lunes, 21 de diciembre de 2015

Golpe Maestro

 

Osvaldo Villalba

Buenos Aires, Argentina

I
Volví a abrir todos los cajones del placard para comprobar que no quedaba nada. Revisé los estantes, la mesa de luz, el cristalero, todo había quedado perfectamente vacío. En el living se amontonaban las cajas rotuladas: PARA TIRAR, PARA LAURA, –mi hermana me había pedido especialmente algunas cosas– PARA MI. Imaginé la cara de Ruth, mi mujer, cuando me viera aparecer con las cajas que me correspondían y no pude menos que sonreír. Dos semanas atrás, antes del infarto, mi viejo disponía de toda la casa a su antojo, y no había querido dejarla cuando mamá murió hace seis años. Decía que esta casa era su inspiración cuando se sentaba a escribir. Y era bastante bueno. Dos libros de cuentos editados, un par de premios y varias colaboraciones literarias en distintas publicaciones. Me reconforta pensar que, por lo menos, hasta el último momento, pudo cumplir el deseo de permanecer en su casa. Ahora me tocaba a mí la horrible tarea de vaciarla. Pero en esto… me encontré sólo. Nadie se ofreció a ayudarme. Por un lado, mejor, porque así tampoco vieron mis lágrimas al encontrarme con algunas cosas mías que el viejo tenía guardadas: dibujos que le hice cuando era un niño, las entradas de mi primer partido en el torneo de fútbol infantil jugando para Estrella de Maldonado, mi primer carné de socio de River Plate…

Había dejado para el final su escritorio. Por supuesto la notebook me la llevaría y los libros de la biblioteca también, aunque Ruth ponga el grito en el cielo. Otra vez sonreí. Comencé a vaciar los cajones del escritorio y allí en el último, debajo de todo, apareció una carpeta que tenía el título de GOLPE MAESTRO. Comencé a hojearla. Era un cuento y era su estilo. Pero yo, que había leído toda su obra, no lo conocía. ¿Sería su cuento póstumo? El papel parecía bastante ajado. En la última página, con el FIN, estaba la fecha 10/11/1990. ¡Tenía más de 25 años y sin embargo era inédito! Me apuré a terminar de embalar lo que quedaba. ¡No veía la hora de estar en mi casa y comenzar a leerlo!

Cuando llegué a nuestro departamento, después de pasar por la casa de Laura a dejarle todo lo que había separado para ella, subí todas  las cajas y las  apilé en el cuarto que uso como oficina. Al verme llegar con los bártulos, el disgusto de Ruth, tal como había imaginado, era evidente.
­­­­­            –¿Dónde vas a poner todo eso? –me dijo, señalando la pila con un mohín de desaprobación– ¡Acá no puede quedar! ¡Ocupa todo el paso!
–Tranquila –respondí con la voz más sosegada que conseguí– Mañana bajo todas las cajas a la baulera, y después, de a poco le iré encontrando lugar a cada cosa. Y las cosas que no tengan lugar, les daré salida.

Esto la tranquilizó un poco y pudimos tener la cena en paz. Como era sábado, lo niños pudieron quedarse levantados un poco más, viendo televisión. En cuanto pude, me escabullí para la oficina y busqué la carpeta. Preparé un un whisky con hielo y me acomodé en el sillón. Accioné el dispositivo que levanta las piernas y recuesta levemente el respaldo y me dispuse a descubrir el Golpe Maestro.

II

Golpe Maestro
Por Hormiga Negra

  Esta historia es absolutamente cierta. Como dicen en las películas: “Los nombres de los personajes han sido cambiados para proteger la identidad de los mismos”. Como puede comprobarse, también mi nombre es un seudónimo, aunque debo reconocer que, dadas mis condiciones físicas, me sienta bastante bien. Los otros personajes del relato son: mi amigo del alma, al que llamaré Abel (por el tango Cafetín de Buenos Aires, ”el flaco Abel que se nos fue pero aún me guía”) y los hermanos, Pietro y Roco, como los Macana (¿se acuerdan de Los Autos Locos), dos atorrantes que nunca trabajaron y que conocíamos desde chicos, allá en el barrio de Barracas. Al momento de esta historia, se dedicaban al juego clandestino –quiniela (una lotería reducida a dos dígitos), apuestas en carreras de caballos, clandestinas también y, cuando se daba la oportunidad, desplumar a algún gil en una mesa del póker. Al personaje “invitado” del relato lo llamaremos Chamaco, un mejicano relacionado con contrabandistas que, por recomendación de un funcionario policial –infaltable en las actividades mencionadas–, se había contactado con los Macana.

