Adriana Diaz
Argentina
Cuando el tío
Fernán murió, fuimos muchos los que creímos que iba a volver. A resucitar, a
revivir, no sé. Nos parecía increíble que estuviera muerto. Imaginábamos que
era una broma. De mal gusto sí, pero una broma al fin.
Con el correr
de las horas y los días, nos fuimos dando cuenta que todo era una fatal e
irreversible verdad. Lo que esperábamos fuese una humorada, era sólo una decisión inentendible de quién sabe, Dios, el
azar o el destino.
El tío Fernán,
de verdad se había muerto. Los más grandes, nos acostumbramos a no tenerlo ni a
contar con él para todo, como hacíamos siempre y los más chicos aprendieron que
no debían llorar sino recordarlo con alegría.
De a poco,
todos nos fuimos acomodando y finalmente nos adaptamos y resignamos.
Menos su
preferida, Justina.
La niña era su
hija, la menor. Su pelo era negro, brilloso. Largo y lacio. Le crecía en gran
volumen y ritmo. Por ese entonces, rebasaba sus rodillas. Era delgada, esbelta.
Le gustaba danzar. Bailar entre los campos sembrados y los trigos altos. Dar
vueltas por entre los árboles con frutas.
Sus ojos eran
grises y pequeña. Titilaban sin cesar cuando te miraba sin decir nada porque la
chica, debo añadir, era muda. Los más viejos del pueblo decían que estaba
maldita de adentro y eso le impedía emitir palabras.
En vano
intenté saber porqué. Nadie me dijo el motivo ni las razones. De eso no se
habla, decía mi madre y muy seria, cambiaba de tema o me enviaba a hacer
mandados para que no siguiera preguntando.
Después de los
primeros días y las semanas posteriores a la gran explosión de la fábrica en la
cual el tío trabajaba custodiando las calderas y en la que perdió la vida, la
pequeña se extravió.
Su madre, la
señora Rosa, pareció partirse del dolor y algunos, los más supersticiosos,
encendieron velas y se persignaron. Todo el pueblo y algunos baqueanos de los
alrededores se sumaron a la búsqueda. Incluso a los chicos se nos permitió ir y
tratar de colaborar.
Luego de
muchas horas, la encontramos perdida, desorientada y sin rumbo, merodeando por
el monte. Llevaba el pelo enmarañado y los ojos hinchados de llanto. El cuerpo
casi desnudo, sucio y la ropa maltrecha.
Quiénes
pudieron acercarse a ella, cuentan que emitía gruñidos y sonidos extraños. La
arroparon con unas mantas y le calentaron las manos antes de subirla a una
ambulancia. Después la llevaron al centro médico de la zona.
No volvió a
ser la que era y si tenía una maldición, no pudo romperla. Jamás la escuchamos
hablar o emitir palabras como cualquiera de nosotros.
Sólo cada día,
como a las seis o siete de la tarde, cuando baja el sol y la tierra se
oscurece, sale siempre a buscarlo. Se mete entre los campos sembrados de trigo
y corre a través de ellos, con los brazos en alto. Los que conocemos su
historia, sabemos que busca a su padre muerto.
Dicen que
aunque el cuerpo del tío Fernán nunca fue encontrado, lo pudieron identificar
por las prendas y objetos que llevaba puesto. Algunos aseguran que la niña
busca entre los sembrados, esas partes no halladas que como esquirlas quedaron
esparcidas por el impacto de la explosión.
Si uno hace
silencio, en las noches más frías y aunque se esté a kilómetros de distancia-
agudizado el sentido- se puede escuchar su lamento aún infantil, seguido de
algo semejante a un grito que te espanta, te conmueve y estremece.
Cuentan que
las almitas que quedan sueltas, como suspendidas en ese límite estrecho y
difuso, entre la tierra y el cielo, se reconocen en lo secreto, cuando nadie
puede verlas. A veces, un silbido diferente y profundo es respondido por otro
del mismo tenor. En ese caso, no hay dudas. Ambas almas se han encontrado.
Entonces
sucede.
Una tira de la
otra y logra ese paso. Cruza ese límite. Uno puede ver ese espectáculo no
demasiado común, si está justo y atento, en el lugar exacto. Es como ver una
estrella fugaz cayendo del firmamento a la tierra pero al revés.
Fue lo que
anoche sucedió en el cielo de mi casa. Pude distinguir a la niña, que desde lo
profundo del sembradío, parecía ofrecer su cuerpo delgado y breve hacia arriba.
Sin emitir ningún sonido, cubierto de espigas, su vestido blanco de bordes
azules envolviendo su figura pequeña, se levantó en un vuelo sin retorno.
Me quedé en
silencio por un rato largo. En señal de respeto, como dice mi madre, por los
fieles difuntos y las santas ánimas.
Me encanta y realmente en el sentido de #encantamiento".
ResponderBorrarGracias Clide!
BorrarCon el sabor de lo fantástico. Una historia con tu sello Adri.
ResponderBorrarGracias por leer y también por comentar!
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