era el espacio de tiempo en que
las almas buscan la serenidad del agobiante día. El sueño era profundo. Los
árboles se mecían con el suave compás de una leve brisa.
Sin embargo, no todo era silencio. No todo estaba en
reposo. El sonido sordo de pasos furtivos rompió el caluroso sosiego. Un rostro se ocultó en las sombras de la noche.
Era el rostro de “Chirola”, que se movía
sigiloso.
Súbitamente, unos disparos me despertaron
asustada. Mis padres no me permitieron mover de mi cama hasta no saber qué
pasaba. Con los latidos del corazón en mi garganta, desobedecí la orden y caminé en puntas de pie, casi sin
poder respirar por el miedo. Me acerqué al ventanal y corrí la pesada cortina
de terciopelo verde. Vi espantada la sangre desparramarse en el asfalto y el
cuerpo allí, boca abajo, rodeado por personal policial.
Chirola que
transitó esas calles jugando a la pelota. Quien corría riendo después de tocar
el timbre de una casa y se escondía junto a la complicidad infantil de su
pandilla. Y lastimaba sus rodillas, cubiertas por un sucio pantalón remendado,
transformándose en el campeón, jugando a
las bolitas. El que también fue vencedor
con su barrilete de caña y papel de diario, en el campeonato parroquial.
- ¿Quién rompió ese
vidrio?- gritaba una comadrona.
– El Chirola, fue
el Chirola- gritaban los pibes, compañeros de travesuras.
- ¿Quién saltó y
pisó mi césped para buscar esta sucia
pelota de trapo? Chillaba otra vieja vecina.
– El Chirola, fue
el Chirola- coreaban los chiquilines.
Y Chirola se hacía
cargo aunque no fuera culpable y se “comía” el castigo por otro. “Es un groso
este Chirola”, repetían a coro los
chicos. Y Chirola se sentía como un héroe que estaba salvando a la humanidad. Y
fue creciendo Chirola junto a sus amigos. Pero empezó a juntarse con chicos más
grandes y su vida cambió. Los que lo admiraban en sus correrías infantiles y
festejaban sus travesuras o sus actos heroicos, se fueron apartando. Aunque
siempre había lugar para él cuando jugaban un picadito en la placita. Hasta que un día le descubrieron un arma. Y a
los pibes les entró el miedo de no saber en qué se estaba transformando el
“groso Chirola”. Y alguno habló y los padres entre sí, casi sin mediar palabras
se pusieron de acuerdo en que sus hijos no se reunieran con el muchacho. Así
que, lo esquivaban con disimulo y ya no iban tanto a jugar a la pelota.
Aquella noche,
sigilosamente, el muchacho se escondía entre los árboles compinches que le
brindaban su sombra, ocultándolo de las luces de las calles que tantas veces
fueron escenario de juegos y
muchachadas. No sabía cómo. No entendía qué lo había llevado hasta allí. A ese
lugar en donde ya sentía que no había retorno. Ya estaba mezclado en el asunto,
metido hasta el tuétano. Fue todo muy vertiginoso. El robo a la farmacia y el
disparo que lo aturdió y sorprendió a un tiempo, el hilo de sangre proveniente
del cuerpo inerte. En su mano el arma asesina. Y después la huida, cada cual
corrió hacia dónde pudo para esconderse. La policía los buscaba desde hacía un
tiempo. Aquella noche, buscando refugio
en su territorio conocido de tantas andanzas, tal vez queriendo volver a la
inocencia de antaño, encontró refugio entre sus calles y árboles que lo vieron
jugar. Finalmente fue descubierto, rodeado por las autoridades policiales. Y el
tiroteo que me despertó. El final fue irremediable.
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