III

La introducción del cuento no me dejaba lugar a dudas sobre su autoría. Era muy de él “dialogar” con sus lectores en el relato. Como si estuviera contando la historia delante de un auditorio. Me intrigaba saber a dónde iría a parar todo esto.

IV

El flaco Abel trabajaba en el Banco de la Provincia, la sede central de Capital Federal, en la calle San Martín. Había entrado de cadete a los 20 años, y fue pasando por distintos puestos hasta que, por cumplidor y diligente, fue nombrado encargado en el sector de Cajas de Seguridad. Allí estuvo hasta su muerte, seis años atrás. Era un solitario. Nunca se había casado porque decía que las mujeres son encantadoras mientras no te tengan atrapado. Yo creo que nunca superó que la galleguita, la más linda del barrio, lo dejara plantado por un compañero de facultad, cuando apenas tenían 20 años. Desde entonces le escapaba a cualquier compromiso serio. Pasaron los años, nos fuimos del barrio. Me casé, nacieron mis hijos, pero seguimos siendo amigos. El flaco decía siempre que sólo el cigarrillo le era más fiel que yo. Lo que no decía es que yo no lo iba a matar, en cambio el cigarrillo…

De esa época sólo teníamos contacto con los hermanos Macana, porque una vez por mes, el segundo jueves, organizaban en su antro, dos piezas alquiladas en un conventillo de San Telmo, una partida de póker y casi siempre, nos contaba entre sus participantes. Nos causaba mucha gracia la contraseña que Pietro había implementado para abrir la puerta de la pieza los días que había juego: El visitante debía decir “Maverick”, como aquel legendario personaje de la serie norteamericana que interpretaba James Gardner, un excelente jugador de póker. Abel jugaba fuerte, total, decía, no tengo a quien dejarle la plata. Roco, lanzaba una risotada cavernosa y le respondía que entonces, ése era el  mejor lugar donde dejarla. Yo, como responsable padre de familia, tenía ya dispuesto mensualmente lo que iba a perder en la mesa y no me pasaba de esa cifra. De más está decir que eran contadas la veces que ganábamos, pero lo tomábamos como una noche de “volver al pasado” y nos reíamos mucho. Creo que Los Macana eran condescendientes con nosotros y no nos “desplumaban” como a otros participantes. Por otro lado les servíamos de relleno.

