miércoles, 9 de marzo de 2016

La noche del sábado


 Osvaldo Villalba

Buenos Aires, Argentina


Asunto: La noche del sábado

Querida Silvina:
Utilizo este medio como última opción de comunicarme con vos, habida cuenta que no respondés mis mensajes ni atendés mis llamados.

A pesar del poco tiempo que nos conocemos quiero hacerte saber como te aprecio y me gustaría poder seguir alimentado esta relación como lo hicimos hasta la noche del sábado.

Por eso quiero explicarte los motivos que me llevaron a reaccionar como lo hice y puedas así comprenderme, haciendo un paralelo con el título de aquella película que vimos juntos, “No sos vos, soy yo”, la culpa es sólo mía.

Recuerdo el día que nos conocimos en el cumpleaños de Alicia. Habías llegado acompañada de ese rubio musculoso, de camisa blanca dos talles más chicos del necesario, justamente para usarla apretada al cuerpo resaltando así su torso trabajado en incansables horas de gimnasio. Como era de esperarse, al rato, el tipo era el centro de atención de todas las chicas, y egocéntrico como era se olvidó de vos. Por mi parte, como es mi costumbre, –tímido como soy– estaba en un rincón concentrado en mi copa. Te sentaste a mi lado, trayéndome otra copa. Me preguntaste si estaba aburrido. Intenté una respuesta que sonara inteligente, cambiando el verbo estaba por era, aburrido es mi naturaleza. El efecto fue el buscado porque te reíste, sin percatarte de la realidad: eso sentía yo. Después de un pequeño sorbo a tu copa, dijiste con un tono de gravedad fingida, Ninguna persona es aburrida todo el tiempo, las situaciones generan ese estado, por ejemplo, asistir a un cumpleaños por obligación. ¡Casi se me cae la copa de la mano! ¿Tanto se me nota?, pensé. Con una sonrisa te dije cuán perceptiva eras y te expliqué mi amistad con Alicia desde la escuela primaria, la importancia de mi asistencia a su cumpleaños, no fallarle aún cuando no encajaba en su grupo de amistades, por eso tomé ese evento como un compromiso de amistad, hacer algo por un amigo aunque no le guste.
Lejos de desanimarte con mi confesión, me aseguraste que el aburrimiento no estaba en mis genes y así como hacía cosas sin gustarme debía haber otras hechas con gusto. Y me pediste que nombrara cuáles. Dudé si decirte la verdad, por no parecer presuntuoso, pero después pensé, al fin de cuentas, no tengo por qué ocultar mis gustos. Enumeré entonces mi afición por el teatro, sobre todo el independiente –también llamado underground para diferenciarlo del comercial–, por la ópera, los conciertos y el ballet, sin olvidar la lectura, por ocupar una gran parte de mis fines de semana. A esta altura me preguntaba por qué no habías huido espantada a saltar como hacía el resto de la gente en la pista de baile. Entonces subí la apuesta y te dije como todo eso, mis preferencias, para el común de la gente es aburrido. Esa vez no te reíste y me dijiste muy seria, tal vez fuera así para el común de la gente pero a vos te estaba mostrando una persona con una sensibilidad especial y eso no es aburrido en lo más mínimo.

Y así seguimos charlando toda la noche. Y cuando llegó la hora de retirarnos me sorprendiste al decirle al rubio, cuando se acercó a buscarte, que se fuera tranquilo, yo te acompañaría. La cara de disgusto del fulano me hizo disimular mi asombro y lo miré con mi mejor expresión de ganador. Me sentí como si lo hubiera puesto KO en el primer round con un directo al mentón. Después te disculpaste dispensándome de acompañarte por haberlo inventado para sacarte al coso de encima. Llamarías un taxi. Sabías que  yo no iba a aceptar de ninguna manera dejarte sola, pero igual me dejaste hacer todo el esfuerzo para demostrarte mi voluntad de llevarte. En la puerta de tu casa nos despedimos con un beso en la mejilla, prometiéndonos llamarnos luego de intercambiar nuestros celulares.

Nunca te lo conté pero el viernes siguiente, cuando me llamaste preguntándome, en tono de broma, si había conseguido entradas para la ópera, me había pasado las últimas tres horas elucubrando la forma más “casual” de llamarte. Nos reímos un rato hablando tonterías y después de confesar mi absoluta carencia de programa, te invité a cenar comida armenia. Esa fue nuestra primera salida solos. Para mí fue muy gratificante ver que teníamos tantos puntos en común en nuestra manera de ver las cosas y disfruté muchísimo tu compañía.

