Osvaldo Villalba
Buenos Aires, Argentina
Justicia, Justicia Perseguirás
(Deuteronomio 16:20)
I
Se sirvió un vaso de whisky, le puso dos de los tres últimos cubitos de
hielo que quedaban en el recipiente y comenzó a llenar su pipa. Mientras la
encendía, y las volutas de humo azul se elevaban perfumando el escritorio, Roberto
pensó que no había forma de que la nueva mucama entendiera que antes de
retirarse debía dejar la hielera llena. Hacía dos meses que trabajaba en la
casa y, al fin y al cabo, no eran tantas las cosas que había señalado como
importantes cuando la contrató. Que tuviera el desayuno listo a las siete de la
mañana, sus camisas planchadas y colgadas en perchas –no soportaba las camisas
con marcas de dobleces–, la cena a las nueve de la noche y los viernes, en el
escritorio, café recién hecho y la hielera completa. Para el resto de las tareas
de la casa tenía libertad para elegir cómo y cuándo realizarlas. Pero la joven
parecía estar siempre en babia. Cuando le llamaba la atención por algo, rehuía
la mirada, se disculpaba asegurando que no volvería a suceder, pero al tiempo,
indefectiblemente, repetía la falta. Las diferencias con su antecesora eran tan
notorias que en varias oportunidades había pensado despedirla, aunque después se
compadecía. Perla había trabajado con él casi cuarenta años, desde que era un
abogado recién recibido que vivía en una casita modesta de la zona oeste del
conurbano, hasta hacía muy poco, cuando le informó que se iba a vivir a Córdoba
con su hija. Manejaba con tanta eficiencia la marcha del piso que ocupaba en Recoleta,
mucho más acorde a su status actual de juez, que no recordaba cuándo había sido
la última vez que le había dado alguna indicación. Pero ahora, desde que estaba
Nancy, tenía que estar en todos los detalles.
Apretando la pipa entre sus dientes, tomó la hielera y se dirigió a la
cocina. Habrá que darle tiempo, pensó, recién nos estamos conociendo y, por
otro lado, tiene a su favor que es muy callada y tranquila. Había llegado desde
Villa María recomendada por la hija de Perla. Celosa como era de su trabajo, Perla
estuvo con ella dos semanas tratando de prepararla, hasta que, al fin, dio su
conformidad. De sólo pensar que si la despedía debía realizar la nueva búsqueda
personalmente, se fortalecían sus argumentos a favor de soportarla.
Mientras volvía al escritorio con el hielo reparó que Julián ya llevaba
media hora de retraso. Todos los viernes se juntaban en su escritorio a las diez
de la noche y el ajedrez era una excusa para hacerse compañía mutuamente. Hacía
cinco años que había enviudado, no había tenido hijos y le gustaba mantener su
casa al margen de cualquier relación amorosa ocasional. Durante la semana – los
días hábiles– su actividad judicial, en el fuero penal, lo absorbía por
completo, pero cuando dejaba su juzgado los viernes por la tarde necesitaba
algo especial para poder desenchufarse. Después, en el fin de semana, su vida social alternaba entre
el club de golf del cual era socio y las cenas en Puerto Madero. Pero la noche
del viernes era como una descarga a tierra. Julián era su único amigo y sólo
con él se abría sin temores. Julián era sacerdote, por lo que siempre bromeaba
con él: “Mirá que todo lo que te cuento…es secreto de confesión ¿eh?”. Se
conocían desde la infancia, y dejaron de verse cuando su amigo entró al
Seminario. Mientras Roberto hizo toda su carrera judicial en Buenos Aires,
Julián, una vez recibido, fue comisionado por la Iglesia a distintos destinos
en el interior del país. Hacía cuatro años, ya de regresoen Buenos Aires, el
cura lo había buscado después de verlo en la televisión por un caso resonante
en el que intervino su juzgado. En ese momento, a un año de la muerte de su
mujer, fue para Roberto una gran ayuda.