La historia que voy a contar comenzó en una de esas partidas, hace unos 15 años atrás, en el mes de julio. Cuando llegamos esa noche estaba sentado a la mesa un tipo morocho de grandes bigotes, que nos fue presentado como Chamaco, un mejicano que estaba de paso por Buenos Aires. A la habitual botella de whisky que, junto con los habanos de Los Macana y los cigarrillos de Abel, le daban al lugar el clásico ambiente de garito, se había agregado una botella de tequila, aportada por el visitante. Esa noche los ganadores fuimos el Chamaco y yo. Entre el tequila y las buenas cartas, el mejicano estaba eufórico. Cuando finalmente se fue, despidiéndose con un “hasta el sábado”, Roco nos hizo una seña para que nos quedáramos un rato. Sirvió una ronda más de whisky, el tequila se había acabado, y nos contó:
El Chamaco vino recomendado por el Principal Ramos, de la comisaría 28°. Necesitaba gente para un operativo rápido y limpito y el Principal lo mandó a hablar con nosotros. Él es el contacto entre un grupo de desarmaderos de autos de Florencio Varela y una banda que recibe autos robados en el Paraguay.
¿Y nosotros que tenemos que ver todo esto? –dije un poco alarmado ¡yo me voy! –e hice ademán de pararme.
¡Pará, pará! –me dijo el flaco Abel, sujetándome de un brazo y haciéndome sentar otra ve –dejalo que termine.
El tipo se peleó con uno de los capos de Varela que no le quiere reconocer su porcentaje en el negocio. Y este fin de semana el Chamaco deberá entrar por el Tigre, desde Uruguay trayendo un pago importante. Pero, claro…¡Nunca se está libre que los intercepte Prefectura! – y mirándome a mí continuó – Y vos, Hormiga, con esos bigotes tupidos, y lo morocho que sos, harías un prefecto perfecto, disculpando el juego de palabras. Sólo tenemos que conseguir los uniformes, cosa sencilla.
¡Vos estás loco! ¡Nos van a matar a todos! –le dije, mirando al flaco Abel, buscando su aprobación.
¡Pará, pará! –dijo otra vez Abel. Y dirigiéndose a Roco ¿Cuánto hay?
Para ustedes…un cuarto de verdes
–¿Doscientos cincuenta mil dólares? – – los ojos de Abel se iluminaron como faroles – A ver, contame cómo sería todo el operativo.
Tomó la palabra Pietro:
–El Chamaco viene de Colonia en una embarcación pequeña con los tipos que traen la plata. Lo dejan en la casa de la isla que le conseguimos. El desembarco está previsto para después de las 22 horas, más o menos. Una vez que los paraguayos se hayan ido, el Chamaco va a esconder la plata en la arboleda que rodea la casa y preparará valijas llenas de papeles que es lo que subirá al bote que lo vendrá a buscar de parte de los desarmaderos como a las 2 de la madrugada del domingo. Esa es la embarcación que vamos a interceptar con nuestra lancha, como si fuéramos de prefectura, y esas serán las valijas que vamos a “confiscar”. En la oscuridad, con el reflector, la luz azul giratoria y la sirena que tenemos, no se va a notar.
–¿Ustedes tienen una lancha? –pregunté incrédulo, y sin esperar la obvia respuesta agregué– ¿Y si los tipos se resisten? Deben tener armas…

Los Macana se miraron y sonrieron. Evidentemente su forma de ver las cosas estaba en una frecuencia diferente a la mía.
–Los vamos a convencer que lo mejor será que se tiren al agua y escapen en la oscuridad. El Chamaco va a dar el ejemplo.
–No me convencen, no cuenten conmigo – dije y busqué mi saco para irme.
–Pensalo – dijo Roco y dio por finalizada la reunión.

Salimos, la noche estaba muy fría, caminamos en silencio por las solitarias calles de San Telmo hasta la 9 de Julio. Cuando llegamos a la parada del colectivo, Abel me dijo:
–No me parece tan malo. Al fin y al cabo le estamos robando a un ladrón, no? Y…un poco de riesgo hay, pero cuando en nuestra vida nos vamos a encontrar con tanta plata? Como dijo Roco…pensalo.

Cuando vino mi colectivo nos despedimos con un abrazo. Esa noche y la del viernes, me costó mucho dormirme. El sábado me desperté temprano con una determinación. Iba a sentir un poco de la adrenalina que generan mis personajes de cuentos. Llamé a Abel y le conté. Se puso feliz. Me dijo que Roco lo había citado a las 10 de la noche en la estación de Tigre.

V

No podía creer lo que estaba leyendo. ¿Sería ficción aparentando realidad o mi viejo había participado en algo así? El flaco Abel ¿sería su amigo Roberto que murió cuando yo tenía unos 20 años? En casa ya todos dormían pero yo no podía parar de leer.

VI

A las nueve de la noche nos encontramos en Retiro y tomamos el tren a Tigre. Ambos estábamos nerviosos pero con una excitación inusual. Cuando llegamos los Macana ya nos estaban esperando. Nos fuimos a cenar a un bodegón cerca del muelle donde salen las lanchas que van a las islas. Roco pidió una botella de vino reserva y cuando el mozo se alejó después de servir las copas, comenzó a repasar los movimientos. Había conseguido los uniformes. Eran antiguos pero de noche no se notarían. Tenía todo calculado al milímetro y su seguridad me dio un poco de tranquilidad. Cuando terminamos de cenar, eran cerca de las 12 de la noche. Hora de ponernos en marcha. Pietro pagó y nos fuimos para el muelle.