A partir de ese día, tomé la iniciativa de llamarte, siempre aclarando que mis propuestas no interfirieran en tus programas con otras personas. No puedo dejar de agradecer tu paciencia por acompañarme, en los últimos tres meses, al cine –soportando mi elección–, a ver IL TROVATORE en el teatro Avenida y, lo más meritorio, tu disposición a comer en los distintos restaurantes típicos –comida mejicana, tailandesa, peruana, judía– conociendo tu afición a las cadenas de comida rápida.

Por eso, cuando el sábado pasado elegiste ir a un restaurante con cena y baile no pude negarme. ¿Cómo no iba a darte el gusto después de haberme acompañado en todos mis programas? Sólo te aclaré que era muy malo bailando y te reíste.

La comida estuvo muy buena. Los momentos de baile con salsa, cumbia y otras melodías movidas las fui salvando como pude, tratando de copiar los pasos de los demás y como nadie se fija en el otro hasta fue divertido. Después del postre y el champagne, invitado por la casa, vinieron los lentos. Traté de disuadirte argumentando cansancio pero tu insistencia y predilección por los boleros acabaron con mi resistencia. Como música, a mí también me gustan. Salimos a bailar y me pasaste los dos brazos por el cuello apretándote contra mí. Cantabas los boleros en mi oído, me acariciabas el pelo y yo, transpirando –lo debes haber notado–, estaba cada vez más tenso. Cuando por fin decidimos irnos fue un alivio para mí. Pero al llegar a tu casa me ofreciste subir a tomar un café. Intenté rehuir la invitación preguntando si no era tarde, pero tu respuesta me descolocó. Con una mirada pícara me preguntaste para qué era tarde, si me esperaba mi esposa en casa. Nunca antes habíamos hablado de nuestra vida personal, ni nos habíamos hecho preguntas íntimas. Me repuse de la sorpresa y traté de salir de la situación con una broma, respondiendo que sólo me espera mi gata Frida pero, como no sabe la hora, nunca me regaña.

Subimos a tu departamento y todo se desarrolló como un torbellino. Apenas cerramos la puerta, me llevaste de la mano hasta el sofá, sacaste mis zapatos y recostada sobre mí comenzaste a besarme suavemente mientras me desabrochabas la camisa y el cinturón. Yo estaba muy nervioso y no sabía cómo pararte. Sólo atiné a decirte que mejor me iba. Y esa chispa encendió la mecha. Toda tu dulzura se transformó en un volcán de ira. Ahora, más tranquilo lo entiendo y hasta lo justifico. Como una ametralladora me preguntaste qué pasaba, si no me gustabas, si era eso. No me salían las palabras. Creo haber dicho: no, no es eso, sos muy hermosa o algo parecido. La respuesta, en lugar de calmarte aumentó más tu enojo. A los gritos me preguntaste cuál era el motivo entonces, si yo creía estar con una puta,  o  que te estabas regalando, o si te consideraba poca cosa para un intelectual como yo. La forma de marcar las sílabas de “intelectual” me causó gracia, pero traté de que no se me notara porque no estaba el horno para bollos. Intenté hilvanar una explicación pero ya no me diste oportunidad. Con los ojos centelleantes me echaste de tu casa. Desaparecer de tu vista fue la ordenanza.
Y para cumplirla te paraste, abriste la puerta y me empujaste afuera. No hubo forma de calmarte. Cuando estaba en el palier, arreglándome la camisa y abrochándome el cinturón, te asomaste otra vez y me revoleaste los zapatos. Por suerte pude esquivarlos pero no impedir su caída por el hueco de la escalera. Bajé descalzo hasta la planta baja y, sentado en el primer escalón, me los puse. Cuando levanté la vista un grupito de adolescentes, desde el umbral, me estaban mirando con sonrisas cómplices y comenzaron a aplaudirme.

Te pido disculpas por lo del sábado. Te pido disculpas por toda esta perorata. Te pido disculpas si mi actitud te ofendió. Te considero una mina extraordinaria, muy hermosa y mucha mujer para cualquier hombre.

Pero como dije al principio, no sos vos, soy yo. Y es porque no soy un tipo convencional, razón por la cual toda esta situación me ha dejado muy confundido. Todavía no he podido reponerme de una pérdida sufrida hace un poco más de un año. Estuve en pareja casi cinco años y hasta hace unos meses consideraba esa relación como el amor de mi vida. Se fue de este mundo  –no sé si habrá otras dimensiones– en el invierno del año pasado. Tenía HIV. Se llamaba Javier.

Sólo te pido un poco más de tiempo. Un beso, te quiero
Raúl

Osvaldo Villalba
19/01/2016

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