El retraso comenzó a preocuparlo. Sobre todo porque no contestaba el
celular. Intentó conformarse con que a lo mejor había tenido un caso espiritual
muy complicado, pero en general, si ocurría algo así, por lo menos le enviaba
un mensaje. Se preparó otra pipa y encendió la televisión.
II
Nancy terminó temprano sus tareas del viernes porque quería irse antes de
que llegara su patrón. Preparó el termo con café y sonrió mientras ponía en la
hielera sólo tres cubitos. Ahora que estaba tan cerca de cumplir el plan que la
había traído a Buenos Aires, no podía dejar nada librado al azar. Debía seguir
representando el papel de “provinciana medio tonta”. Llevó todo al escritorio,
se cambió y salió por la puerta de servicio. Llevaba puesta la camperita rosa
que usaba habitualmente pero, en su mochila, guardó una campera con capucha que
no había usado nunca desde que estaba trabajando para el juez. Lo importante,
pensó, era que en las cámaras de seguridad del edificio quedara registrada su
salida con esa ropa.
Tomó el colectivo como todos los días, de modo que quedara asentado en
la tarjeta Sube su recorrido
habitual. Bajó en Plaza Miserere y tomó el tren Sarmiento, pagando nuevamente
con la tarjeta –desde el último accidente ferroviario todos pasan sin hacerlo– completando
así con su rutina de regreso a casa. La única diferencia fue que, en lugar de
llegar hasta la estación Villa Luro, donde está ubicado el departamento de su
tía, quien aceptó alojarla “provisoriamente, ¿eh? hasta que encuentres otro
lugar”, se bajó en Caballito, la primera estación. Cuando salió del tren ya lucía
la campera gris con la capucha puesta. Caminó por García Lorca hacia Rivadavia.
Al cruzarla continuó por Emilio Mitre –Rivadavia cambia los nombres– hasta Juan
Bautista Alberdi y desde allí pudo ver la cúpula en la esquina de Víctor
Martínez. Fue hacia allí y se detuvo frente a la puerta de la Parroquia Santa
Julia. Un cosquilleo en el estómago y una leve flojedad en las rodillas
denotaban su nerviosismo. Respiró hondo y entro.
III
Julián miró la hora en su reloj fosforescente y se alegró ante la
cercanía de la noche de ajedrez, whisky y cigarro cubano en la casa de Roberto.
Los viernes no se celebra misa pero el párroco principal había establecido una
reunión de oración que le fue asignada al Padre Julián, “premio consuelo al
viejo cura a punto de jubilarse que había caído como paracaidista desde el
interior hacía cuatro años” solía bromear con el juez en sus encuentros. Al
final de la reunión siempre había algunas señoras que querían confesarse.
Pacientemente escuchaba a la señora que se peleaba todas las semanas con “la
bruja de mi nuera que me hace la vida imposible”; a la señora mayor, muy
maquillada siempre, que conocía cada tanto a un señor muy serio, que después no
resultaba ser lo que parecía, lo que le provocaba un lagrimeo que apenas le
corría el rimmel, y que finalizaba abruptamente cuando Julián le daba la
penitencia. Y otros casos por el estilo. Una vez había tenido un grave caso de
violencia familiar, que dio lugar a la intervención del párroco principal para
solucionar el tema sin violar el secreto de confesión. Pero lo normal era lo
otro. Por eso ahora, en la oscuridad del confesionario, esperaba terminar
pronto para poder cambiarse y salir. Esperaba que la señora que estaba
escuchando ahora – ¿la estaba escuchando? ¡Perdón Señor! – fuera la última.
Finalizó con la
bendición a la mujer y comenzaba a incorporarse cuando escuchó que alguien más
se había instalado al costado del confesionario. Miró por el enrejado labrado y
alcanzó a ver sólo el mentón de una mujer, que parecía joven, bajo la capucha
de una campera gris. Si bien no alcanzaba a verle el rostro, su aspecto en
general no le parecía familiar.
–Buenas tardes hija –le
dijo– ¿Eres vecina de esta parroquia?
–No señor, vengo de lejos.
