Paola Pamapre
Concepción del Uruguay, Argentina
El rio estaba manso y sereno. Corría por su lecho de arena desvistiendo
orillas doradas. La canoa se mecía
suavemente en el margen abrasado por el sol de la siesta demorada y el aroma de los eucaliptos hacía más límpido
el aire. Había sido un buen fin de semana de pesca y parranda.
El grupo de amigos andaba
desparramado buscando sombra para dormir la modorra después de almorzar unas
buenas bogas y unas papas a las brasas. Todo regado con abundante líquido, y no
agua precisamente. En unas horas
estaríamos regresando.
El Chino se estaba encargando de
limpiar la parrilla con uno de los bicheros afilados y se aseguró que el fuego
estuviera bien apagado. Juanjo despejó el tablón y acomodó el pan y el poco vino
sobrante, mientras que el Negro se daba el último chapuzón para sacarse el olor
a humo del fogón. Tato juntó los arneses de pesca cerca de la lancha y su
hermano hizo un pozo a unos pocos metros del campamento y enterró los restos
del banquete.
Mi instinto me estuvo avisando todo
el día que había algo de tensión en el aire, y no alcanzaban los eucaliptos
circundantes para disiparlo. Entre
Juanjo y Tomás las miradas eran flechazos, las agresiones estaban mal
disimuladas tras bromas y cargadas aunque era bastante común el trato rudo
entre todos. Los amigos de tantos años,
como nosotros, tenemos un lenguaje
grosero a veces.
Bastó que el Negro regresara
chorreando agua y salpicando a todos, para que la yesca se encendiera. Y como
era de suponer, se armó la disputa. A los empujones, se sucedieron las
trompadas, y los gritos y las risas se convirtieron en insultos.
Tomás fue empujando a Juanjo
hasta la orilla y a pesar de que se iban alejando, pude escuchar clarito lo que
le estaba reclamando. El agua de la
orilla los recibió tan revuelta y turbia como los pensamientos de esos dos,
pero el chapuzón no calmó la calentura.
- ¡Dale, che!...es en joda.
Entre todos tratamos de
separarlos y el Chino, que seguía con el bichero de fierro en la mano, cayó
contra mí y me lo clavó en la espalda.
Me puse pálido y el agua se tiñó de rojo. Pocos se dieron cuenta de que no era el tinto
sobrante.
Antes de desmayarme, llegué a
escuchar las últimas palabras de los contendientes:
- ¡Tarado, soltáme!..Te juro que
no pasó nada con tu hermana.
- ¡Hijo de puta! Con tantas
mujeres que hay, justo con Julia te tenías que calentar.
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