miércoles, 11 de marzo de 2015

El vendedor de cuentos



Paul Fernando Morillo

Estados Unidos


“Libertad no es la ausencia de compromisos,
sino la capacidad de escoger y comprometerme
 con lo que es mejor para mí.”
Paulo Coelho


    Mientras Elvira espera al vendedor de cuentos ambulante en el café, recuenta su vida hasta ese instante. El joven ha trastocado la vida que ella eligió hace treinta y pico de años. En la mañana los destinos se cruzaron empujados por la insistencia de la conciencia de la mujer conejo. Desde que el vendedor de esperanzas asomó, la calle se ha convertido en una chacra llena de vegetales humanos agrupados frente al hortelano.

    Las pupilas de Elvira están fijas en aquel agricultor de palabras que arenga a los transeúntes y les invita a que oigan y compren el cuento del día. Elvira, la mujer vestida de conejo azul, mira hacia  la calle desde una vitrina. Ella, a manera de anuncio, trata de atraer clientes para un negocio sin importancia, siempre es buen pasatiempo, de eso está segura. Está atenta a la actividad de la esquina, le gusta observar el comportamiento de las masas humanas. De todos los disfraces, ella escogió el de un conejo ya que en eso se transforma en la vitrina. Las horas se escurren lentas detrás del disfraz, los lapsos del tiempo pasan sin volver sobre sus pasos; en el eje de los ojos de la mujer conejo está el vendedor de historias, el hortelano de las fantasías y los cuentos, tal como lo encontró una mañana hace treinta días  leyendo historias para los transeúntes.

    El vendedor de leyendas gesticula, grita, llora, ríe mientras lee sus cuentos –el día a día de Jaime-. La curiosidad y algo más tiene embobada a Elvira, quiere saber más del hombre de los cuentos. Cuando mira a Jaime, un olor a heno fresco llena su olfato. Los recuerdos le invitan a subir al tren de la vida de Elvira, y ella se deja llevar, la mujer acaricia imágenes del hombre que ella amó.  

     El joven vendedor de ilusiones escritas posee la misma juventud, la misma energía de la que ella se enamoró varias décadas atrás. Los gestos son los mismos,  pero en cuerpos diferentes. Así fue que un veintitrés   de Enero de 1997, lo recuerda   clarísimo, el fantasma de sus sueños,  asomó sus dientes de magia; la oportunidad mostró la punta de la nariz y la tentó. El enjambre de dudas se desmoronó y Elvira tomó la determinación de separarse del hombre amado para buscar una carrera   de pintora.
De lejos, Elvira puede ver que el joven vendedor de las ilusiones escritas, dibuja la misma sonrisa cautivadora que su pasado amor.   Está convencida de que ve fantasmas materializados del viejo cariño ahora ya amansado y puesto a descansar en el potrero de alfalfa de los amores clorofílicos, acabados e imposibles. Su antiguo novio murió hace una década en brazos de otra mujer, bañado en aires de otra patria, no allí en Quito, Ecuador, según un obituario leído sin prisas un domingo hace tantísimas lunas. La muerte también cargó el amor de Elvira, los vacíos abismales en su corazón son tan grandes que podrían abarcar varias extensas praderas llenas de familias de conejos.

La mujer no ha dejado su madriguera para oír al cuentero, la detiene la exigua posibilidad de que este joven esté relacionado con el viejo batir de su corazón.   Un cosquilleo interior  le avisa,   la tienta. Sin duda alguna le gustaría oír una de esas historias que los transeúntes parecen disfrutar de principio a fin.  –Quizá mañana– piensa Elvira. De súbito repara que el futuro no existe, que solo hay un presente y es este instante, este microsegundo que de forma continua ya es pasado. Decidida, baja de la vitrina y sale a la calle al encuentro del vendedor de los cuentos. Camina unos metros hasta la esquina. Si es que hay sol allá arriba no se siente. Al llegar a la esquina,   repara que el cuentero está ocupado leyendo el cuento del día. Ansía creer que sus ojos le engañan, pero este muchacho es la encarnación de su hombre, tal como lo recuerda en el estático pasado: la sonrisa embadurnada  de esos labios gruesos y eternos, la mirada tierna y poseedora. El  joven   de las palabras   alza su mirada y el albur inclina la balanza hacia el lado de la mujer conejo:

