jueves, 16 de julio de 2015

INTIMIDAD



Caro Nájera

México


Cuando abrió sus pesados párpados, quedó deslumbrado por la claridad. Unos segundos después,  más despabilado, se dio cuenta de que tenía compañera de viaje.  Tan dormido se había quedado, que ni se percató en qué estación había subido la mujer. El muchacho se enderezó al instante, bajando con cuidado las piernas encogidas.  Su único equipaje, una mochila desgastada con un broche en el cierre ya vencido, había sido su almohada. 

-Buenos días –dijo ella. Tenía la voz muy delgada y un rostro con facciones aniñadas-. ¿Descansó usted? Dicen que se duerme mal en los trenes.

El muchacho desvió la mirada sin responder, sus orejas se tiñeron de carmín. Usaba pantalón de mezclilla con una camisa blanca, deslavada pero limpia y un paliacate rojo envolviendo su cabeza. Tenía la piel color cajeta y los ojos rasgados. Aunque era unos años más joven que su vecina, sus manos lucían ásperas, con uñas negruzcas. Se inclinó y recogió un sombrero de paja que había puesto debajo del asiento, lo acomodó junto a él. 

Ella decidió mirar por la ventana. El sol recién nacido se extendía como una túnica dorada sobre los campos sedientos de lluvia. Nunca había visto un cielo tan zarco ni tan amigable. No quería perder detalle. Le habían dicho que en poco tiempo el tren tomaría una zona montañosa y luego vería el mar, ese desconocido que tanta ilusión le daba.

Los ojos del chico recayeron en su compañera de asiento. Su piel clara estaba salpicada de lunares; en el recorrido, se topó con los pechos pequeños en un talle corto, en cambio las caderas exageradas destacaban debajo del vestido recto, color pistache. Una diadema del mismo tono, contenía la melena oscura peinada hacia atrás. El bolso negro seguía colgado del brazo izquierdo, desnudo hasta el codo. Del otro lado, aguardaba un cesto de mimbre cubierto con una servilleta amarilla. 

Ella sonreía fascinada, embebida en el paisaje. Los cerros pasaban uno tras otro, la vegetación cambiaba y su corazón latía in crescendo conforme la espera se acortaba. ¡Por fin! Emergió como un aparecido silencioso y hechicero. Tan lejano y deseado. Ella juntó sus manos en un aplauso de aire.

-¿Verdad que es el mar? –le preguntó al muchacho que simplemente clavó la mirada en el agua y los chinos espumosos.

  La mujer volvió a concentrarse en el exterior. A ratos le parecía que el mar jugaba a las escondidas: ora se dejaba ver, ora se escondía detrás de las montañas o de las rocas colosales, ora salía para esfumarse otra vez, en un juego que concluía cuando el tren se perdía en la oscuridad del túnel. Solo entonces se sentía nerviosa, sobre todo si la caverna era muy larga; le parecía que quedarían atrapados en la negrura de la nada o imaginaba que su vecino desconocido o cualquier otro podrían aprovecharse de ella, de algún modo; por eso apretaba el bolso con todas sus fuerzas y aguzaba el oído. Pero cuando por fin se expandía la luz, el miedo se transformaba en curiosidad hacia el joven de rostro desangelado como si un dolor profundo le pudriera el alma.

Sin dejar de mirar por la ventana, la muchacha dijo:

-Qué bueno que el mar llega hasta Mayaquita. ¿A usted le gusta?

El joven la miró y luego se encogió de hombros. La muchacha continuó:

-Se me figura que el agua y las montañas van corriendo para atrás como si tuvieran prisa por llegar a algún lado, como si ya vinieran de regreso cuando nosotros apenas vamos. ¿A usted no se le ocurren cosas así?

El muchacho miró por la ventana, luego bajó los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.

-¡Qué lindo es viajar! –La mujer continuó sin mirarlo- Es la primera vez para mí, ¿sabe? Siempre quise ir a algún lado pero no era posible. ¡Imagínese, hasta voy a conocer otro país! ¿Usted, ha viajado antes?

Entonces se dio cuenta de que él tenía los ojos cerrados. Ella volvió a la ventana y se puso a tararear una canción, muy quedito. Una hora más tarde, cuando el chico abrió los ojos, la muchacha estaba comiendo un bollo dorado, redondo y muy suave. Levantó la carpeta que cubría la cesta acercándosela al muchacho. Estaba llena de panes aromáticos, cual si los acabara de sacar del horno. Él se negó a coger alguno.

