Osvaldo Villalba
Buenos Aires, Argentina
Asunto: La noche del
sábado
Querida Silvina:
Utilizo este
medio como última opción de comunicarme con vos, habida cuenta que no respondés
mis mensajes ni atendés mis llamados.
A pesar del
poco tiempo que nos conocemos quiero hacerte saber como te aprecio y me
gustaría poder seguir alimentado esta relación como lo hicimos hasta la noche
del sábado.
Por eso quiero
explicarte los motivos que me llevaron a reaccionar como lo hice y puedas así
comprenderme, haciendo un paralelo con el título de aquella película que vimos
juntos, “No sos vos, soy yo”, la culpa es sólo mía.
Recuerdo el día
que nos conocimos en el cumpleaños de Alicia. Habías llegado acompañada de ese
rubio musculoso, de camisa blanca dos talles más chicos del necesario,
justamente para usarla apretada al cuerpo resaltando así su torso trabajado en
incansables horas de gimnasio. Como era de esperarse, al rato, el tipo era el
centro de atención de todas las chicas, y egocéntrico como era se olvidó de
vos. Por mi parte, como es mi costumbre, –tímido como soy– estaba en un rincón
concentrado en mi copa. Te sentaste a mi lado, trayéndome otra copa. Me
preguntaste si estaba aburrido. Intenté una respuesta que sonara inteligente,
cambiando el verbo estaba por era, aburrido es mi naturaleza. El
efecto fue el buscado porque te reíste, sin percatarte de la realidad: eso
sentía yo. Después de un pequeño sorbo a tu copa, dijiste con un tono de
gravedad fingida, Ninguna persona es
aburrida todo el tiempo, las situaciones generan ese estado, por ejemplo,
asistir a un cumpleaños por obligación. ¡Casi se me cae la copa de la mano!
¿Tanto se me nota?, pensé. Con una
sonrisa te dije cuán perceptiva eras y te expliqué mi amistad con Alicia desde
la escuela primaria, la importancia de mi asistencia a su cumpleaños, no
fallarle aún cuando no encajaba en su grupo de amistades, por eso tomé ese
evento como un compromiso de amistad, hacer algo por un amigo aunque no le
guste.
Lejos de
desanimarte con mi confesión, me aseguraste que el aburrimiento no estaba en
mis genes y así como hacía cosas sin gustarme debía haber otras hechas con
gusto. Y me pediste que nombrara cuáles. Dudé si decirte la verdad, por no
parecer presuntuoso, pero después pensé, al
fin de cuentas, no tengo por qué ocultar mis gustos. Enumeré entonces mi
afición por el teatro, sobre todo el independiente –también llamado underground
para diferenciarlo del comercial–, por la ópera, los conciertos y el ballet,
sin olvidar la lectura, por ocupar una gran parte de mis fines de semana. A
esta altura me preguntaba por qué no habías huido espantada a saltar como hacía
el resto de la gente en la pista de baile. Entonces subí la apuesta y te dije
como todo eso, mis preferencias, para el común de la gente es aburrido. Esa vez
no te reíste y me dijiste muy seria, tal vez fuera así para el común de la
gente pero a vos te estaba mostrando una persona con una sensibilidad especial
y eso no es aburrido en lo más mínimo.
Y así seguimos
charlando toda la noche. Y cuando llegó la hora de retirarnos me sorprendiste
al decirle al rubio, cuando se acercó a buscarte, que se fuera tranquilo, yo te
acompañaría. La cara de disgusto del fulano me hizo disimular mi asombro y lo
miré con mi mejor expresión de ganador. Me sentí como si lo hubiera puesto KO
en el primer round con un directo al mentón. Después te disculpaste
dispensándome de acompañarte por haberlo inventado para sacarte al coso de
encima. Llamarías un taxi. Sabías que yo
no iba a aceptar de ninguna manera dejarte sola, pero igual me dejaste hacer
todo el esfuerzo para demostrarte mi voluntad de llevarte. En la puerta de tu
casa nos despedimos con un beso en la mejilla, prometiéndonos llamarnos luego
de intercambiar nuestros celulares.
Nunca te lo
conté pero el viernes siguiente, cuando me llamaste preguntándome, en tono de
broma, si había conseguido entradas para la ópera, me había pasado las últimas
tres horas elucubrando la forma más “casual” de llamarte. Nos reímos un rato
hablando tonterías y después de confesar mi absoluta carencia de programa, te
invité a cenar comida armenia. Esa fue nuestra primera salida solos. Para mí
fue muy gratificante ver que teníamos tantos puntos en común en nuestra manera
de ver las cosas y disfruté muchísimo tu compañía.
A partir de ese
día, tomé la iniciativa de llamarte, siempre aclarando que mis propuestas no
interfirieran en tus programas con otras personas. No puedo dejar de agradecer
tu paciencia por acompañarme, en los últimos tres meses, al cine –soportando mi
elección–, a ver IL TROVATORE en el
teatro Avenida y, lo más meritorio, tu disposición a comer en los distintos
restaurantes típicos –comida mejicana, tailandesa, peruana, judía– conociendo
tu afición a las cadenas de comida rápida.