–He aquí el conejo azul de mi cuento, se acaba de materializar y ha venido para que Uds. le conozcan,  –dice el joven y sonríe  con una sonrisa universal que trae los campos de heno a la esquina de la ciudad. Elvira se queda lívida, el disfraz le comienza a molestar y suda copiosamente, los rayos del astro rey le mortifican los brazos y las piernas; en ese instante, siente que el sol le comienza a entibiar el alma. Ni remotamente pensó que algo así sucedería: ponerla en una posición endeble, ni siquiera conoce a este vendedor de cuentos. Y ahora que repara en ello, a juzgar por las palabras que alcanzó a oír, Jaime también la ha estado observando. ¿Ha escrito un cuento sobre ella? Estira su pata de conejo en forma de saludo, pata y mano se entrelazan, el encantador de las vocales y las consonantes le recibe con un tibio “mucho gusto”. Su sonrisa es como de cuento,   inverosímil, cálida y embriagadora. La imagen de la comisura de su boca desparramándose y uniéndose en éxtasis. Mientras el joven escritor enlaza sus manos con las patas azules del conejo  hace que las piernas del conejo gigante busquen afianzarse con más esmero al cemento de la cuadra.  –Te espero a las cinco en el café-net–le dice Elvira.

De regreso a su cuadriculo, ella mentaliza el cuento. Se  repite a sí misma: “el cuentero tiene que leer el cuento a ella, y solo a ella”.

Las horas caminan pesadas,   como si se entreveraran en el acordeón del tiempo, se agrandan y se encogen mientras la vida se desarrolla en la acera, Elvira mira el minutero, faltando de dos a tres minutos para coronar el tope de la hora cinco, decide finalizar el trabajo del día.   Se muda de ropa, el vestido de mujer conejo queda colgado a manera de piel en desuso, como   los animales  sacrificados en el camal.   Con el disfraz se queda guindada la pena del pasado inmutable. Ahora viste otro disfraz, como el de aquellos que ha   visto desfilar todo el día por la   y que la transforman en ciudadana común. Se enfunda en unos jeans salpicados de gotas de nostalgia y pintura   que raspa con la uña de su dedo índice tratando de limpiar el cariño y el olvido. Y espera. Se sirve un café, se sienta,  anhelando la aparición del mago de las letras y las palabras.


Jaime sigue afuera, retirándose de la batalla de los verbos, de las esdrújulas y las consonantes, seguro perdió el marcapasos de la vida moderna; porque cuando el medidor del tiempo golpea casi las seis de la tarde, el vendedor de cuentos entra al café net ignorando que su   parsimonia   ha apuñalado   la paciencia de Elvira sesenta veces.

--Dios Altísimo, ¿de dónde sacaría esa sonrisa? apura Elvira en su cabeza. Jaime va directo a la barra y pide uno de   esos vinos que los chilenos se jactan son de los mejores.  
Mira a los alrededores pero del conejo azul, ni las orejas. Elvira cae en cuenta de que Jaime nunca la ha visto de otra cosa que no sea de conejo azul    y le hace señas con la mano.
El vendedor de cuentos se acerca.   

–Mucho gusto, me llamo Jaime –el vendedor de sueños escritos deja correr una sonrisa que a Elvira le recuerda el enjambre de vibraciones en sus piernas por la mañana. El aire del potrero imaginario se materializa entre sus sienes blancas,  se torna intenso y pasa a ser un torbellino de añoranzas.    Esperanzas que reposan en las inciertas actitudes de las personas ajenas, del anhelo de que lo desconocido se fragüe en realidad.

–Hola yo soy la mujer conejo, sin orejas y sin bigote, responde ella, sintiendo en sus mejillas el ocre de la sangre invadiendo sin aviso, se siente avergonzada a sus sesenta años de edad.
–En que te puedo ayudar, indaga el muchacho de   veinticinco.