-Dicen que llegaremos atardeciendo a Mayaquita. Ande, pruebe uno, total si no le gusta lo regresa sin pena, yo no me ofendo.

El muchacho estiró la mano lentamente y escogió uno ovalado.

-Si le gusta el requesón, le vendrá bien.

El muchacho le dio una mordida pequeña, agachó los ojos ruborizado y sonrió.

-Está bueno.

La mujer se sintió feliz. Por fin le había sacado dos palabras y una sonrisa a su reticente compañero de viaje. Así, con el rostro relajado parecía un muchacho de buena cepa, sin embargo la tristeza aún peregrinaba en sus ojos.
-Yo misma los hice.
-¿De veras?
-Sí. Aprendí en el internado, con las monjas. Teníamos que ayudar en los quehaceres, ¿sabe? A mí me gustó la cocina. Yo inventé ése que está comiendo. Las monjas los hacían dulces o salados, pero a mí se me ocurrió un día hornearlos con el requesón adentro. Claro, que no era muy seguido porque no siempre había cuajo.

Mientras escuchaba la historia, con franco interés, el muchacho comía mucho más desenvuelto, atento a la plática. 

-Cuando cumplí veintiún años, edad en que uno debe salir del internado, las monjas me consiguieron trabajo en una panadería y pude pagar un cuarto arriba del establecimiento. El panadero me regaló esta cesta llena para el viaje y para Mayaquita. Mi marido, que en paz descanse, me dejó una casa allá, ¿sabe?

-Lo siento, lo de su muerte.
-Sí, bueno, en realidad no lo conocí.
-¿No?
-Es que –y aquí bajó la voz, inclinándose hacia adelante para que el muchacho la escuchara- me casé por correspondencia.
-¿Se puede hacer eso? –preguntó el muchacho abriendo mucho los ojos.
-Sí. Un día, por casualidad, vi en una revista el anuncio de un hombre que buscaba esposa dispuesta a vivir en la costa y a viajar con él. Al principio dudé pero me decidí y le escribí. El hombre se había dedicado por completo a su negocio y de pronto a los cincuenta años, se dio cuenta que no tenía con quien compartir lo que había logrado. Aunque era bastante mayor que yo, creí que me iría bien con él. Cuando no se tiene a nadie, una propuesta como ésa no se rechaza.  No había una fila de hombres casaderos esperando por mí. Además, no les gustan las mujeres robustas y comelonas, ¿sabe? A él no le importó eso. Lo más rápido fue casarnos por correspondencia. Me envió dinero para que arreglara mis papeles y cuando estaba por venir para llevarme a Mayaquita, murió repentinamente, un infarto ¿sabe?

-¡Dios!

El muchacho la miraba entre fascinado y conmovido aunque no entendía por qué.

-Sí, bueno. ¿Qué puedo decirle? Apenas intercambiamos unas cuantas cartas. Pero el  buen hombre me puso en su testamento. Me dejó una casa y un poco de dinero, para vivir unos meses. En ocasiones la bondad llega de donde uno menos la espera.

El muchacho parpadeó varias veces, tragó saliva y se frotó las manos, sudadas de repente.

-¿Y su familia?
-Bueno, mis padres murieron de una rara enfermedad. Yo era muy pequeña, no recuerdo. Mis tíos… Ninguno pudo hacerse cargo de mí, tenían muchos hijos… Me dejaron en el internado.
-Lo cuenta como si no le diera tristeza.
-Será que no me acuerdo de mis padres. Además, en el internado había más niñas, siempre tenía compañía... No conocí otra vida.
-¿Y no pensaba cómo habría sido si hubiese tenido padres?
-Algunas veces cuando fui más grande, pero no demasiado, ¿sabe? Tuve compañeras que sí los tenían pero sufrían porque ellos las dejaban allí que para que las educaran bien. Eso era peor, ¿no cree?

El muchacho asintió pensativo.

-Aprendí a tomar las cosas como eran, ¿qué caso tiene sufrir por lo que no es ni será?

Callaron unos minutos, mirando ambos por la ventana. Ilusionada por la nueva amistad y temiendo que el silencio los volviera ajenos otra vez, buscó reanudar el diálogo:

-¿Para qué va a Mayaquita?
-Busco trabajo.
-¿Qué hace usted?
-Trabajaba en los cafetales.

