martes, 21 de noviembre de 2017

Justina

Adriana Diaz

Argentina



Cuando el tío Fernán murió, fuimos muchos los que creímos que iba a volver. A resucitar, a revivir, no sé. Nos parecía increíble que estuviera muerto. Imaginábamos que era una broma. De mal gusto sí, pero una broma al fin.

Con el correr de las horas y los días, nos fuimos dando cuenta que todo era una fatal e irreversible verdad. Lo que esperábamos fuese una humorada, era sólo una  decisión inentendible de quién sabe, Dios, el azar o el destino.

El tío Fernán, de verdad se había muerto. Los más grandes, nos acostumbramos a no tenerlo ni a contar con él para todo, como hacíamos siempre y los más chicos aprendieron que no debían llorar sino recordarlo con alegría.

De a poco, todos nos fuimos acomodando y finalmente nos adaptamos y  resignamos.

Menos su preferida, Justina.

La niña era su hija, la menor. Su pelo era negro, brilloso. Largo y lacio. Le crecía en gran volumen y ritmo. Por ese entonces, rebasaba sus rodillas. Era delgada, esbelta. Le gustaba danzar. Bailar entre los campos sembrados y los trigos altos. Dar vueltas por entre los árboles con frutas.

Sus ojos eran grises y pequeña. Titilaban sin cesar cuando te miraba sin decir nada porque la chica, debo añadir, era muda. Los más viejos del pueblo decían que estaba maldita de adentro y eso le impedía emitir palabras.

En vano intenté saber porqué. Nadie me dijo el motivo ni las razones. De eso no se habla, decía mi madre y muy seria, cambiaba de tema o me enviaba a hacer mandados para que no siguiera preguntando.

Después de los primeros días y las semanas posteriores a la gran explosión de la fábrica en la cual el tío trabajaba custodiando las calderas y en la que perdió la vida, la pequeña se extravió.

Su madre, la señora Rosa, pareció partirse del dolor y algunos, los más supersticiosos, encendieron velas y se persignaron. Todo el pueblo y algunos baqueanos de los alrededores se sumaron a la búsqueda. Incluso a los chicos se nos permitió ir y tratar de colaborar.

Luego de muchas horas, la encontramos perdida, desorientada y sin rumbo, merodeando por el monte. Llevaba el pelo enmarañado y los ojos hinchados de llanto. El cuerpo casi desnudo, sucio y la ropa maltrecha.


Quiénes pudieron acercarse a ella, cuentan que emitía gruñidos y sonidos extraños. La arroparon con unas mantas y le calentaron las manos antes de subirla a una ambulancia. Después la llevaron al centro médico de la zona.

No volvió a ser la que era y si tenía una maldición, no pudo romperla. Jamás la escuchamos hablar o emitir palabras como cualquiera de nosotros.



Sólo cada día, como a las seis o siete de la tarde, cuando baja el sol y la tierra se oscurece, sale siempre a buscarlo. Se mete entre los campos sembrados de trigo y corre a través de ellos, con los brazos en alto. Los que conocemos su historia, sabemos que busca a su padre muerto.

Dicen que aunque el cuerpo del tío Fernán nunca fue encontrado, lo pudieron identificar por las prendas y objetos que llevaba puesto. Algunos aseguran que la niña busca entre los sembrados, esas partes no halladas que como esquirlas quedaron esparcidas por el impacto de la explosión.


Si uno hace silencio, en las noches más frías y aunque se esté a kilómetros de distancia- agudizado el sentido- se puede escuchar su lamento aún infantil, seguido de algo semejante a un grito que te espanta, te conmueve y estremece.

Cuentan que las almitas que quedan sueltas, como suspendidas en ese límite estrecho y difuso, entre la tierra y el cielo, se reconocen en lo secreto, cuando nadie puede verlas. A veces, un silbido diferente y profundo es respondido por otro del mismo tenor. En ese caso, no hay dudas. Ambas almas se han encontrado.

Entonces sucede.

Una tira de la otra y logra ese paso. Cruza ese límite. Uno puede ver ese espectáculo no demasiado común, si está justo y atento, en el lugar exacto. Es como ver una estrella fugaz cayendo del firmamento a la tierra pero al revés.

Fue lo que anoche sucedió en el cielo de mi casa. Pude distinguir a la niña, que desde lo profundo del sembradío, parecía ofrecer su cuerpo delgado y breve hacia arriba. Sin emitir ningún sonido, cubierto de espigas, su vestido blanco de bordes azules envolviendo su figura pequeña, se levantó en un vuelo sin retorno.

Me quedé en silencio por un rato largo. En señal de respeto, como dice mi madre, por los fieles difuntos y las santas ánimas.



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