Paola Pamapre
Concepción del Uruguay, Argentina
Desde el mediodía la atmosfera se
fue enrareciendo. Un desasosiego extraño
me invadió y no podía estarme
quieta. Estaba sedienta y alterada. Pero no era la única. El revoloteo de los alguaciles lo fue
presagiando. Las hormigas andaban desorientadas por sus senderos y el gato no
dejaba de lamerse los pelos electrizados.
Los bichos tienen un sentido especial para estas cosas, es solo cuestión
de presentimiento…o instinto de preservación.
Finalmente se largó. Un cielo plomizo y encapotado se partió en dos y
comenzó a volcar cataratas de agua.
La tormenta arreciaba y yo sentía la zozobra correr por mis venas y
bloquear mi cerebro.
El aire, cargado de estática, se
arremolinaba entre los arboles cercanos y
hacia crujir el techo y las paredes de madera. Sola y alterada escuchaba los
silbidos del viento y veía, por entre las tablas, flechas de luz enceguecedora. La tarde estaba llegando anticipadamente a su fin, oscurecida por el cielo cada vez más
sombrío. Los tonos morados eran el telón fondo donde los relámpagos parecían
tejer extrañas telarañas. Llovía como en el diluvio.
Entre el estruendo, como
respondiendo a mi esperanza de náufrago, escuché la voz de Carlos. No podría verlo hasta el próximo refucilo,
pero comprender que su presencia no se
haría esperar, ya me calmaba y sentí
mermar la angustia.
Con un golpe brutal, el portón se
abrió de par en par. El viento azotó ambas hojas de madera como queriendo
sacarlas de sus goznes y baldazos de
lluvia acompañaron la figura que imaginé más que vi.
Me llegaron más cercanas y
consoladoras las palabras gritadas a voz en cuello. Carlos estaba empapado, las ropas que trataba
de sostener parecían extrañas alas agitadas por el vendaval, y a contraluz de la claridad que venía del
exterior, caminó lentamente hacia mí.
- ¡Calma, calma! – Dijo para
serenarme – tranquila mi preciosa, ya estoy acá.
Comenzó a acariciar mi espalda y mi
cuello. Me abrazó y pude sentir su olor
tan familiar. Mi piel erizada, en contacto con la palma de su mano, comenzó a
contener los temblores. Sin embargo, no
podía dejar de sacudir la cabeza, mis ojos registraban cada destello de las
luces como un caleidoscopio, mientras que mis orejas percibían el rugido de la
tempestad como un estampido insoportable.
Elevé las manos y, sin poder
contenerme, intenté salir corriendo del
establo. Estaba enloquecida,
descontrolada y sin querer atropellé a Carlos que cayó contra un poste. No
quería lastimarlo, fue un accidente. Detuve mi impulso y regresé. Carlos estaba
tendido en el suelo, inmóvil. Después de un rato demasiado largo, se levantó
dolorido, refregándose la espalda. Afuera la tempestad amainó y comenzaba a regresar la calma. Me acerqué a
él como pidiendo perdón.
Me tironeó de las crines y me dio
una manzana. Acarició mi hocico
tembloroso y puso una manta sobre el lomo transpirado.
- Yegua de mierda, casi me mata – le dijo a la mujer al volver a la casa con
olor a estiércol.
Me encanta! Cómo mantenés al lector en vilo hasta el final!!! Chapeau!
ResponderBorrarExcelente descripción con un final sorprensivo.
ResponderBorrarExcelente descripción con un final sorprensivo.
ResponderBorrar¡Genial Paula! ¡La tensión y el final sorpresivo arman una gran historia!
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