Paul Fernando Morillo
Estados Unidos
“Libertad no es la
ausencia de compromisos,
sino la capacidad
de escoger y comprometerme
con lo que es mejor para mí.”
Paulo Coelho
Mientras Elvira espera al vendedor de
cuentos ambulante en el café, recuenta su vida hasta ese instante. El joven ha
trastocado la vida que ella eligió hace treinta y pico de años. En la mañana
los destinos se cruzaron empujados por la insistencia de la conciencia de la
mujer conejo. Desde que el vendedor de esperanzas asomó, la calle se ha
convertido en una chacra llena de vegetales humanos agrupados frente al
hortelano.
Las pupilas de Elvira están fijas en aquel
agricultor de palabras que arenga a los transeúntes y les invita a que oigan y
compren el cuento del día. Elvira, la mujer vestida de conejo azul, mira hacia la calle desde una vitrina. Ella, a manera de
anuncio, trata de atraer clientes para un negocio sin importancia, siempre es
buen pasatiempo, de eso está segura. Está atenta a la actividad de la esquina,
le gusta observar el comportamiento de las masas humanas. De todos los
disfraces, ella escogió el de un conejo ya que en eso se transforma en la
vitrina. Las horas se escurren lentas detrás del disfraz, los lapsos del tiempo
pasan sin volver sobre sus pasos; en el eje de los ojos de la mujer conejo está
el vendedor de historias, el hortelano de las fantasías y los cuentos, tal como
lo encontró una mañana hace treinta días leyendo historias para los transeúntes.
El vendedor de leyendas gesticula, grita,
llora, ríe mientras lee sus cuentos –el día a día de Jaime-. La curiosidad y
algo más tiene embobada a Elvira, quiere saber más del hombre de los cuentos.
Cuando mira a Jaime, un olor a heno fresco llena su olfato. Los recuerdos le
invitan a subir al tren de la vida de Elvira, y ella se deja llevar, la mujer
acaricia imágenes del hombre que ella amó.
El joven vendedor de ilusiones escritas
posee la misma juventud, la misma energía de la que ella se enamoró varias
décadas atrás. Los gestos son los mismos,
pero en cuerpos diferentes. Así fue que un veintitrés de
Enero de 1997, lo recuerda clarísimo, el fantasma de sus sueños, asomó sus dientes de magia; la oportunidad mostró
la punta de la nariz y la tentó. El enjambre de dudas se desmoronó y Elvira
tomó la determinación de separarse del hombre amado para buscar una carrera de
pintora.
De lejos, Elvira
puede ver que el joven vendedor de las ilusiones escritas, dibuja la misma
sonrisa cautivadora que su pasado amor. Está convencida de que ve fantasmas
materializados del viejo cariño ahora ya amansado y puesto a descansar en el
potrero de alfalfa de los amores clorofílicos, acabados e imposibles. Su
antiguo novio murió hace una década en brazos de otra mujer, bañado en aires de
otra patria, no allí en Quito, Ecuador, según un obituario leído sin prisas un
domingo hace tantísimas lunas. La muerte también cargó el amor de Elvira, los
vacíos abismales en su corazón son tan grandes que podrían abarcar varias
extensas praderas llenas de familias de conejos.
La mujer no ha
dejado su madriguera para oír al cuentero, la detiene la exigua posibilidad de
que este joven esté relacionado con el viejo batir de su corazón. Un
cosquilleo interior le avisa, la tienta.
