sábado, 1 de diciembre de 2018

Arreglo



Carlos Arias Villegas

 Colombia

Se gritaron toda la muerte con la que se detestaban, y después de echarse de la casa de ambos, se sentaron en extremos opuestos de la cama matrimonial a esperar nada de los dos, chapoteando perezosamente el vacío que los inundaba.  
Ella pensó que en realidad quería alejarse de él. No quedaba nada del galán aquel que la cortejó con canciones vallenatas. Sus conversaciones escurrían aburrición y simpleza; además, había ganado peso y perdido gran parte de su cabello. Era insufrible cualquier reunión social al lado de esa cara ajedrezada por profundas líneas de expresión, con manchas pardas y blanquecinas que le subían desde el cuello. En cambio, sí era tentadora la vida social con los tipos jóvenes y hermosos del trabajo; y no podía negarlo, estaba enamorada de uno de ellos, pero le daba miedo dar el paso en firme a esa otra vida de promesas, entre otras cosas, porque el muchacho era de otro país. Otro idioma, una frontera más que le aterraba enfrentar. Total, una quimera que la llenaba de ansiedad. El hombre al otro extremo de la cama no debía saber lo que hacía en realidad, cuando se refugiaba en el cuarto de labores, acompañada de su celular.
Él pensó que ella estaba al tanto de todo, y muy seguramente, como otras veces lo hizo sin razón aparente, ahora le gritaría  que él estaba enamorado de otra vieja en la calle, que se largara, o algo así; de esa forma tendría razones para enojarse y exponerle que ya no la amaba; estaba harto de venderle simulacros. Se levantaría, haría sus maletas y se mudaría al otro extremo del pueblo. Pero llevado de un cierto remordimiento y como para que ella no sospechara lo que estaba tramando, dijo como para sí:
― ¿Cómo se llega del amor al silencio?
Ella lo miró de lado, y dijo:
― Me hago la misma pregunta. Antes teníamos tema para hablar horas y horas, sin parar de reírnos; cada vez era única, como si apenas acabáramos de conocernos.
Él la contempló, le pareció una mujer interesante a pesar de sus años y su temperamento amargo. Su trabajo de maestra le había deteriorado la voz. “Me siguen gustando sus ojos negros, su nariz griega, su trasero firme. Lo que nunca acepté de ella, son sus piernas garetas y sus grandes orejas”. No era claro si fueron las palabras cortantes o la apariencia de la carne, las que terminaron matando la pasión.
Ella lo reparó, como si apenas notara su presencia en el otro borde de la cama. Tenía rabia y miedo. Rabia, porque el amor se había ido sin darse cuenta, de su matrimonio; y miedo, porque temía que la soledad la matara si ya no volvía a verlo. Enfrentó de nuevo la pared, como si allí se reflejara ―solo visible para ella―, el rostro sonriente del joven pasante recién venido a su colegio, como una promesa de cambio de vida; pero veinte años pesan en una relación. “¿Qué tal si ese man se aburre cuando dentro de poco me parezca más a su madre, que a su mujer?”  A propósito, después de la última cita, no la volvió a abordar. Si esto es aquí, en la propia tierra, ¿cómo será en tierras extrañas, cuando ya no queden más opciones que morir?
Él apoyó los antebrazos en sus piernas e inclinó el tronco, como intentando ver algo en el piso que ella no debía ver, y enfocó en su mente la imagen de la joven bibliotecaria a quien estaba entrenando. “Admiro su trabajo”, le había dicho ella. “Trátame de tú”, le había pedido él. El tiempo corre de forma injusta cuando se está con alguien agradable, y dejan de importar los señalamientos de los compañeros porque no volvieron a escuchar esos: “¡me quiero largar de este lugar!”, desde que la joven empezó a ser parte del personal administrativo. Las muchas lecturas sobre la mujer no le daban ninguna certeza sobre este espécimen, apreciado en el rostro recién llegado, y detestado, en el conocido. Los ojos huían rápido de los los lomos de los libros para posarse en la boca de la chica. Esos labios invitaban al beso y a chuparse el resto de toda esa ricura de mujer, vestida de forma delicada. Lo separaban de ella, dos terrores: que le dijera que sí, o que le dijera que no. El no, no solo ponía fin al entrenamiento de la joven, sino que dejaba en claro que ya era tiempo de resignarse a las miserias de la vejez o a morirse de desencanto.  El , también era complicado.  Treinta y dos años de diferencia alejan a cualquiera de la felicidad. Ella solo tenía veintidós, era madre soltera. La mujer al otro lado de la cama, no debe enterarse de la verdadera causa de insomnio que él atribuyó a una crisis nerviosa. No era cierto. Esas horas extras fueron dedicadas a planear en ensueños, la vida con la joven y el niño; y hasta quedó tiempo para tomar clases de guitarra y cantar canciones al párvulo especial, que lo haría padre.
Ella calculó, como buena profe de matemáticas, la relación de costes-beneficio de una y otra pareja. El colágeno de una nueva relación le sentaría bien, pero, ¿cuánto resistiría? ¿Cómo hacer frente a la joven competencia femenina, con ese par de piernas y esas grandes orejas? ¿Con qué novedad mantenerlo atrapado, si ya el muchachito conocía todo el repertorio? Y de ñapa, totalmente analfabeta para el inglés en ese país colombofóbico. Una podría condenarse por vieja, fea y estúpida. El estrés desaparecía cuando de reojo contemplaba a su “mal conocido”, en el otro borde de la cama. Bien o mal, él está aquí como un penoso seguro contra la soledad de la vejez. Al menos habrá a alguien a quien maldecir cuando sobrevengan los arrebatos de la autocompasión.
Él cortó su ensoñación con la joven bibliotecaria, cuando contempló detenidamente la piel de las manos y palpó el relieve grueso y quebrado de su rostro; al instante le pareció ver el déja vu de repugnancia de ella, al tomar sus manos viejas y sonreírle amargamente, mientras sus ojos buscaban algo fresco en qué posarse, para no vomitar. Imaginó la zozobra que viviría cuando ella saliera sin él, ¿con quién hablaría? ¿Le sería fiel? ¿Alguna vez le amaría? Seguramente no. La vejez empezó a dolerle desde adentro, y habría sollozado si no se percata que a su lado, en otro borde de la cama, aún seguía sentada la amada de su juventud. Su agonía idónea. Tan devastada y ofendida como él por todo lo que se hicieron juntos, pero al fin y al cabo…
― Eres lo mejor que me ha pasado ― dijo él, tumbándose en la cama.
― Para mí no hay otro hombre en el mundo como tú― le dijo ella, acostándose a su lado.