El acento cordobés de la chica lo remontó veinte años atrás. Tenía cuarenta
cuando fue destinado a Córdoba y había servido allí por cinco años. Le pareció
que estaba un poco tensa así que pensó en alguna frase que la haga sentir
confiada y la anime.
–¡Seas bienvenida a la
casa de Dios! Si llegaste hasta aquí buscando algo del Señor es porque Él, en
realidad, te está buscando y te trajo. ¿Qué tienes para decirle al Señor?
–Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía –su voz ahora era firme.
IV
Escuchó entre sueños su celular llamando con insistencia. De a poco
recobró la conciencia y comprobó que, efectivamente, sonaba y vibraba sobre su
mesa de luz. Se incorporó en la cama y atendió. Del otro lado una voz de hombre
dijo:
–Buenos días, soy el
fiscal Alberto Martínez. Tengo registrado desde ese celular varios llamados al número
–mencionó el teléfono de Julián– ¿Es posible que usted haya hecho esos llamado?
Si es tan amable… ¿Puede decirme con quien estoy hablando?
–Hola sí, soy el Juez
Roberto Izaguirre. Efectivamente yo hice esos llamados. ¿Puede decirme que está
pasando, doctor?
–¡Ah doctor Izaguirre!
Disculpe que lo haya molestado tan temprano, pero era imprescindible que lo
hiciera. Fueron los últimos llamados que tiene registrado el teléfono del Padre
Julián Barrientos, de la Parroquia Santa Julia…
–Sí, sí, doctor. Ya sé que
es el celular de Julián –interrumpió Roberto– pero no me dijo porqué está usted
realizando esta consulta.
–Sí, tiene razón, doctor.
Disculpe. Sólo sabíamos que elnúmero pertenecía a un Roberto. Ante la
confirmación que usted lo conocía, lamento comunicarle que el Padre Julián fue encontrado
con un disparo en la cabezaen el interior del templo. En apariencia fue de muy
cerca. Falleció en el acto. El arma no se encontró. Cuando usted pueda me
gustaría que me reciba. Su conocimiento del occiso va a ser muy importante para
mi investigación.
–Cuente con eso doctor. Martínez. Deme un par de horas, y llámeme. No
tengo problema en recibirlo en mi casa o en pasar por la fiscalía. Lo que usted
considere más oportuno, tratándose de un sábado. ¡Ah! Y cuando sepa quién será
el Juez interviniente, por favor, hágamelo saber.
Cuando cortó la llamada su mano estaba temblando. Se sentó en la cama y
se preguntó si estaba despierto y esto realmente estaba sucediendo o se trataba
de un mal sueño. En su profesión estaba acostumbrado a hechos de violencia,
pero esto era diferente, ahora se trataba de su amigo. El nudo que tenía en la
garganta se fue desatando en sollozos y durante un largo rato dio rienda suelta
a la sensación de angustia que lo oprimía. Nunca imaginó la noche anterior,
cuando no le respondía los llamados, que algo así pudiera ocurrirle a Julián. Si
bien no contaba muchas cosas de su trabajo en la iglesia –era muy reservado–
pensó que si hubiera tenido algún problema con alguien se lo habría comentado.
Decidió darse una ducha y estar un poco más recompuesto para esperar la llamada
del fiscal y poder ponerse al tanto de todo lo sucedido cuanto antes.
