Deanna Albano
Caracas, Venezuela
Benigno abrió la
ventana con pasos tambaleantes, pensaba en cómo enfrentar los próximos cinco días cuando le pagaran la
pensión. En la mañana había revisado la despensa, no le quedaba ni un grano de
arroz, ni pasta, mucho menos pudo hacerse un café con leche. Si bien era de
poco apetito, racionaba cuidadosamente sus alimentos, y hacía malabares para
que el dinero le alcanzara. Al abrir nuevamente los potes uno a uno, comprobó que
tampoco tenía caraotas, garbanzos, ni lentejas. Las legumbres habían subido de
precio de una forma tan estrepitosa, que ya no los compraba por kilos, sino por
gramos.
Sentado en la butaca de cuero, observaba el
espacio que dejó el último cuadro pintado por su esposa, una acuarela llena de colorido
que empeñó algunos meses atrás y sin recursos para recuperarla, casi le parecía
como si hubiera empeñado a su esposa. La pared desnuda, manchada de humedad,
parecía multiplicar el vacío, eternizar la ausencia, como la de su único hijo, quien
se había ido al exterior, y a duras penas podía mantenerse. No sabía a quien recurriría
en caso de emergencia.
Benigno fue un
educador insigne. Conocía el nombre de cada uno de sus alumnos y se había
dedicado a ellos, siempre en el mismo liceo y con el mismo empeño, sin importar
el pírrico sueldo que devengaba.
Su mirada se
detuvo en la foto de su esposa muerta hace
algunos años.
—Dentro de todo,
tuviste suerte que no has tenido que pasar por esto. ¿Tu crees que vale la pena
vivir así? —dijo en voz baja y quebrantada.
Salió a su paseo
vespertino. Caminó lentamente al parque cercano y se sentó a tomar el sol. En
lugar del banco donde habitualmente se encontraba con otras personas, se
dirigió al lado opuesto. No quería
hablar con nadie. La algarabía de los niños le llegaba tenue, mientras absorto
en sus pensamientos ponderaba como marcharse de este mundo causando las menores
molestias posibles. Por el susurro en los matorrales advirtió que se acercaba
la noche. Con porte erguido emprendió el regreso.
Al llegar a su
casa, en la planta baja coincidió con el nuevo vecino a quien conoció días antes,
en un intercambio de pocas palabras. El muchacho tenía un zarcillo en la oreja izquierda
y el pelo pintado de amarillo. Vestía bermuda playera de colores y una
camiseta. Evidentemente venía de hacer compras en el auto mercado. ¡Vaya pinta
la del nuevo vecino!, pensó, recordando cómo se vestía él en sus tiempos.
Mientras
esperaban el ascensor, los ojos del anciano no se despegaban de las bolsas
repletas de víveres.
—A que piso va, señor?,
preguntó el joven mirando de reojo.
—Al quinto,
gracias. —dijo, manteniendo la mirada esquiva, pero fija en los paquetes.
—Ah, yo voy al sexto.
Cuando Benigno
se bajó del ascensor, notó que el joven esperó a que entrara al apartamento. Él, abrió la puerta cabizbajo, con
pasos lentos, pero cautelosos. Una vez dentro, se apresuró a cerrar todas las ventanas,
aseguró el pasador en la entrada, cruzó el cuarto y se aproximó a la hornilla
de gas. Sus manos estaban frías.
Sonó el timbre. Sus ojos se abrieron como dos
platos. No sabía si abrir la puerta. Sus manos seguían frías. Volvió a sonar el
timbre. Benigno abrió la puerta a medias, procurando acomodar su cuerpo en caso
de que tuviera que atajarla. ¡Era el vecino! Lo vio extender su mano y se echó
hacia atrás.
—Le traje esto, —dijo,
le entregó una bolsa y subió las escaleras sin darle tiempo de responder. Benigno quedó desconcertado.
En la bolsa encontró un kilo
de pasta, uno de arroz, un cuarto de café y una lata de leche. Sonrió agradecido.
Sabía que ya no estaría tan solo. Luego rió a carcajadas de sí mismo,
recordando que le habían cortado el gas días antes.
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