Carlos E. Arias Villegas
Cordoba, Colombia
¡Pero qué atrevido
el muchachito, carajo! No me atreví a insultarlo como se merecía, porque estaba
armado. “Que lo esperara en la noche”
¡Pero qué diablos se habrá creído el soldadito este! Tuve que tomarme un vaso
con agua de limón y bicarbonato para calmar la ira estomacal que me dio. A mi
edad no puedo estar cogiendo estas soberbias. La risa de los otros que venían con él me hizo
sospechar que estaban al tanto de la propuesta indecente de ese monito de mierda.
Llevaban varios días en el lugar buscando guerrilleros para capturarlos o
eliminarlos, como decía el tipo que los
dirigía. “Yo no sé nada”, les dije desde que llegaron a averiguar por los
lugareños. No me pude concentrar en el nuevo interrogatorio que me hacía el
comandante ese día, porque no dejaba de pensar en la propuesta del muchacho.
Malvado pelao. Bueno era lindo, sí; pero muy insolente.
El tipito este se
reía y dejaba ver una sonrisa hermosa que provocaba, ¡Santo Dios, no sabía qué
me estaba pasando! Me pilló mirándolo, varias veces. Me odiaba a mí misma por
sentir esa pendejada en el estómago que una tuvo de muchacha. Debía ser la
rabia todavía, supuse. El jefe lo dejó a él y a otro soldado haciendo la
comida, mientras incursionaban a los sitios altos del terreno y montaban
guardia. Me condolí de la ignorancia de ambos para cocinar el cerdo que le
había vendido al comandante, y les
ayudé. El pelao no cesaba de darme las gracias y empezó a tutearme. María esto,
María aquello. El otro soldado nos miraba y sonreía. La verdad, no supe su
nombre. Yo le decía “Mono”. Me dijo
que venía del centro del país.
Se hizo soldado
profesional porque no había otra cosa que hacer, comentó mientras atizaba el
fogón. Me preguntó por mi vida, le dije algunas cosas. No debí decirlas. A
quién le importaba que hubiera enviudado hace más de veinte años, que fui madre
de un hijo que devoró la guerra y que desde hace más de una década vivo sola. ¡Claro,
abrí la puerta para que el condenado muchacho insistiera en la propuesta! ¿Me
esperas esta noche?, dijo, mirándome a los ojos mientras le ayudaba a servir la
cena a la tropa ¡En qué rayos estaba pensando! Debí decir que no. Es lo que
diría una mujer decente. Pero yo solo era una vieja asustada, y debo
reconocerlo, estaba alborotada. Antes de
decir “Sí”, ya me había bañado, cepillado los dientes y peinado el cabello más
de tres veces.
No pude almorzar;
tampoco cené porque la cosa era precisamente esa noche y tenía el estómago
hecho un nudo. Empezó a llover temprano y la tropa se fue yendo en pequeños
grupos, hacia lo más alto de la montaña. El Mono debía permanecer en la casa y
custodiar los alimentos y reservas de armas que estaban en la otra habitación,
contigua a la mía. Dos soldados montaban guardia, fuera de la casa. Yo estaba
en un mar de nervios y el estómago quería devorarme desde adentro. Para desestresarme,
miré el rostro de la vieja en el espejo de mano y me reí tanto como ella se
reía de mí; hace rato que no conversamos de lo que pasa en la montaña. Tenía miedo
de lo que vendría, no por lo obvio sino por quedar mal. Ya no tenía nada
atractivo para ofrecer. Este príncipe estaría en medio de las ruinas de
Jerusalén. Dejé la puerta sin tranca y me acosté en la cama. Era la primera vez
que dormía con mi vestido de salir al pueblo, los domingos. Antes era blanco,
ahora estaba amarillo y oloroso a naftalina. Ni el poco perfume de rosas que le
eché pudo ocultar ese olor a “guardado” que tienen las cosas viejas.
El corazón golpeaba
muy fuerte, como queriendo salir. La lluvia arreció acompañada de ventiscas,
pero yo estaba sudando. Me paralicé cuando sentí al Mono entrar a la
habitación. No dijo nada sino que se me tiró encima, desnudo, sin darme tiempo de nada. Me estaba ahogando.
Lo empujé suavemente hasta que se bajó
de mí y se acostó al lado. Sentí su mirada atrevida en mi cara, y medio
alcanzaba a vislumbrar su semblante ante los fogonazos de cada relámpago que
hendía la noche. Mientras el soldado me desvestía, pude sentir en mi cara los
ajitos de su aliento y la torpeza de sus manos en estos asuntos del amor. Entonces
advertí que también tenía miedo; intenté calmarlo tomándolo de las manos, pero
solo conseguí que metiera su cabeza en mi pecho y se quedara allí acurrucado
como un niño. “No puedo”, me dijo al rato. Me entristecí, y debo reconocer que
me decepcioné. A pesar de todo el miedo
que tenía, me había ilusionado con que pasara algo. Con tanto tiempo de
abstinencia debía ser virgen otra vez y
él tendría algo de valor en aquella aventura, ¡pero qué tonterías se me
ocurrían! “¿Huelo mal?, le pregunté. “No, hueles muy bien. Me encanta el olor a
rosas”.
“Debe ser la
guerra”, me dijo a continuación. “Ajá”, le respondí. Y empezó a llorar. Se
sentó en el borde de la cama. No intenté animar más sus apetitos; la verdad,
quería que me viera como una mujer y no como una mamá. No era yo, o sí era yo,
pero ahora frustrada y hormonal. El soldadito se levantó de la cama y salió.
Me quedé desnuda, cobijada
por el recuerdo de lo que pudo ser y no fue. Le escuché vestirse en la
oscuridad e irse de la casa bajo aquella
tempestad, mientras yo imaginaba la carcajada llorosa de la vieja en el espejo, todas las veces que
recordara esta cita.
¡Excelente Carlos! Felicitaciones.
ResponderBorrarGracias Osvaldo, después de más de un año, pero válido el agradecimiento. Un abrazo.
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