–He visto que   vendes tu arte y parece que lo haces bastante bien. Me recuerdas a un viejo amigo   que emigró a España tiempo atrás con un hijo pequeño. Estaba pensando en lo burda que es la vida y su destino, quizás, me pregunto, quizás, este vendedor de cuentos está relacionado con mi viejo y entrañable amigo.

Jaime mide las palabras, apura el vino con sorbos pequeños. El asalto a una de las tantísimas realidades le sorprende, y dicho así a quemarropa por aquella mujer, lo asalta igual como el vino le araña la garganta.

--Lo siento, se excusa Jaime, nunca he estado en España, nunca he salido del país, mi padre murió en Babahoyo, Ecuador.

Elvira ignora las palabras de Jaime, en su corazón se cierne la posibilidad casi cierta.
 
-- Yo también tengo mi arte, ¿sabes? Soy escritora y pintora tengo unos cuadros y unos cuentos que me gustaría que la gente los admire y los compre. Llevo pintando y escribiendo varios años, veintitrés para ser precisa, y por algunos comentarios no lo hago mal, por el contrario lo hago muy bien. No sé si te interesa la posibi...

Jaime corta a  la ex mujer conejo:
-– ¿Y por qué no te has acercado a una galería o a una librería? Quizá podrías alquilar    un carrito para ese fin. Sé que en el centro, los artistas desconocidos venden muy bien sus obras.

--¡Caramba!, exclama Elvira, y agrega, me gustaría que me leas el cuento de esta mañana acerca del conejo azul, al tiempo que extiende un billete de diez dólares.

 Jaime la mide con   sus ojos cafés. Está dispuesto a decirle que se vaya al demonio, pero recapacita. Por diez dólares y   tres minutos de lectura podría pagar su bebida. Alarga la mano a su mochila y extrae un papel, toma un poco de vino, mira al cielo como tomando inspiración y lee el cuento en voz baja, para que la mujer conejo lo oiga solo a él.

“Misión cumplida”, piensa Elvira.

El tiempo toma un respiro de su incesante carrera siempre hacia delante. La voz de Jaime chorrea palabras y su sonrisa las envuelve como papel de regalo:

Érase una vez un reino de los animales de orejas grandes. Allí habitaba una hermosa coneja blanca. Su sueño era teñirse de azul y vivir feliz por siempre jamás. Papá conejo, un precioso conejo English Lop de orejas caídas, le decía a mamá conejo que su sueño tendría que esperar porque ella tenía un bebé conejo en sus entrañas. Los días pasaban y mamá conejo se ponía más triste porque sus sueños azules se chorreaban en blancos insípidos. Pero llegó la hora en que el bebé conejo vino al mundo.   Apenas él   vio los prados de heno, mamá conejo abandonó la madriguera en busca de su sueño, su traje azul. Atrás quedaron papá y bebé, quienes solos, vivieron muchos años entre felices y olvidados. Colorín colorado.

Acabada la lectura, Jaime   mira a Elvira y le dice, si quieres te lo  autografío. Acto seguido escribe algo en el papel, apresura su copa, se siente incómodo, pero feliz. Por su lado, Elvira estaba decepcionada. “Qué cuento mas estúpido”, pensaba, mientras   miraba a Jaime directo a los ojos. Entonces, sacando fuerzas le dijo  :

-Si quieres yo te podría dar algunos de mis cuentos y mis cuadros para que los vendas.

-Gracias, Elvirita, eres muy generosa, pero no vendo nada que no sea mis cuentos, pero valoro tu ofrecimiento, le respondió él.

Ella se queda congelada porque nunca le había dicho su nombre.

Jaime se levanta y sale apresurado por la puerta del café. Elvira mira el papel donde se suponía estaba el cuento que Jaime había leído pero contenía estas palabras:
Papá siempre me dijo cuanto te quería, aún cuando nos dejaste. Él te esperó en Babahoyo hasta el último minuto de su vida. Ya no mires nunca la esquina, porque estará vacía.
Adiós, el cuentero.





2 comentarios:

  1. Excelente cuento,me sentí identificado. Felicitaciones¡¡¡Manuel Teyper

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  2. Excelente cuento,me sentí identificado. Felicitaciones¡¡¡Manuel Teyper

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