Carlos Arias Villegas
Colombia
Se gritaron toda la muerte con la que se detestaban, y después de echarse
de la casa de ambos, se sentaron en extremos opuestos de la cama matrimonial a
esperar nada de los dos, chapoteando perezosamente el vacío que los inundaba.
Ella pensó que en realidad quería alejarse de él. No quedaba nada del
galán aquel que la cortejó con canciones vallenatas. Sus conversaciones escurrían
aburrición y simpleza; además, había ganado peso y perdido gran parte de su
cabello. Era insufrible cualquier reunión social al lado de esa cara ajedrezada
por profundas líneas de expresión, con manchas pardas y blanquecinas que le
subían desde el cuello. En cambio, sí era tentadora la vida social con los tipos
jóvenes y hermosos del trabajo; y no podía negarlo, estaba enamorada de uno de
ellos, pero le daba miedo dar el paso en firme a esa otra vida de promesas,
entre otras cosas, porque el muchacho era de otro país. Otro idioma, una frontera
más que le aterraba enfrentar. Total, una quimera que la llenaba de ansiedad. El
hombre al otro extremo de la cama no debía saber lo que hacía en realidad,
cuando se refugiaba en el cuarto de labores, acompañada de su celular.
Él pensó que ella estaba al tanto de todo, y muy seguramente, como otras
veces lo hizo sin razón aparente, ahora le gritaría que él estaba enamorado de otra vieja en la
calle, que se largara, o algo así; de esa forma tendría razones para enojarse y
exponerle que ya no la amaba; estaba harto de venderle simulacros. Se
levantaría, haría sus maletas y se mudaría al otro extremo del pueblo. Pero llevado
de un cierto remordimiento y como para que ella no sospechara lo que estaba
tramando, dijo como para sí:
― ¿Cómo se llega del amor al silencio?
Ella lo miró de lado, y dijo:
― Me hago la misma pregunta. Antes teníamos tema para hablar horas y
horas, sin parar de reírnos; cada vez era única, como si apenas acabáramos de
conocernos.
Él la contempló, le pareció una mujer interesante a pesar de sus años y
su temperamento amargo. Su trabajo de maestra le había deteriorado la voz. “Me
siguen gustando sus ojos negros, su nariz griega, su trasero firme. Lo que
nunca acepté de ella, son sus piernas garetas y sus grandes orejas”. No era claro si fueron las palabras
cortantes o la apariencia de la carne, las que terminaron matando la pasión.
Ella lo reparó, como si apenas notara su presencia en el otro borde de
la cama. Tenía rabia y miedo. Rabia, porque el amor se había ido sin darse
cuenta, de su matrimonio; y miedo, porque temía que la soledad la matara si ya
no volvía a verlo. Enfrentó de nuevo la pared, como si allí se reflejara ―solo
visible para ella―, el rostro sonriente del joven pasante recién venido a su
colegio, como una promesa de cambio de vida; pero veinte años pesan en una
relación. “¿Qué tal si ese man se aburre cuando dentro de poco me parezca más a
su madre, que a su mujer?” A propósito,
después de la última cita, no la volvió a abordar. Si esto es aquí, en la
propia tierra, ¿cómo será en tierras extrañas, cuando ya no queden más opciones
que morir?
Él apoyó los antebrazos en sus piernas e inclinó el tronco, como
intentando ver algo en el piso que ella no debía ver, y enfocó en su mente la
imagen de la joven bibliotecaria a quien estaba entrenando. “Admiro su trabajo”,
le había dicho ella. “Trátame de tú”, le había pedido él. El tiempo corre de
forma injusta cuando se está con alguien agradable, y dejan de importar los señalamientos
de los compañeros porque no volvieron a escuchar esos: “¡me quiero largar de
este lugar!”, desde que la joven empezó a ser parte del personal
administrativo. Las muchas lecturas sobre la mujer no le daban ninguna certeza
sobre este espécimen, apreciado en el rostro recién llegado, y detestado, en el
conocido. Los ojos huían rápido de los los lomos de los libros para posarse en
la boca de la chica. Esos labios invitaban al beso y a chuparse el resto de
toda esa ricura de mujer, vestida de forma delicada. Lo separaban de ella, dos
terrores: que le dijera que sí, o que le dijera que no. El no, no solo ponía fin al entrenamiento de la joven, sino que dejaba
en claro que ya era tiempo de resignarse a las miserias de la vejez o a morirse
de desencanto. El sí, también era complicado.
