Elvirita
Hoyos
Colombia
El soldado
irrumpió en los aposentos sagrados de Antonia y le entregó una carta. Ella
pensó que era de su amado Juan, quien no se sabe por qué razón estaba en
batalla, haciéndole frente al enemigo, cuando debía estar allí, con ella, como así le había prometido el día que juró amarla
por siempre y nunca, nunca separarse de ella, ni por un instante. No lo
comprendía, porque en su territorio no existía guerra alguna y Juan no era
militar. Pero la carta la había entregado un soldado y además, ¿cómo había
llegado hasta allí? Este pensamiento le impidió leerla Sin embargo una voz
extraña, la leyó por ella. Miró sus manos y ya no tenía la misiva y con esta
visión despertó en la misma mañana en que Domitila entró apresuradamente a contarle
que había muerto la vecina.
Antonia se
incorporó ágilmente en su cama. Pensando que ese
era el contenido de la carta, había recordado de pronto una palabra: muerte.
Además, muchas veces había escuchado cuentos, donde los que se van, se despiden
de sus seres más queridos, con mensajes que se infiltraban en los sueños. Sin
importar la distancia en el espacio geográfico que los separara. Para los
muertos, no hay distancias, se dijo. Con este pensamiento, agradeció a su amiga
que se despidiera con una carta y no con un beso. Eso la habría asustado a
punto de infarto. Interpeló a la sirvienta, con asombro y curiosidad, pues su
vecina no estaba enferma. Domitila no tenía noticias de lo que había pasado.
─lo único
que puedo garantizarle, dijo, es que muerta sí está y bien muerta, desde la
ventana vi llegar el carro mortuorio a buscarla, la casa, está llena de gente.
Hay hasta policías.
─ ¿Por qué
policías?, se preguntó Antonia, pensativa, en voz alta, recordando el sueño.
Pronto, dijo a Domitila, sírveme el desayuno, mientras me arreglo.
Media hora
más tarde, Antonia llegó a la casa de su vecina y la ve, viva, rodeada de su
esposo e hijos. Se abrazan y lloran juntas un
buen rato, sin hablar. Antonia trata de contener una alegría que quiere aflorar
desde el fondo de su alma, al ver que su amiga no ha muerto como le había dicho
Domitila. Sin embargo la contiene y expectante, interroga con la mirada, qué ha
ocurrido, quién ha sido, porque efectivamente ha habido un muerto: afuera espera el carro mortuorio. Las personas la rodean, la miran compasivas. En silencio.
─ ¿Qué ha
pasado? ¿Por qué está aquí la policía? ¿Quién murió entonces?
En ese
momento se acerca el soldado de su sueño y le entrega la carta, diciéndole:
─ La
hallamos en su bolsillo, el sobre viene dirigido a usted.
Sin
comprender, la toma y se la queda mirando un
buen rato, piensa en el sueño, y mira al policía que ella confundió con un
soldado y entonces busca con su mirada dónde está el muerto. La cortina humana que lo esconde se abre y entonces ve,
ve que se trata de Juan, quien se ha volado los sesos y escucha una voz entre
la concurrencia que le dice, mostrándole el cuerpo de la otra:
─primero
la mató a ella y luego se disparó él mismo.
Me gustó mucho el paso de esos dos estratos que flotan de punta a punta de la historia: lo premonitorio y lo real. Bien narrado
ResponderBorrarGracias Clide por tu atenta lectura y amable comentario.
ResponderBorrarElvirita
ResponderBorrar!Qué buena narración! El poco tiempo que tengo últimamente me ha privado de tus escritos, pero voy leyendo poco a poco. !!!igues afinando cada vez más esa pluma!!! Te felicito!!!