Caro Nájera
México
Cuando
abrió sus pesados párpados, quedó deslumbrado por la claridad. Unos segundos
después, más despabilado, se dio cuenta
de que tenía compañera de viaje. Tan
dormido se había quedado, que ni se percató en qué estación había subido la
mujer. El muchacho se enderezó al instante, bajando con cuidado las piernas
encogidas. Su único equipaje, una
mochila desgastada con un broche en el cierre ya vencido, había sido su
almohada.
-Buenos
días –dijo ella. Tenía la voz muy delgada y un rostro con facciones aniñadas-.
¿Descansó usted? Dicen que se duerme mal en los trenes.
El
muchacho desvió la mirada sin responder, sus orejas se tiñeron de carmín. Usaba
pantalón de mezclilla con una camisa blanca, deslavada pero limpia y un paliacate
rojo envolviendo su cabeza. Tenía la piel color cajeta y los ojos rasgados.
Aunque era unos años más joven que su vecina, sus manos lucían ásperas, con
uñas negruzcas. Se inclinó y recogió un sombrero de paja que había puesto
debajo del asiento, lo acomodó junto a él.
Ella
decidió mirar por la ventana. El sol recién nacido se extendía como una túnica
dorada sobre los campos sedientos de lluvia. Nunca había visto un cielo tan
zarco ni tan amigable. No quería perder detalle. Le habían dicho que en poco
tiempo el tren tomaría una zona montañosa y luego vería el mar, ese desconocido
que tanta ilusión le daba.
Los ojos
del chico recayeron en su compañera de asiento. Su piel clara estaba salpicada
de lunares; en el recorrido, se topó con los pechos pequeños en un talle corto,
en cambio las caderas exageradas destacaban debajo del vestido recto, color
pistache. Una diadema del mismo tono, contenía la melena oscura peinada hacia
atrás. El bolso negro seguía colgado del brazo izquierdo, desnudo hasta el codo.
Del otro lado, aguardaba un cesto de mimbre cubierto con una servilleta
amarilla.
Ella
sonreía fascinada, embebida en el paisaje. Los cerros pasaban uno tras otro, la
vegetación cambiaba y su corazón latía in
crescendo conforme la espera se acortaba. ¡Por fin! Emergió como un
aparecido silencioso y hechicero. Tan lejano y deseado. Ella juntó sus manos en
un aplauso de aire.
-¿Verdad
que es el mar? –le preguntó al muchacho que simplemente clavó la mirada en el
agua y los chinos espumosos.
La mujer volvió a concentrarse en el
exterior. A ratos le parecía que el mar jugaba a las escondidas: ora se dejaba
ver, ora se escondía detrás de las montañas o de las rocas colosales, ora salía
para esfumarse otra vez, en un juego que concluía cuando el tren se perdía en
la oscuridad del túnel. Solo entonces se sentía nerviosa, sobre todo si la
caverna era muy larga; le parecía que quedarían atrapados en la negrura de la
nada o imaginaba que su vecino desconocido o cualquier otro podrían
aprovecharse de ella, de algún modo; por eso apretaba el bolso con todas sus
fuerzas y aguzaba el oído. Pero cuando por fin se expandía la luz, el miedo se
transformaba en curiosidad hacia el joven de rostro desangelado como si un
dolor profundo le pudriera el alma.
Sin
dejar de mirar por la ventana, la muchacha dijo:
-Qué
bueno que el mar llega hasta Mayaquita. ¿A usted le gusta?
El joven
la miró y luego se encogió de hombros. La muchacha continuó:
-Se me
figura que el agua y las montañas van corriendo para atrás como si tuvieran
prisa por llegar a algún lado, como si ya vinieran de regreso cuando nosotros
apenas vamos. ¿A usted no se le ocurren
cosas así?
El
muchacho miró por la ventana, luego bajó los ojos y movió la cabeza de un lado
a otro.
-¡Qué
lindo es viajar! –La mujer continuó sin mirarlo- Es la primera vez para mí,
¿sabe? Siempre quise ir a algún lado pero no era posible. ¡Imagínese, hasta voy
a conocer otro país! ¿Usted, ha viajado antes?
Entonces
se dio cuenta de que él tenía los ojos cerrados. Ella volvió a la ventana y se
puso a tararear una canción, muy quedito. Una hora más tarde, cuando el chico
abrió los ojos, la muchacha estaba comiendo un bollo dorado, redondo y muy
suave. Levantó la carpeta que cubría la cesta acercándosela al muchacho. Estaba
llena de panes aromáticos, cual si los acabara de sacar del horno. Él se negó a
coger alguno.