V
Jueves por la noche. Sentado en el desayunador de la cocina, Roberto se
estaba preparando un trago. Había pasado casi una semana sin que se produjera
ningún avance en la investigación del crimen de Julián. Se había reunido dos
veces con el fiscal y el juez de la causa, pero nada había sacado en limpio. Había
leído varias veces el expediente y lo único concreto era lo referente al
hallazgo del cadáver: El sacristán cerró el templo el viernes a la noche,
cuando ya no quedaba nadie en el edificio. No había visto al Padre Julián, pero
como acostumbraba salir todos los viernes, pensó que ya se había ido. El sábado
por la mañana, después de abrir el templo, volvía por el pasillo del
confesionario, y le llamó la atención un manchón líquido y oscuro que salía por
debajo de la puerta. Su impresión fue mayúscula cuando, al abrirla encontró el
cuerpo del sacerdote, sentado, con la cabeza recostada hacia atrás, y un
reguero de sangre que bajaba por el lado izquierdo de su rostro, empapaba la
sotana y corría por el piso. Pasado el primer momento de shock, salió gritando
hacia la calle pidiendo socorro. El policía de la esquina de Emilio Mitre y
Alberdi lo escuchó gritar y corrió pensando en un asalto. Cuando llegó hasta la
puerta de la capilla, y preguntó qué pasaba, el hombre estaba tan nervioso que
apenas se le entendía lo que balbuceaba. Como señalaba hacia adentro, ingresó
con él y al llegar al lugar comprendió el motivo del estado del sacristán. El
cuerpo presentaba un impacto de bala a la altura del temporal derecho con orificio
de salida por el occipital izquierdo. No había otros signos de violencia. El
agente llamó a la comisaría y el principal de guardia dio el aviso a la
fiscalía de turno. Desde entonces nada nuevo había aparecido, salvo que el deceso
se había producido entre catorce y dieciocho horas antes del hallazgo, ocurrido
a las once horas del sábado, lo que establecía que el hecho había ocurrido
entre las diecisiete y las veintiuna horas del viernes. Teniendo en cuenta que
la reunión de oración finalizó a las diecinueve, y estuvo a cargo del occiso,
el óbito se produjo entre las diecinueve y las veintiuna horas.El fiscal mandó
revisar las cámaras de las inmediaciones, pero lamentablemente ninguna tomaba
directamente la puerta de la capilla, de modo que se pudiera determinar quienes
entraron y salieron. Con la ayuda del sacristán se logró ubicar algunos de los
fieles que participaron de la reunión esa noche para ver si era posible
encontrar una punta del ovillo que permitiera desentrañar la madeja. Pero nadie
había observado nada fuera de lo común y no pudo sacarse nada en claro. El
móvil del crimen seguía siendo un misterio. Alguien mencionó que el sacerdote
había intervenido en un caso de violencia familiar hace bastante tiempo, pero
cuando se siguió esa pista se confirmó que el acusado en esa oportunidad
residía desde hace varios años en la Provincia del Chaco y que había estado en
su domicilio la tarde del suceso. Roberto había sugerido al fiscal que
investigara si Julián atendía algún caso de drogadicción. Muchas veces los
dealers se cobran la pérdida de clientes a causa del accionar de aquellos que
se ocupan de rescatar adictos. Esto tampoco produjo resultados.
El timbre lo sacó de sus pensamientos. Del servicio de seguridad le
avisaban que había llegado el delivery solicitado. Roberto dio la autorización
para que suba. Desde el martes debía arreglárselas sólo en la casa ya que el
día lunes, cuando debía reintegrarse Nancy a su trabajo, vino con la novedad
que se volvía a su provincia, que extrañaba mucho y no se acostumbraba a Buenos
Aires. Reconoció que no había sido muy eficiente en su trabajo y le pidió
perdón por eso, pero que no podía prestar más atención. Que ese había sido
siempre su problema. Cuando se enteró lo de que había pasado con su amigo, le había
dado el pésame respetuosamente, aunque no lo conocía ya que los días viernes se
retiraba más temprano que los otros días y no volvía hasta el lunes. Roberto
tenía sentimientos encontrados sobre esta decisión. Por un lado un cierto
alivio, ya que la chica, en realidad, no era eficiente, y le daba un poco de
culpa despedirla, por su recomendación. Por otro lado era un problema ponerse a
buscar empleada. Pero como la chica se mostró muy decidida, no hizo ningún
esfuerzo para retenerla. Sonó el timbre del departamento, recibió la comida,
pagó con cambio, incluyendo la propina, y se sirvió el lomo a la pimienta con
papas noisette que había encargado.