La cara del muchacho se apagó. ¿Le habría molestado que quisiera saber más de él? Ella le ofreció otro bollo que él rechazó. Penetraron en las tinieblas de sopetón y al cabo de unos segundos se escucharon los sollozos del muchacho.

-¡He matado a un hombre! –dijo.

La muchacha se asustó. Ese mozo tan encogido y parco, ¿era un asesino? ¡Y ella que le había contado tantas cosas! ¿Y si él saltaba sobre ella, matándola también? A lo mejor llevaba un arma escondida en la mochila. Pero no, en sus ojos había tormento, no malicia; si lloraba, es que era piadoso.

-¿Quiere contarme?

Haciendo esfuerzos por contenerse, el joven habló con voz  muy queda:

-Trabajaba en una hacienda. El patrón era un hombre duro y abusivo, nos tundía a latigazos por cualquier cosa que no le gustara. Todos aguantábamos porque éramos pobres y necesitábamos llevar dinero a nuestras casas. Hace como un mes, se ensañó con un niño de quince años, nomás porque se tropezó dejando caer el canastillo con los frutos. Me encabrité, saqué la cara por el chiquillo y el patrón se me vino encima con el látigo. Lo empujé, se tambaleó y al caer, su cabeza fue a dar contra una piedra. El doctor dijo que había muerto allí mismo. Los compañeros declararon que la caída había sido un accidente y hasta ahí el asunto… Pero mi viejo me aconsejó que me fuera, por las dudas. Nomás alcancé a juntar dinero para ir a Mayaquita.

La luz iluminó el vagón, dejando atrás el túnel. El joven estaba inclinado hacia adelante, con la cabeza sostenida por ambas manos, gimoteando sosegadamente. La muchacha deseaba abrazarlo o por lo menos acariciar su cabeza pero no se atrevió.

-Usted no lo mató, fue un accidente –le dijo.

El muchacho denegó susurrando, la cara oculta, sorbiendo los mocos.

-Cuando yo estaba en el internado había una monja que tenía por corazón un erizo envenenado. Nos pegaba con frecuencia y se burlaba si una era gorda, flaca, fea o lenta. Yo siempre tenía hambre y una noche me descubrió entrando a la cocina por otro pan. Me golpeó las manos hasta que quedaron moradas. Durante una semana me dolieron y apenas si podía moverlas. Yo soñaba despierta que ella se moría, inventando mil maneras en que podría deshacerme de la malvada monja.

-¿Y qué pasó? –dijo el muchacho enderezándose, con el rostro mojado de lágrimas.
-Nada, no me animé. Al año siguiente le dio una enfermedad en las manos: se le hicieron grandes y engarrotadas. Por las noches y cuando hacía frío, se quejaba del dolor. No me alegré pero tampoco sentí pena por ella.

La muchacha dejó la cesta en el asiento. De su bolso sacó un pañuelo blanco, con un hermoso bordado. Se puso a secar las lágrimas del muchacho, dejándolo luego en sus manos. Continuó en tono confidencial:

-A veces le hacíamos travesuras para que la monja se enojara y corriera por la vara con que nos golpeaba pero ya no podía agarrarla. Nos íbamos riendo y ella nos maldecía.

Ambos sonrieron.

-Usted hizo bien en defender al niño, en defenderse usted mismo. ¡Tuvo las agallas suficientes, qué va!  Si no, ¡quién sabe! Tal vez el chiquillo fuera el muerto, o usted. Ese hombre no tenía derecho a maltratarlos.
-No.
-La gente desalmada le quita a uno las ganas de compadecerse por ella, ¿sabe?

En seguida tomó la cesta:
-Tome otro, ande por las muchas penas. Ese espolvoreado tiene crema de anís, pruébelo.
El muchacho hizo caso, risueño. Sus ojos todavía mojados, brillaban sin nubes turbias dejando al descubierto su candor infantil.

-Por cierto, me llamo Anabel.
-Y yo Benito.

Estrecharon sus manos, festivos, amorosos  en la callada complicidad de un viaje que los había rescatado del anonimato y de la soledad.

-Ya verás que nos irá muy bien ¡Imagínate, hasta vamos a conocer otro país! -dijo Anabel- Dicen que viajar y relacionarse con otras personas, hace crecer a la gente ¿sabes?


 Mayo de 2014




1 comentario:

  1. Una narración ágil, pulcra con apego a la voz de los personajes en los diálogos. Recomendable. Me gustó.

    ResponderBorrar