-Dicen
que llegaremos atardeciendo a Mayaquita. Ande, pruebe uno, total si no le gusta
lo regresa sin pena, yo no me ofendo.
El
muchacho estiró la mano lentamente y escogió uno ovalado.
-Si le
gusta el requesón, le vendrá bien.
El
muchacho le dio una mordida pequeña, agachó los ojos ruborizado y sonrió.
-Está
bueno.
La mujer
se sintió feliz. Por fin le había sacado dos palabras y una sonrisa a su
reticente compañero de viaje. Así, con el rostro relajado parecía un muchacho
de buena cepa, sin embargo la tristeza aún peregrinaba en sus ojos.
-Yo
misma los hice.
-¿De
veras?
-Sí.
Aprendí en el internado, con las monjas. Teníamos que ayudar en los quehaceres,
¿sabe? A mí me gustó la cocina. Yo inventé ése que está comiendo. Las monjas
los hacían dulces o salados, pero a mí se me ocurrió un día hornearlos con el
requesón adentro. Claro, que no era muy seguido porque no siempre había cuajo.
Mientras
escuchaba la historia, con franco interés, el muchacho comía mucho más
desenvuelto, atento a la plática.
-Cuando
cumplí veintiún años, edad en que uno debe salir del internado, las monjas me
consiguieron trabajo en una panadería y pude pagar un cuarto arriba del
establecimiento. El panadero me regaló esta cesta llena para el viaje y para
Mayaquita. Mi marido, que en paz descanse, me dejó una casa allá, ¿sabe?
-Lo
siento, lo de su muerte.
-Sí,
bueno, en realidad no lo conocí.
-¿No?
-Es que
–y aquí bajó la voz, inclinándose hacia adelante para que el muchacho la
escuchara- me casé por correspondencia.
-¿Se
puede hacer eso? –preguntó el muchacho abriendo mucho los ojos.
-Sí. Un
día, por casualidad, vi en una revista el anuncio de un hombre que buscaba
esposa dispuesta a vivir en la costa y a viajar con él. Al principio dudé pero
me decidí y le escribí. El hombre se había dedicado por completo a su negocio y
de pronto a los cincuenta años, se dio cuenta que no tenía con quien compartir
lo que había logrado. Aunque era bastante mayor que yo, creí que me iría bien
con él. Cuando no se tiene a nadie, una propuesta como ésa no se rechaza. No había una fila de hombres casaderos
esperando por mí. Además, no les gustan las mujeres robustas y comelonas,
¿sabe? A él no le importó eso. Lo más rápido fue casarnos por correspondencia.
Me envió dinero para que arreglara mis papeles y cuando estaba por venir para
llevarme a Mayaquita, murió repentinamente, un infarto ¿sabe?
-¡Dios!
El
muchacho la miraba entre fascinado y conmovido aunque no entendía por qué.
-Sí,
bueno. ¿Qué puedo decirle? Apenas intercambiamos unas cuantas cartas. Pero
el buen hombre me puso en su testamento.
Me dejó una casa y un poco de dinero, para vivir unos meses. En ocasiones la
bondad llega de donde uno menos la espera.
El
muchacho parpadeó varias veces, tragó saliva y se frotó las manos, sudadas de repente.
-¿Y su
familia?
-Bueno,
mis padres murieron de una rara enfermedad. Yo era muy pequeña, no recuerdo.
Mis tíos… Ninguno pudo hacerse cargo de mí, tenían muchos hijos… Me dejaron en
el internado.
-Lo
cuenta como si no le diera tristeza.
-Será
que no me acuerdo de mis padres. Además, en el internado había más niñas,
siempre tenía compañía... No conocí otra vida.
-¿Y no
pensaba cómo habría sido si hubiese tenido padres?
-Algunas
veces cuando fui más grande, pero no demasiado, ¿sabe? Tuve compañeras que sí
los tenían pero sufrían porque ellos las dejaban allí que para que las educaran
bien. Eso era peor, ¿no cree?
El
muchacho asintió pensativo.
-Aprendí
a tomar las cosas como eran, ¿qué caso tiene sufrir por lo que no es ni será?
Callaron
unos minutos, mirando ambos por la ventana. Ilusionada por la nueva amistad y
temiendo que el silencio los volviera ajenos otra vez, buscó reanudar el
diálogo:
-¿Para
qué va a Mayaquita?
-Busco
trabajo.
-¿Qué
hace usted?
-Trabajaba
en los cafetales.