Sin duda alguna le gustaría oír una de esas historias que los transeúntes
parecen disfrutar de principio a fin. –Quizá
mañana– piensa Elvira. De súbito repara que el futuro no existe, que solo hay
un presente y es este instante, este microsegundo que de forma continua ya es
pasado. Decidida, baja de la vitrina y sale a la calle al encuentro del
vendedor de los cuentos. Camina unos metros hasta la esquina. Si es que hay sol
allá arriba no se siente. Al llegar a la esquina, repara
que el cuentero está ocupado leyendo el cuento del día. Ansía creer que sus
ojos le engañan, pero este muchacho es la encarnación de su hombre, tal como lo
recuerda en el estático pasado: la sonrisa embadurnada de esos labios gruesos y eternos, la mirada
tierna y poseedora. El joven de las
palabras alza su mirada y el albur inclina la balanza
hacia el lado de la mujer conejo:
–He aquí el conejo
azul de mi cuento, se acaba de materializar y ha venido para que Uds. le
conozcan, –dice el joven y sonríe con una sonrisa universal que trae los campos
de heno a la esquina de la ciudad. Elvira se queda lívida, el disfraz le
comienza a molestar y suda copiosamente, los rayos del astro rey le mortifican
los brazos y las piernas; en ese instante, siente que el sol le comienza a
entibiar el alma. Ni remotamente pensó que algo así sucedería: ponerla en una
posición endeble, ni siquiera conoce a este vendedor de cuentos. Y ahora que
repara en ello, a juzgar por las palabras que alcanzó a oír, Jaime también la
ha estado observando. ¿Ha escrito un cuento sobre ella? Estira su pata de
conejo en forma de saludo, pata y mano se entrelazan, el encantador de las
vocales y las consonantes le recibe con un tibio “mucho gusto”. Su sonrisa es
como de cuento, inverosímil, cálida y embriagadora. La imagen
de la comisura de su boca desparramándose y uniéndose en éxtasis. Mientras el
joven escritor enlaza sus manos con las patas azules del conejo hace que las piernas del conejo gigante busquen
afianzarse con más esmero al cemento de la cuadra. –Te espero a las cinco en el café-net–le dice
Elvira.
De regreso a su
cuadriculo, ella mentaliza el cuento. Se repite a sí misma: “el cuentero tiene que
leer el cuento a ella, y solo a ella”.
Las horas caminan
pesadas, como si se entreveraran en el acordeón del
tiempo, se agrandan y se encogen mientras la vida se desarrolla en la acera,
Elvira mira el minutero, faltando de dos a tres minutos para coronar el tope de
la hora cinco, decide finalizar el trabajo del día. Se
muda de ropa, el vestido de mujer conejo queda colgado a manera de piel en
desuso, como los animales sacrificados en el camal. Con el
disfraz se queda guindada la pena del pasado inmutable. Ahora viste otro disfraz,
como el de aquellos que ha visto desfilar todo el día por la y que
la transforman en ciudadana común. Se enfunda en unos jeans salpicados de gotas
de nostalgia y pintura que raspa con la uña de su dedo índice tratando
de limpiar el cariño y el olvido. Y espera. Se sirve un café, se sienta, anhelando la aparición del mago de las letras
y las palabras.
Jaime sigue afuera,
retirándose de la batalla de los verbos, de las esdrújulas y las consonantes,
seguro perdió el marcapasos de la vida moderna; porque cuando el medidor del
tiempo golpea casi las seis de la tarde, el vendedor de cuentos entra al café
net ignorando que su parsimonia ha
apuñalado la paciencia de Elvira sesenta veces.
--Dios Altísimo,
¿de dónde sacaría esa sonrisa? apura Elvira en su cabeza. Jaime va directo a la
barra y pide uno de esos vinos que los chilenos se jactan son de
los mejores.
Mira a los
alrededores pero del conejo azul, ni las orejas. Elvira cae en cuenta de que
Jaime nunca la ha visto de otra cosa que no sea de conejo azul y le hace señas con la mano.
El vendedor de
cuentos se acerca.
–Mucho gusto, me
llamo Jaime –el vendedor de sueños escritos deja correr una sonrisa que a
Elvira le recuerda el enjambre de vibraciones en sus piernas por la mañana. El
aire del potrero imaginario se materializa entre sus sienes blancas, se torna intenso y pasa a ser un torbellino
de añoranzas. Esperanzas que reposan en las inciertas
actitudes de las personas ajenas, del anhelo de que lo desconocido se fragüe en
realidad.
–Hola yo soy la
mujer conejo, sin orejas y sin bigote, responde ella, sintiendo en sus mejillas
el ocre de la sangre invadiendo sin aviso, se siente avergonzada a sus sesenta
años de edad.
–En que te puedo
ayudar, indaga el muchacho de veinticinco.