Todo el procedimiento estaba tan perfectamente sincronizado que repentinamente vino a mi mente la Ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Sonreí pero no dije una palabra. Sin embargo mi pensamiento fue premonitorio. Cuando llegamos a la lancha, que ya estaba “disfrazada” con reflector y luz azul, y Pietro quiso ponerla en marcha…el motor no respondió. Tosió varias veces y por fin quedó mudo. Nos miramos sin saber que hacer. Era evidente que no había un plan B. Roco buscó herramientas y empezó a desarmar el motor. El flaco Abel y yo nos sentamos en el muelle y esperamos. A las tres de la madrugada, sin poder solucionar el desperfecto, Pietro nos dijo:
–Bueno muchachos, procedimiento abortado.

Los Macana se quedaron en Tigre. Abel y yo volvimos a casa sin cambiar una palabra. El tren ya no funcionaba así que fuimos a la parada del colectivo 60. Lo tomamos vacío y nos dormimos en la vuelta. Cuando llegamos a la parada donde tenía que bajarme, me despedí con un ¡chau! Ya en casa dormí hasta el mediodía del domingo.

Dos semanas después ya casi no pensaba en la aventura de ese sábado y si lo hacía era para agradecer que hubiera terminado así. ¿Qué mecanismo de mi mente me había llevado a acometer semejante locura? Una mañana me encontraba en mi escritorio tratando de resolver la forma en que el personaje del cuento que estaba escribiendo, una chica abusada en su infancia, se tomaría la venganza contra su abusador, cuando recibí el llamado del flaco Abel.
–¿Podes venir ahora al banco? ¡Es urgente!
–¿Ahora? Estoy trabajando. ¿Qué pasa?
–No te puedo contar por teléfono. Pero es importante.
–Bueno, está bien. Ahora voy–

El subte iba llenísimo a esa hora. Cuando llegué el flaco Abel me hizo pasar a su oficina, me señaló con un gesto la silla frente a su escritorio, y una vez sentado, en voz muy baja, innecesaria porque no había nadie más, comenzó a hablar.
–Esta mañana, apenas abrió el banco, estuvieron los Macana.
–¿Los Macana? ¿Y qué querían?
–Vinieron a traernos nuestra parte.
–¿Qué? ¿Cuál parte? ¿De que estás hablando?
–Tranquilo, esperá que te cuento. Esa noche durmieron en la lancha y a la mañana consiguieron un mecánico que la hizo arrancar. Fueron a la isla. Encontraron la casilla toda revuelta. Parece que alguien había vuelto buscando la plata. Fueron al bosquecito y se fijaron debajo del árbol caído, que parece que era el lugar convenido con el Chamaco, para esconder el dinero, y… ¡allí estaba todo!. Se lo llevaron y estuvieron esperando la llamada del Chamaco pero nunca llegó. Pietro, con la brutalidad que lo caracteriza, dijo que seguramente se lo habían “olvidado” dentro de un auto viejo antes de meterlo en la prensa. La cuestión, es que nos trajeron nuestra parte, la que nos habían prometido. Ellos guardarían la parte del Chamaco si volvía a buscarla. ¡Nos tocaron ciento veinticinco mil dólares a cada uno! ¡Y sin hacer nada! ¿No es un golpe maestro?

  El flaco estaba exultante. Yo no salía de mi asombro. Me dijo que ya había abierto dos cajas de seguridad, una a nombre mío y otra para él. Por eso necesitaba que le firmara las tarjetas de registro de firmas y me daba los dos juegos de llave de la caja. Por supuesto me llevó a ver la caja y su contenido.
–Contalos si querés – me dijo – yo lo revisé todo.
–¡Salí! ¿Qué voy a contar? Si ya lo hiciste vos está todo bien.

