viernes, 10 de marzo de 2017

El Espía

 Jaime Aldana

Lima, Perú




––Yo sé quién lo mató ––le digo al jefe de policía de la comisaria. Me mira como si no me hubiera escuchado, y pregunta: ––¿Qué dices? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te llamas? ––Señor, le digo que sé quién asesinó a don Humberto. ––¿De qué hablas? ––pregunta. Estoy por perder la paciencia con este policía tan cerrado. ––Le hablo del carnicero de la esquina. Al que mataron la semana pasada. ––¿Y tú qué sabes? ––Yo sospecho quién fue el asesino. ––¿Sabes o no sabes? ¡Ven para acá! ––exclama. Llegamos a una oficina donde hay varios policías, y dice: ––Ortíz, tómele la declaración a... ––me contempla con cara de interrogación. ––Diego ––respondo. ––Haga lo que le digo, luego me avisa ––ordena. Antes de que se vaya, le digo: ––Jefe, lo que yo quiero es ayudar ––me regala una mirada furiosa y se va. Ortíz me pregunta: ––Nombre completo. ––Mire, no quiero que se sepa mi nombre. Lo que quiero es que atrapen al asesino. ––¿Cuántos años tienes? ––Dieciséis, pero ya voy a cumplir diecisiete. Mire señor, yo quiero ayudar. Pero si me ponen tantas trabas, me voy ––le respondo. Hago el falso ademán de irme. ––¿Y tú qué sabes? ––La noche del asesinato yo me encontraba en el techo. A veces me subo a pensar. La verdad, me gusta saber qué pasa en el vecindario. Fue ahí donde escuché dos disparos. Me quedé paralizado. Recordé que podría caerme una bala perdida, y me agaché. En ese momento chirriaron las llantas de un auto. Quise ir a ver qué pasaba, pero me contuve. Ya me enteraría después. ––¡Pero dime quién crees que fue el atacante! ––grita; ya sabía que los policías pierden la paciencia con facilidad. ––Se llama Joaquín Centeno. Vive en el condominio Santa Cruz, donde vivo yo. Bloque 2, apartamento 101. ––¿Y cómo sabes que fue él? ––La noche de los disparos me quedé ahí hasta tarde. Me senté en una saliente del techo. Me gusta el silencio y observar el cielo de noche. Fue ahí cuando vi que una luz se encendía. Estaba como a tres o cuatro bloques de distancia. No lo sabía exactamente. Escuché una discusión. El señor salió al patio que compartimos todos los vecinos. Se usa como tendedero. Se fumó dos cigarrillos seguidos. Caminaba de un lugar a otro. Nunca vi que alguien hiciera eso. Luego se metió a su casa. ––¿Y eso es todo? ¿Tú crees que eso es suficiente para acusar a alguien? ¡Debes estar loco! ––grita Ortíz. ––Bueno… sí, pero creo que al menos deberían interrogarlo. He leído que las personas tienen un mismo comportamiento. Si cambia su conducta, es por algo. Además, ocurrió el mismo día de los disparos. No creo en las coincidencias ––le digo. Pienso que ha sido inútil venir a la comisaría. ––¡Saquen a este muchacho de aquí! ––ordena. Un policía se acerca dispuesto a llevarme por la fuerza. ––Ya me voy, pero… no nada. Yo solo quise ayudar ––le digo, mientras camino a la salida. Tres días después fui a la comisaria. Temía que me reconocieran y me echaran de nuevo. Moría de ganas de saber si habían investigado. Decidí entrar. En la oficina se encontraba el jefe hablando con Ortíz. Quise dar media vuelta para irme, pero me llamaron: ––¡Venga para acá! ––Sí, señor… ––dije con timidez. ––Tenías razón. Ya hemos atrapado a ese tal Joaquín. Tenía una requisitoria. ¿Tú lo conocías? ––me preguntó el jefe. Luego me enteré que era el Comandante López. Respiré aliviado. ––No, señor. Lo averigüé. ––¿Cómo así? ––Por la camisa. ––¿Qué camisa? ––La camisa que usaba ése día. Era rosada, a rayas. No sé por qué se quitó la ropa. Dejó todo en el patio. Al día siguiente la vi colgada en el tendedero. Fui hasta allá sin que me vieran y la agarré. Después toqué puerta por puerta para ver a quién pertenecía. Hasta que di con el dueño. Salió la esposa del hombre. Le dije que se había caído del tendal. Me dio las gracias. Ahí le pregunté cómo se llamaba su esposo. ––No creo que hayas podido ver la camisa. ¿Acaso no era de noche? ––me preguntó el Comandante. ––Sí, señor, pero yo siempre llevo mis binoculares.

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