–He visto que vendes
tu arte y parece que lo haces bastante bien. Me recuerdas a un viejo amigo que
emigró a España tiempo atrás con un hijo pequeño. Estaba pensando en lo burda
que es la vida y su destino, quizás, me pregunto, quizás, este vendedor de
cuentos está relacionado con mi viejo y entrañable amigo.
Jaime mide las
palabras, apura el vino con sorbos pequeños. El asalto a una de las tantísimas
realidades le sorprende, y dicho así a quemarropa por aquella mujer, lo asalta
igual como el vino le araña la garganta.
--Lo siento, se
excusa Jaime, nunca he estado en España, nunca he salido del país, mi padre
murió en Babahoyo, Ecuador.
Elvira ignora las
palabras de Jaime, en su corazón se cierne la posibilidad casi cierta.
-- Yo también tengo
mi arte, ¿sabes? Soy escritora y pintora tengo unos cuadros y unos cuentos que
me gustaría que la gente los admire y los compre. Llevo pintando y escribiendo
varios años, veintitrés para ser precisa, y por algunos comentarios no lo hago
mal, por el contrario lo hago muy bien. No sé si te interesa la posibi...
Jaime corta a la ex mujer conejo:
-– ¿Y por qué no te
has acercado a una galería o a una librería? Quizá podrías alquilar un carrito para ese fin. Sé que en el centro,
los artistas desconocidos venden muy bien sus obras.
--¡Caramba!,
exclama Elvira, y agrega, me gustaría que me leas el cuento de esta mañana
acerca del conejo azul, al tiempo que extiende un billete de diez dólares.
Jaime la mide con sus
ojos cafés. Está dispuesto a decirle que se vaya al demonio, pero recapacita. Por
diez dólares y tres minutos de lectura podría pagar su bebida.
Alarga la mano a su mochila y extrae un papel, toma un poco de vino, mira al
cielo como tomando inspiración y lee el cuento en voz baja, para que la mujer
conejo lo oiga solo a él.
“Misión cumplida”,
piensa Elvira.
El
tiempo toma un respiro de su incesante carrera siempre hacia delante. La voz de
Jaime chorrea palabras y su sonrisa las envuelve como papel de regalo:
Érase
una vez un reino de los animales de orejas grandes. Allí habitaba una hermosa
coneja blanca. Su sueño era teñirse de azul y vivir feliz por siempre jamás.
Papá conejo, un precioso conejo English Lop de orejas caídas, le decía a mamá
conejo que su sueño tendría que esperar porque ella tenía un bebé conejo en sus
entrañas. Los días pasaban y mamá conejo se ponía más triste porque sus sueños
azules se chorreaban en blancos insípidos. Pero llegó la hora en que el bebé
conejo vino al mundo. Apenas él vio los
prados de heno, mamá conejo abandonó la madriguera en busca de su sueño, su traje
azul. Atrás quedaron papá y bebé, quienes solos, vivieron muchos años entre
felices y olvidados. Colorín colorado.
Acabada la lectura,
Jaime mira a Elvira y le dice, si quieres te lo autografío. Acto seguido escribe algo en el
papel, apresura su copa, se siente incómodo, pero feliz. Por su lado, Elvira
estaba decepcionada. “Qué cuento mas estúpido”, pensaba, mientras miraba a
Jaime directo a los ojos. Entonces, sacando fuerzas le dijo :
-Si quieres yo te
podría dar algunos de mis cuentos y mis cuadros para que los vendas.
-Gracias, Elvirita,
eres muy generosa, pero no vendo nada que no sea mis cuentos, pero valoro tu
ofrecimiento, le respondió él.
Ella se queda
congelada porque nunca le había dicho su nombre.
Jaime se levanta y
sale apresurado por la puerta del café. Elvira mira el papel donde se suponía
estaba el cuento que Jaime había leído pero contenía estas palabras:
Papá siempre me
dijo cuanto te quería, aún cuando nos dejaste. Él te esperó en Babahoyo hasta
el último minuto de su vida. Ya no mires nunca la esquina, porque estará vacía.
Adiós, el cuentero.
Excelente cuento,me sentí identificado. Felicitaciones¡¡¡Manuel Teyper
ResponderBorrarExcelente cuento,me sentí identificado. Felicitaciones¡¡¡Manuel Teyper
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