Paul Morillo
Louisville. NC. USA
Hablas raro, me dijo.
Ahora que lo recuerdo no abrió los labios para decirlo. Estás al límite
de tus palabras, acotó. Todo lo dices resumido. ¿Estás en ahorro literario?
Preguntó. Rió. Mostró sus dientes grandes, perlas pulidas.
Siempre te estaré esperando, susurró. Ella siempre
decía la verdad. Su mano era llenita y tibia al tacto. Se estiró y tomó la mía.
Como no he de hablar raro si estoy nervioso. La siento
tan pegada a mí.
No sé porqué me temen. Yo soy la puerta al paraíso. Me
dijo.
Ví su velo corroído por el tiempo. Hermosa túnica,
casi topaba el piso. Olía a pesares viejos y esperanza. Una mezcla de azares de
naranja con lavanda.
Alcancé a preguntar sobre las almas. ¿Que edad tienen?
¿Conservan la edad de cuando el cuerpo muere? ¿O es un promedio de años felices
sobre años vividos? Un simple promedio matemático. ¿Es esa la edad de la
eternidad?
Me miró sin medir nuestra distancia. El amor mira de
frente, directo a los ojos. La muerte es futuro, acotó. El amor es presente,
asintió. Le creí. Pero la idea de las almas quedó en mí. Ella lo sabía. No te
preocupes de la muerte, dijo. Igual lo sabrás algún día. Pero si no amas ahora,
nunca conocerás el amor. Entonces me explicó lo de las almas. Lo hizo rápido.
Tenía que irse a remendar un tonto amor.
Los dos estaban turulatos. Su sueño se cumplió. Se
amaban para toda la eternidad. La casa de mi padre tiene muchas moradas,
aseguraban. Despertaron en una de ellas. Esto de ser seres luminosos era de
locos. Habría que ajustarse pronto, también a la carencia de sexualidad. O sea,
ni hombre ni mujer, ni todo lo contrario. Pero de algún modo se reconocían.
Esto no era de ahora. Estaban juntos desde los inicios de los tiempos. Eran
luz. Después de viajar por múltiples mundos al fin descansan. Si los
resplandores poseen edad, ellos tenían todos los años. No tenía sentido de
cómputo alguno. Así que mejor guarde la calculadora. No tenía razón de obtener
el promedio. Lo que sí cabía era entender el diez. Ese número que añade al
amor. Resta el egoísmo. La unión suprema de la unidad con el círculo del
infinito. En fín, el amor mismo. Amor que no necesita de cuentas ni de
cálculos. El diez de la brevedad de la palabra. El de las oraciones rápidas. El
uno era él, el cero era ella. O al revés. Poco importaba.
Lo entendí ahí
mismo.Yo tenía que amar en ese mismo instante o moriría. Pasaría a ser una
estadística del más allá, pero acá. Y amé.
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¡Un relato muy "Paul Morillo"!
ResponderBorrar¡Me encantó! ¡Gran abrazo!