5 comentarios:

  1. Cuento de corte psicológico que me dejó pensando, Carlos. Gracias por compartirlo!

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  2. Un conflicto bien presentado en el interior de los dos personajes donde cada uno, en silencio, evalúa su relación con el otro y con sus propias fantasías. Un baño final de realidad le da un cierre sorpresivo pero muy verosimil. ¡Felicitaciones!

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  3. Cuento con un realismo innegable. Reflexiones (ambas), guardadas en la más hermética caja de Pandora, de una relación harto dolorosa; en la que no queda otra que aceptarla tal cual; o, correr el riesgo de lo que el autor describe. El final es aceptado por todo aquel lector que a esa edad haya sufrido o padecido la quimera de la carne nueva, si no, joven. ¿Quién que se tache de normal no ha tenido esa u otra etapa de vida tales ensueños? Aquel que se sienta libre de culpa... Probablemente nunca lleguen a amoldarse; pero mentalmente pueden transmutar a su pareja en quien les venga en gana.
    Sea pues, Carlos, este tu cuento, un pasaje cotidiano bien expuesto y relatado.
    Felicitaciones,
    Alejandro

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  4. Excelente Carlos, que bien expuesto el sentimiento de cada uno. Cuantos silencios en las distintas parejas se asemejan a este cuento. Te felicito.

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  5. Gracias a todos por la gentileza de leer y comentar esta historia. Un abrazo de año nuevo a todos y que el buen Dios de las letras les llene de buenas historias. Abrazos

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