Nos abrazamos, y me fui sin poder creer lo que había pasado. No obstante tenía las llaves en el bolsillo. Y esa era una realidad.

El domingo de la semana que nos tocaba la partida de pócker salí a comprar el diario –sólo compraba el diario los domingos, porque traía una gran cantidad de suplementos– y una noticia en la portada me llamó la atención: “Explosión e incendio en una casa de inquilinato en San Telmo. Dos víctimas fatales”. Lo primero que pensé tiene que ver con la utilización del lenguaje. ¿Porqué los periodistas usan “fatal” como sinónimo de “mortal”? La muerte es una fatalidad, pero no siempre los acontecimientos fatales, son mortales. Discurría en estas elucubraciones mientras buscaba la nota principal, cuando, al comenzar a leer los detalles, se me paró el corazón. El lugar era la casa de los Macana, y ellos eran las víctimas. Culpaban a una garrafa en mal estado que había explotado. Yo estaba seguro que no había sido un accidente. Cuando llegué a casa lo llamé al flaco Abel, que aún no se había enterado. Se quedó consternado y pensaba igual que yo. Nuestra duda, ahora, era saber si alguien más que el Chamaco sabía de nuestra conexión con ellos.  Los meses siguientes fueron de mucha tensión. Nos hablábamos a diario, y compartíamos nuestras experiencias. Cuando salíamos caminábamos mirando atrás y a los costados permanentemente.

Pasaron los meses y no tuvimos ningún acontecimiento que nos trajera preocupación y, poco a poco, nos fuimos tranquilizando.

El flaco Abel hizo algunos viajes con su parte, pero en general gastó bastante poco. En mi caso, nunca toqué un billete de lo que había en la caja. Cuando el cáncer de pulmón le puso plazo a la vida del flaco, antes de retirarse del banco por invalidez, puso también su caja a mi nombre, ya que él no tenía a quien dejárselo y me recomendó que, en ambas cajas incluyera a mi hijo, que ya era mayor de edad, como cotitular, para que alguien más pudiera acceder a ellas si yo no podía.
–No hace falta que tu hijo venga –me dijo– Sólo decile que te firme estos formularios y me los traes al banco. Así le contás cuando quieras y no ahora.
Le llevé los formularios firmados y me dio las llaves de su caja. Poco tiempo después, se fue. Lloré en su sepelio por primera vez en muchos años. Ni mi mujer ni mis hijos se enteraron de esta historia, ni de los dólares de las cajas de seguridad. Ni siquiera que los recibos de titularidad y las llaves de las cajas están escondidos en el jarrón chino que tengo en el cristalero. ¿Me llevaré el secreto a la tumba?
FIN
10/11/1990

VII

¡El  jarrón chino! ¡Había uno cuando embalé las cosas! ¿Se referiría a ese? Recordaba vagamente que el viejo me había hecho firmar una vez unos papeles de un banco que, según me explicó, necesitaba para abrir una caja de ahorro. ¿Qué hice con el jarrón? Espero que no haya ido a parar a las cajas “PARA TIRAR”. Si estaba en las de Laura o en las mías, tal vez… O quizás sólo eran juegos entre ficción y realidad de la mente de mi padre. No me aguanté y comencé a abrir las cajas que estaban apiladas a mi lado. En la tercera caja… estaba el jarrón. Mi corazón latía aceleradamente. Lo tomé, saqué los papeles en los que lo había embalado, metí la mano por la boca… ¡Y allí estaban las llaves!

VIII – Epílogo

Laura y Ruth, tendidas al sol sobre las reposeras, saborean los tragos que acaba de traer el mozo del bar de la playa. Los niños juegan con la arena al borde del mar. Hace una semana que disfrutamos de las instalaciones, all inclusive, de The Royal Playa del Carmen Hotel, al sur de Cancún. Al lado de la notebook, el hielo se derrite lentamente en mi vaso de whisky, mientras, desde algún lugar, quizás sonriendo, “Hormiga Negra” nos mira complacido mientras usufructuamos su Golpe Maestro.

Osvaldo Villalba
10/08/2015






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