Gil Sanchez
México
El discípulo Trasilo se despidió de
su maestro en las escalinatas del edificio en la ciudad de Nicomedia, año 32
dc. Agradeció sus enseñanzas y partió
con un efusivo abrazo.
–– ¿A dónde irás?––gritó el maestro a los pocos pasos.
–– ¡A Efesus!, será buen inicio.
––Con tu sapiencia y veinte años de edad, los tendrás a tus pies.
Cerca de la ciudad tomó la decisión de seguir un camino que lo desvió.
En forma intempestiva, entre los arbustos, surgió un niño que aparentaba diez
años.
––Hola, señor. Me llamo Clío. ¿A dónde va?––dijo el chamaco.
––Voy a la ciudad de Efesus.
––Va por el camino equivocado. Esta zona la conozco muy bien, si quiere
puedo ser su guía.
–– ¿Quieres comer?––sacó de su bolsa unos pedazos de pan y queso de
cabra.
––Gracias––con rapidez tomó el alimento, mientras Trasilo, veía harapos,
cicatrices en brazos y piernas. Caía la tarde.
–– ¿Dónde vives?, ¿cerca de aquí? o quizás… te has fugado.
––Vivo en todos lados, soy ayudante de cocina en la casa de un lanista.
Pero por ahora no quiero verlo.
Recuperaron fuerza bajo la sombra
de un ciprés e iniciaron la marcha. Observaba los pies del chico. En forma
brusca detuvo su paso y exclamó:
––Para, mira estas pisadas, son las de un camello que trae lastimada la
pata trasera izquierda, su caminar es impreciso, probablemente por su
debilidad. Mira, los excrementos negros. Puedo asegurar que es viejo el animal
y todavía cargaba a dos personas que bajaron aquí. Además, aseguro que es un
hombre con una mujer––los ojos del chico se abrían más a cada frase.
–– ¿Cómo sabe todo eso?
––Estudio y capacidad de análisis––señaló con su dedo índice su cabeza.
–– No entiendo. ¿Es adivino?
––No. Soy más que eso.
––A lo mejor son puras mentiras
lo que dice. Y, los vio.
–– Después te lo contaré, Clío. Las estrellas dicen que es hora de dormir;
qué mejor bajo esos prunos.
Una cálida luz filtrada por entre el
ramaje, e hizo despertar a Trasilo. Miró a su alrededor, y con asombro vio que
Clío no estaba. Tirada a un lado, yacía su bolsa de cuero vacía. Maldito
granuja, masculló.
Por la tarde, entró a
Efesus sediento. En una plazoleta de comerciantes, el olor a fruta podrida y
orines, invadía el lugar. Al fin, llegaba a su destino. Vendió a un comerciante
su anillo, cinturón, frazada y la bolsa de piel. Obteniendo varios ases.
Antes de sentarse a comer, la mano un hombre de gran tamaño lo detuvo.
Con voz ronca, dijo:
–– ¿Dónde dejó a mis dos esclavos? ––lo acompañaba un Sármata de
cabellos dorados.
––No sé de qué me habla. Acabo de llegar.
–– ¿Por qué los ayudó a fugarse?–– con su mano izquierda acarició su
puño derecho.
––Espéreme, yo no los vi, ni ayudé a nadie––la multitud comenzaba a
amontonarse y las voces con el cúmulo de rumores, fue llenando el espacio.
–– ¡Le exijo que hable fuerte enfrente de todos! Ahora dígame. Si no los
vio ¿cómo supo que iban en un camello viejo?, y que bajaron, hombre y mujer.
¡Si no los vio! ––gritó el lanista y su voz retumbó en la plazoleta.
El silencio zumbó en los oídos de Trasilo. Balbuceaba con la boca seca,
que no podía abrir.
–– Como pudo contó su verdad ante la multitud y acabó con la mirada en
el suelo.
–– Entonces, el abuelo es cornudo y mi abuela iba arriba. ¡La que te
parió, que te la crea! Mañana, cuando el sol esté sobre tu cabeza, combatirás a
muerte con uno de éstos dos.
Lo aventaron contra la pared de una
mazmorra y resbaló por la humedad hasta sentir la frialdad del piso. Por la
noche, le sirvieron un pedazo de pan con un caldo agrio. Un temblor fino
invadió su cuerpo y la debilidad le dificultaba erguirse. Así permaneció hasta
que escuchó la orden: ¡hora de batirse!
Al salir, arrastraba con sus dos
manos la espada, con una mirada de resignación, cegado aún por la luz, escuchó
un estruendo que lo avivó. Todos aplaudían, también el lanista, que reía a
carcajadas. Recorrió la multitud incrédulo. Atrás de todos, divisó a Clío. Reía
y saltaba con gusto. Su dedo índice
señaló a dos personas a un lado del lanista.
La mañana siguiente, ya
libre, partió a la ciudad de Rodas como podría haber ido a cualquier otro lado.
Esta vez, caminó con la humildad de cualquier samaritano. Más adelante, sentado
en una roca, se destacaba la figura de un niño. Al aproximarse, distinguió a
Clío.
–– ¿Quiere que sea su guía?
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