VI
Despachó su equipaje, subió al micro que la llevaría a Villa María, y
buscó su asiento. Se alegró que le tocara uno individual. No tenía ganas ni
ánimo para que alguien intentara darle conversación. Recostó el asiento hacia
atrás y cerró los ojos. Había soñado mucho con este momento, pero ahora, con
todo consumado, no sentía la tranquilidad que había esperado tener. Las heridas
del pasado seguían abiertas, aún después de que la historia se había cerrado,
según el propósito que la había traído a Buenos Aires.
Y todo se había dado por casualidad, en las calurosas tardes de enero
del año anterior, tomando mate en la casa de su amiga Sofía junto con Perla, la
madre de ella, que estaba de vacaciones. Le fascinaba escuchar las experiencias
de Perla en Buenos Aires, donde nunca había estado. Sofía, en cambio, había
nacido en Buenos Aires, pero al cumplir quince años había ido a vivir con su
abuela. Hoy, con treinta años, se había casado y tenía tres hijos. Nancy con veintiocho,
nunca había logrado formalizar una pareja, ni mientras vivía su madre, ni
después de fallecida, ocho años atrás, por lo que no podía culparla.
Perla trabajaba en la casa de un abogado, ahora juez, desde hacía más de
cuarenta años, quien le había permitido vivir en la casa con Sofía, después de
su nacimiento hasta que la joven había decidido volver a Córdoba. Hacía unos
años había quedado viudo, y como ya le conocía tanto los gustos, le daba total
libertad para manejar la casa a su antojo.
Una de las tardes, mientras Perla freía unas tortas fritas para tomar el
mate, contó como al pasar, que el juez nunca recibía a nadie en su casa, a
excepción de su amigo el cura, Julián dijo que se llamaba y agregó que alguna
vez había estado en Villa María. Nancy quedó petrificada. El corazón casi se le
saltaba del pecho. Tratando de aparentar tranquilidad, con el tono más sereno
que pudo, preguntó:
–¿Ah sí? ¿Y cuánto hace
que estuvo por aquí?
–Y…hará unos veinte o veintidós años, creo que me dijo, una vez que
conversamos.
Un frío corrió por la espina dorsal de Nancy, pero no hizo más
comentarios y el asunto se cerró allí. Los días que siguieron no volvieron a tocar
el tema. Pero en la cabeza de Nancy un plan había comenzado a tomar forma.
Perla ya había vuelto a
Buenos Aires cuando, en una charla que pretendía ser informal, Nancy le
preguntó a Sofía:
–¿Consideraste alguna vez que
tu mamá podría jubilarse?
–¿Te parece? –respondió
Sofía– no creo que quiera…
–¿Cuántos años hace que está trabajando? Me parece que merece disfrutar
un poco. Además, la edad ya la tiene y con la moratoria previsional que se
aprobó hace un tiempo, para aquellos que no tienen todos los años de servicio
requeridos, podría obtener la jubilación. Pensá cómo disfrutaría de sus nietos
si se volviera para acá.
La idea prendió en Sofía,
quien comenzó a tratar de convencer a su madre. Al principio se resistió, pero
con el correr de los meses, la idea empezó a gustarle a Perla. Lo único que la
preocupaba era dejar en banda al señor
–como ella le decía– después de tantos años juntos. Allí Nancy puso en marcha
el segundo paso del plan: se ofreció para reemplazarla. Todo cerró a la
perfección. Perla decidió iniciar los trámites de su jubilación después del mes
de enero, y así fue que en mayo de este año comenzó su “entrenamiento” con
Perla en la casa del juez.
El micro hizo una parada en San Isidro para levantar más pasajeros y eso
la sacó de sus pensamientos. Después la azafata de a bordo repartió unas
bandejitas con galletitas y sirvió café en los clásicos vasitos descartables
que, cuando uno lo recibe, se quema los dedos hasta el hueso.
Cuando finalmente se apagaron las luces del micro, y afuera el verde se
había transformado en negro, reclinó otra vez el asiento hacia atrás y sus
pensamientos volvieron a la noche del viernes.
–Vine a cerrar una
historia Tal vez la mía –le había dicho.
–A veces es necesario
cerrar cosas que quedaron inconclusas –respondió el cura– ¿Cómo te puedo
ayudar?
