miércoles, 15 de noviembre de 2017

En la montaña

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Carlos E. Arias Villegas

Cordoba, Colombia

 

¡Pero qué atrevido el muchachito, carajo! No me atreví a insultarlo como se merecía, porque estaba armado. “Que lo esperara en la noche” ¡Pero qué diablos se habrá creído el soldadito este! Tuve que tomarme un vaso con agua de limón y bicarbonato para calmar la ira estomacal que me dio. A mi edad no puedo estar cogiendo estas soberbias.  La risa de los otros que venían con él me hizo sospechar que estaban al tanto de la propuesta indecente de ese monito de mierda. Llevaban varios días en el lugar buscando guerrilleros para capturarlos o eliminarlos, como decía el tipo que  los dirigía. “Yo no sé nada”, les dije desde que llegaron a averiguar por los lugareños. No me pude concentrar en el nuevo interrogatorio que me hacía el comandante ese día, porque no dejaba de pensar en la propuesta del muchacho. Malvado pelao. Bueno era lindo, sí; pero muy insolente.
El tipito este se reía y dejaba ver una sonrisa hermosa que provocaba, ¡Santo Dios, no sabía qué me estaba pasando! Me pilló mirándolo, varias veces. Me odiaba a mí misma por sentir esa pendejada en el estómago que una tuvo de muchacha. Debía ser la rabia todavía, supuse. El jefe lo dejó a él y a otro soldado haciendo la comida, mientras incursionaban a los sitios altos del terreno y montaban guardia. Me condolí de la ignorancia de ambos para cocinar el cerdo que le había vendido al comandante,  y les ayudé. El pelao no cesaba de darme las gracias y empezó a tutearme. María esto, María aquello. El otro soldado nos miraba y sonreía. La verdad, no supe su nombre. Yo le decía “Mono”. Me dijo que venía del centro del país.
Se hizo soldado profesional porque no había otra cosa que hacer, comentó mientras atizaba el fogón. Me preguntó por mi vida, le dije algunas cosas. No debí decirlas. A quién le importaba que hubiera enviudado hace más de veinte años, que fui madre de un hijo que devoró la guerra y que desde hace más de una década vivo sola. ¡Claro, abrí la puerta para que el condenado muchacho insistiera en la propuesta! ¿Me esperas esta noche?, dijo, mirándome a los ojos mientras le ayudaba a servir la cena a la tropa ¡En qué rayos estaba pensando! Debí decir que no. Es lo que diría una mujer decente. Pero yo solo era una vieja asustada, y debo reconocerlo, estaba alborotada.  Antes de decir “Sí”, ya me había bañado, cepillado los dientes y peinado el cabello más de  tres veces.
No pude almorzar; tampoco cené porque la cosa era precisamente esa noche y tenía el estómago hecho un nudo. Empezó a llover temprano y la tropa se fue yendo en pequeños grupos, hacia lo más alto de la montaña. El Mono debía permanecer en la casa y custodiar los alimentos y reservas de armas que estaban en la otra habitación, contigua a la mía. Dos soldados montaban guardia, fuera de la casa. Yo estaba en un mar de nervios y el estómago quería devorarme desde adentro. Para desestresarme, miré el rostro de la vieja en el espejo de mano y me reí tanto como ella se reía de mí; hace rato que no conversamos de lo que pasa en la montaña. Tenía miedo de lo que vendría, no por lo obvio sino por quedar mal. Ya no tenía nada atractivo para ofrecer. Este príncipe estaría en medio de las ruinas de Jerusalén. Dejé la puerta sin tranca y me acosté en la cama. Era la primera vez que dormía con mi vestido de salir al pueblo, los domingos. Antes era blanco, ahora estaba amarillo y oloroso a naftalina. Ni el poco perfume de rosas que le eché pudo ocultar ese olor a “guardado” que tienen las cosas viejas.
El corazón golpeaba muy fuerte, como queriendo salir. La lluvia arreció acompañada de ventiscas, pero yo estaba sudando. Me paralicé cuando sentí al Mono entrar a la habitación. No dijo nada sino que se me tiró encima, desnudo,  sin darme tiempo de nada. Me estaba ahogando. Lo empujé suavemente hasta  que se bajó de mí y se acostó al lado. Sentí su mirada atrevida en mi cara, y medio alcanzaba a vislumbrar su semblante ante los fogonazos de cada relámpago que hendía la noche. Mientras el soldado me desvestía, pude sentir en mi cara los ajitos de su aliento y la torpeza de sus manos en estos asuntos del amor. Entonces advertí que también tenía miedo; intenté calmarlo tomándolo de las manos, pero solo conseguí que metiera su cabeza en mi pecho y se quedara allí acurrucado como un niño. “No puedo”, me dijo al rato. Me entristecí, y debo reconocer que me decepcioné.  A pesar de todo el miedo que tenía, me había ilusionado con que pasara algo. Con tanto tiempo de abstinencia debía ser virgen otra vez  y él tendría algo de valor en aquella aventura, ¡pero qué tonterías se me ocurrían! “¿Huelo mal?, le pregunté. “No, hueles muy bien. Me encanta el olor a rosas”.
“Debe ser la guerra”, me dijo a continuación. “Ajá”, le respondí. Y empezó a llorar. Se sentó en el borde de la cama. No intenté animar más sus apetitos; la verdad, quería que me viera como una mujer y no como una mamá. No era yo, o sí era yo, pero ahora frustrada y hormonal. El soldadito se levantó de la cama y salió.
Me quedé desnuda, cobijada por el recuerdo de lo que pudo ser y no fue. Le escuché vestirse en la oscuridad e irse de la casa  bajo aquella tempestad, mientras yo imaginaba la carcajada llorosa  de la vieja en el espejo, todas las veces que recordara esta cita.

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