La cara
del muchacho se apagó. ¿Le habría
molestado que quisiera saber más de él? Ella le ofreció otro bollo que él
rechazó. Penetraron en las tinieblas de sopetón y al cabo de unos segundos se
escucharon los sollozos del muchacho.
-¡He
matado a un hombre! –dijo.
La
muchacha se asustó. Ese mozo tan encogido
y parco, ¿era un asesino? ¡Y ella que le había contado tantas cosas! ¿Y si él
saltaba sobre ella, matándola también? A lo mejor llevaba un arma escondida en
la mochila. Pero no, en sus ojos había tormento, no malicia; si lloraba, es que
era piadoso.
-¿Quiere
contarme?
Haciendo
esfuerzos por contenerse, el joven habló con voz muy queda:
-Trabajaba
en una hacienda. El patrón era un hombre duro y abusivo, nos tundía a latigazos
por cualquier cosa que no le gustara. Todos aguantábamos porque éramos pobres y
necesitábamos llevar dinero a nuestras casas. Hace como un mes, se ensañó con
un niño de quince años, nomás porque se tropezó dejando caer el canastillo con
los frutos. Me encabrité, saqué la cara por el chiquillo y el patrón se me vino
encima con el látigo. Lo empujé, se tambaleó y al caer, su cabeza fue a dar
contra una piedra. El doctor dijo que había muerto allí mismo. Los compañeros
declararon que la caída había sido un accidente y hasta ahí el asunto… Pero mi
viejo me aconsejó que me fuera, por las dudas. Nomás alcancé a juntar dinero
para ir a Mayaquita.
La luz
iluminó el vagón, dejando atrás el túnel. El joven estaba inclinado hacia
adelante, con la cabeza sostenida por ambas manos, gimoteando sosegadamente. La
muchacha deseaba abrazarlo o por lo menos acariciar su cabeza pero no se
atrevió.
-Usted
no lo mató, fue un accidente –le dijo.
El
muchacho denegó susurrando, la cara oculta, sorbiendo los mocos.
-Cuando
yo estaba en el internado había una monja que tenía por corazón un erizo
envenenado. Nos pegaba con frecuencia y se burlaba si una era gorda, flaca, fea
o lenta. Yo siempre tenía hambre y una noche me descubrió entrando a la cocina
por otro pan. Me golpeó las manos hasta que quedaron moradas. Durante una
semana me dolieron y apenas si podía moverlas. Yo soñaba despierta que ella se
moría, inventando mil maneras en que podría deshacerme de la malvada monja.
-¿Y qué
pasó? –dijo el muchacho enderezándose, con el rostro mojado de lágrimas.
-Nada,
no me animé. Al año siguiente le dio una enfermedad en las manos: se le
hicieron grandes y engarrotadas. Por las noches y cuando hacía frío, se quejaba
del dolor. No me alegré pero tampoco sentí pena por ella.
La
muchacha dejó la cesta en el asiento. De su bolso sacó un pañuelo blanco, con
un hermoso bordado. Se puso a secar las lágrimas del muchacho, dejándolo luego
en sus manos. Continuó en tono confidencial:
-A veces
le hacíamos travesuras para que la monja se enojara y corriera por la vara con
que nos golpeaba pero ya no podía agarrarla. Nos íbamos riendo y ella nos
maldecía.
Ambos
sonrieron.
-Usted
hizo bien en defender al niño, en defenderse usted mismo. ¡Tuvo las agallas
suficientes, qué va! Si no, ¡quién sabe!
Tal vez el chiquillo fuera el muerto, o usted. Ese hombre no tenía derecho a
maltratarlos.
-No.
-La
gente desalmada le quita a uno las ganas de compadecerse por ella, ¿sabe?
En
seguida tomó la cesta:
-Tome
otro, ande por las muchas penas. Ese espolvoreado tiene crema de anís,
pruébelo.
El
muchacho hizo caso, risueño. Sus ojos todavía mojados, brillaban sin nubes
turbias dejando al descubierto su candor infantil.
-Por
cierto, me llamo Anabel.
-Y yo
Benito.
Estrecharon
sus manos, festivos, amorosos en la
callada complicidad de un viaje que los había rescatado del anonimato y de la
soledad.
-Ya
verás que nos irá muy bien ¡Imagínate, hasta vamos a conocer otro país! -dijo
Anabel- Dicen que viajar y relacionarse con otras personas, hace crecer a la
gente ¿sabes?
Mayo de 2014
Una narración ágil, pulcra con apego a la voz de los personajes en los diálogos. Recomendable. Me gustó.
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