lunes, 14 de diciembre de 2015

El vecino


 Deanna Albano

Caracas, Venezuela

Benigno abrió la ventana con pasos tambaleantes, pensaba en cómo enfrentar  los próximos cinco días cuando le pagaran la pensión. En la mañana había revisado la despensa, no le quedaba ni un grano de arroz, ni pasta, mucho menos pudo hacerse un café con leche. Si bien era de poco apetito, racionaba cuidadosamente sus alimentos, y hacía malabares para que el dinero le alcanzara. Al abrir nuevamente los potes uno a uno, comprobó que tampoco tenía caraotas, garbanzos, ni lentejas. Las legumbres habían subido de precio de una forma tan estrepitosa, que ya no los compraba por kilos, sino por gramos.

 Sentado en la butaca de cuero, observaba el espacio que dejó el último cuadro pintado por su esposa, una acuarela llena de colorido que empeñó algunos meses atrás y sin recursos para recuperarla, casi le parecía como si hubiera empeñado a su esposa. La pared desnuda, manchada de humedad, parecía multiplicar el vacío, eternizar la ausencia, como la de su único hijo, quien se había ido al exterior, y a duras penas podía mantenerse. No sabía a quien recurriría en  caso de emergencia.
Benigno fue un educador insigne. Conocía el nombre de cada uno de sus alumnos y se había dedicado a ellos, siempre en el mismo liceo y con el mismo empeño, sin importar el pírrico sueldo que devengaba.

Su mirada se detuvo en la foto de su esposa muerta hace algunos años.
—Dentro de todo, tuviste suerte que no has tenido que pasar por esto. ¿Tu crees que vale la pena vivir así? —dijo en voz baja y quebrantada.

Salió a su paseo vespertino. Caminó lentamente al parque cercano y se sentó a tomar el sol. En lugar del banco donde habitualmente se encontraba con otras personas, se dirigió al lado opuesto.  No quería hablar con nadie. La algarabía de los niños le llegaba tenue, mientras absorto en sus pensamientos ponderaba como marcharse de este mundo causando las menores molestias posibles. Por el susurro en los matorrales advirtió que se acercaba la noche. Con porte erguido emprendió el regreso.

Al llegar a su casa, en la planta baja coincidió con el nuevo vecino a quien conoció días antes, en un intercambio de pocas palabras. El muchacho tenía un zarcillo en la oreja izquierda y el pelo pintado de amarillo. Vestía bermuda playera de colores y una camiseta. Evidentemente venía de hacer compras en el auto mercado. ¡Vaya pinta la del nuevo vecino!, pensó, recordando cómo se vestía él en sus tiempos.
Mientras esperaban el ascensor, los ojos del anciano no se despegaban de las bolsas repletas de víveres.    

—A que piso va, señor?, preguntó el joven mirando de reojo.
—Al quinto, gracias. —dijo, manteniendo la mirada esquiva, pero fija en los paquetes.
—Ah,  yo voy al sexto.

Cuando Benigno se bajó del ascensor, notó que el joven esperó a que entrara al  apartamento. Él, abrió la puerta cabizbajo, con pasos lentos, pero cautelosos. Una vez dentro, se apresuró a cerrar todas las ventanas, aseguró el pasador en la entrada, cruzó el cuarto y se aproximó a la hornilla de gas. Sus manos estaban frías.

 Sonó el timbre. Sus ojos se abrieron como dos platos. No sabía si abrir la puerta. Sus manos seguían frías. Volvió a sonar el timbre. Benigno abrió la puerta a medias, procurando acomodar su cuerpo en caso de que tuviera que atajarla. ¡Era el vecino! Lo vio extender su mano y se echó hacia atrás.

—Le traje esto, —dijo, le entregó una bolsa y subió las escaleras sin darle tiempo de  responder. Benigno quedó desconcertado.
En la bolsa encontró un kilo de pasta, uno de arroz, un cuarto de café y una lata de leche. Sonrió agradecido. Sabía que ya no estaría tan solo. Luego rió a carcajadas de sí mismo, recordando que le habían cortado el gas días antes.


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