–Eso depende.
–Depende ¿de qué?
–De que esté dispuesto a
escucharme hasta el final.
–Adelante. Te escucho.
–Todo comenzó cuando tenía
seis años. Mi madre trabajaba limpiando casas. Muchas veces me llevaba con
ella. Nunca tuve padre ni otros familiares así que no tenía con quien dejarme,
salvo en el momento en que estaba en el colegio. Así yo recorría casi todas las
casas de familia que la empleaban. Un día llegó al pueblo un cura nuevo, y como
mi madre no dejaba de ir a misa todos los domingos, cuando él se enteró que
ella hacía trabajos domésticos la contrató.
–¿Vos sos…?
–Sí, la misma nena que
llevabas a tu cuarto “a contarle cuentos”
–estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono sarcástico– que tocabas
sin escrúpulos en una forma que yo no entendía –su voz comenzó a entrecortarse
en sollozos– y que justificabas diciendo que eran formas de demostrar cariño.
–Yo no quería hacerte daño…
–¡Pero lo hiciste hijo de
puta! –el llanto ahora era incontenible– ¡Me abusaste durante dos años! ¡Nunca
más pude soportar que un hombre me toque!
–¡Te pido perdón! ¿Qué
puedo hacer para reparar mi debilidad?
–¿Debilidad? ¡Basura! ¿Te querés justificar en tu debilidad? ¡Yo era una
nena de seis años!…Comenzaste a matarla a esa edad…
Recordó cómo mientras
hablaba, se dirigió a la puerta de entrada del confesionario. También cómo vio a
Julián, derrumbado en el asiento de madera. Él también lloraba.
–¡Primero pensé en denunciarte! ¡Te quería ver en la cárcel! Pero tener
que revivir toda la historia en un tribunal con el riesgo de que me digan:
"prescribió", te soltaran y me quedara sólo con mi vergüenza, me hizo
desistir.
En la oscuridad del micro, con los ojos cerrados, su pulso se aceleró, como
esa noche cuando buscó algo en su mochila y le gritó:
–¡Entonces decidí matarte! Llegué hasta aquí para eso... ¡Y, ahora que
puedo, no tengo el valor! ¡Hacerlo no me va a sacar todo el dolor acumulado!
Así que…tomá, terminá tu trabajo –le dijo mientras le alcanzaba, tomándola por
el cañón, la pistola que acaba de sacar– Librate de todo…y terminá con mi
agonía…
Julián estaba azorado. Lentamente tomó por la empuñadura la pistola que
Nancy le ofrecía. Ella cerró los ojos esperando el final y el estampido le hizo
pegar un salto. Abrió los ojos y él estaba derrumbado hacía atrás con un
chichón sanguinolento sobre su sien derecha. Levantó la pistola que estaba
caída, la guardó y salió rápidamente. En la iglesia ya no quedaba nadie.
Se despertó cuando el micro entró en la ciudad de Villa María.
Osvaldo Villalba
05/10/2014
Magnifica historia.
ResponderBorrarMuchas gracias Elvirita!!!
BorrarExcelente narración!
ResponderBorrarGracias María Graciela
BorrarIncreíble. Que atrapante. Es empezar y no poder dejar de leer hasta el final. Cuantos casos en la realidad quedan impunes......Buenísimo cuento. Te felicito! !!!!!
ResponderBorrarGracias Susana!!
BorrarBien llevado el tono hasta el desenlace. Sin prejuicios que conduzcan la interpretación. Me gustó mucho! Abrazo!
ResponderBorrarGracias Clide!! Viniendo de vos...es un premio!!!
BorrarBien llevado el tono hasta el desenlace. Sin prejuicios que conduzcan la interpretación. Me gustó mucho! Abrazo!
ResponderBorrarMuy bueno Osvaldo, me mantuvo en suspenso todo el relato. El final sorprendente e inesperado. El título habla por sí solo, se hizo justicia de la mano del propio culpable. Admiro tu destreza para narrar cuentos!!!!!
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