Treinta y dos años de diferencia alejan a cualquiera de la felicidad.
Ella solo tenía veintidós, era madre soltera. La mujer al otro lado de la cama,
no debe enterarse de la verdadera causa de insomnio que él atribuyó a una
crisis nerviosa. No era cierto. Esas horas extras fueron dedicadas a planear en
ensueños, la vida con la joven y el niño; y hasta quedó tiempo para tomar
clases de guitarra y cantar canciones al párvulo especial, que lo haría padre.
Ella calculó, como buena profe de matemáticas, la relación de costes-beneficio
de una y otra pareja. El colágeno de una nueva relación le sentaría bien, pero,
¿cuánto resistiría? ¿Cómo hacer frente a la joven competencia femenina, con ese
par de piernas y esas grandes orejas? ¿Con qué novedad mantenerlo atrapado, si
ya el muchachito conocía todo el repertorio? Y de ñapa, totalmente analfabeta
para el inglés en ese país colombofóbico. Una podría condenarse por vieja, fea
y estúpida. El estrés desaparecía cuando de reojo contemplaba a su “mal
conocido”, en el otro borde de la cama. Bien o mal, él está aquí como un penoso
seguro contra la soledad de la vejez. Al menos habrá a alguien a quien maldecir
cuando sobrevengan los arrebatos de la autocompasión.
Él cortó su ensoñación con la joven bibliotecaria, cuando contempló
detenidamente la piel de las manos y palpó el relieve grueso y quebrado de su
rostro; al instante le pareció ver el déja vu de repugnancia de ella, al tomar
sus manos viejas y sonreírle amargamente, mientras sus ojos buscaban algo
fresco en qué posarse, para no vomitar. Imaginó la zozobra que viviría cuando
ella saliera sin él, ¿con quién hablaría? ¿Le sería fiel? ¿Alguna vez le
amaría? Seguramente no. La vejez empezó a dolerle desde adentro, y habría
sollozado si no se percata que a su lado, en otro borde de la cama, aún seguía
sentada la amada de su juventud. Su
agonía idónea. Tan devastada y ofendida como él por todo lo que se hicieron
juntos, pero al fin y al cabo…
― Eres lo mejor que me ha pasado ― dijo él, tumbándose en la cama.
― Para mí no hay otro hombre en el mundo como tú― le dijo ella,
acostándose a su lado.
Cuento de corte psicológico que me dejó pensando, Carlos. Gracias por compartirlo!
ResponderBorrarUn conflicto bien presentado en el interior de los dos personajes donde cada uno, en silencio, evalúa su relación con el otro y con sus propias fantasías. Un baño final de realidad le da un cierre sorpresivo pero muy verosimil. ¡Felicitaciones!
ResponderBorrarCuento con un realismo innegable. Reflexiones (ambas), guardadas en la más hermética caja de Pandora, de una relación harto dolorosa; en la que no queda otra que aceptarla tal cual; o, correr el riesgo de lo que el autor describe. El final es aceptado por todo aquel lector que a esa edad haya sufrido o padecido la quimera de la carne nueva, si no, joven. ¿Quién que se tache de normal no ha tenido esa u otra etapa de vida tales ensueños? Aquel que se sienta libre de culpa... Probablemente nunca lleguen a amoldarse; pero mentalmente pueden transmutar a su pareja en quien les venga en gana.
ResponderBorrarSea pues, Carlos, este tu cuento, un pasaje cotidiano bien expuesto y relatado.
Felicitaciones,
Alejandro
Excelente Carlos, que bien expuesto el sentimiento de cada uno. Cuantos silencios en las distintas parejas se asemejan a este cuento. Te felicito.
ResponderBorrarGracias a todos por la gentileza de leer y comentar esta historia. Un abrazo de año nuevo a todos y que el buen Dios de las letras les llene de buenas historias. Abrazos
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