Por eso, cuando
el sábado pasado elegiste ir a un restaurante con cena y baile no pude negarme.
¿Cómo no iba a darte el gusto después de haberme acompañado en todos mis
programas? Sólo te aclaré que era muy malo bailando y te reíste.
La comida
estuvo muy buena. Los momentos de baile con salsa, cumbia y otras melodías
movidas las fui salvando como pude, tratando de copiar los pasos de los demás y
como nadie se fija en el otro hasta fue divertido. Después del postre y el
champagne, invitado por la casa, vinieron los lentos. Traté de disuadirte
argumentando cansancio pero tu insistencia y predilección por los boleros
acabaron con mi resistencia. Como música, a mí también me gustan. Salimos a
bailar y me pasaste los dos brazos por el cuello apretándote contra mí.
Cantabas los boleros en mi oído, me acariciabas el pelo y yo, transpirando –lo
debes haber notado–, estaba cada vez más tenso. Cuando por fin decidimos irnos
fue un alivio para mí. Pero al llegar a tu casa me ofreciste subir a tomar un
café. Intenté rehuir la invitación preguntando si no era tarde, pero tu
respuesta me descolocó. Con una mirada pícara me preguntaste para qué era
tarde, si me esperaba mi esposa en casa. Nunca antes habíamos hablado de
nuestra vida personal, ni nos habíamos hecho preguntas íntimas. Me repuse de la
sorpresa y traté de salir de la situación con una broma, respondiendo que sólo
me espera mi gata Frida pero, como no sabe la hora, nunca me regaña.
Subimos a tu
departamento y todo se desarrolló como un torbellino. Apenas cerramos la
puerta, me llevaste de la mano hasta el sofá, sacaste mis zapatos y recostada
sobre mí comenzaste a besarme suavemente mientras me desabrochabas la camisa y
el cinturón. Yo estaba muy nervioso y no sabía cómo pararte. Sólo atiné a
decirte que mejor me iba. Y esa chispa encendió la mecha. Toda tu dulzura se
transformó en un volcán de ira. Ahora, más tranquilo lo entiendo y hasta lo
justifico. Como una ametralladora me preguntaste qué pasaba, si no me gustabas,
si era eso. No me salían las palabras. Creo haber dicho: no, no es eso, sos muy hermosa o algo parecido. La respuesta, en
lugar de calmarte aumentó más tu enojo. A los gritos me preguntaste cuál era el
motivo entonces, si yo creía estar con una puta, o que
te estabas regalando, o si te consideraba poca cosa para un intelectual como
yo. La forma de marcar las sílabas de “intelectual” me causó gracia, pero traté
de que no se me notara porque no estaba el horno para bollos. Intenté hilvanar
una explicación pero ya no me diste oportunidad. Con los ojos centelleantes me
echaste de tu casa. Desaparecer de tu vista fue la ordenanza.
Y para
cumplirla te paraste, abriste la puerta y me empujaste afuera. No hubo forma de
calmarte. Cuando estaba en el palier, arreglándome la camisa y abrochándome el
cinturón, te asomaste otra vez y me revoleaste los zapatos. Por suerte pude
esquivarlos pero no impedir su caída por el hueco de la escalera. Bajé descalzo
hasta la planta baja y, sentado en el primer escalón, me los puse. Cuando
levanté la vista un grupito de adolescentes, desde el umbral, me estaban
mirando con sonrisas cómplices y comenzaron a aplaudirme.
Te pido
disculpas por lo del sábado. Te pido disculpas por toda esta perorata. Te pido
disculpas si mi actitud te ofendió. Te considero una mina extraordinaria, muy
hermosa y mucha mujer para cualquier hombre.
Pero como dije
al principio, no sos vos, soy yo. Y es porque no soy un tipo convencional,
razón por la cual toda esta situación me ha dejado muy confundido. Todavía no
he podido reponerme de una pérdida sufrida hace un poco más de un año. Estuve
en pareja casi cinco años y hasta hace unos meses consideraba esa relación como
el amor de mi vida. Se fue de este mundo
–no sé si habrá otras dimensiones– en el invierno del año pasado. Tenía
HIV. Se llamaba Javier.
Sólo te pido un
poco más de tiempo. Un beso, te quiero
Raúl
Osvaldo
Villalba
19/01/2016
Muy buen cuento y mantiene la tensión hasta el final
ResponderBorrarMuchas gracias Gustavo!
BorrarUn cuento que sorprende por la forma impecable de narrar la actualidad.
ResponderBorrarGracias Elvirita! Muy honrado viniendo de una escritora como vos!
BorrarOsvaldo. Impecable la descripción de la situación con detalle y suspicacia. Muy buen ritmo y mejor desenlace.
ResponderBorrarMuchas gracias Paula! Gratificante tu análisis!
BorrarEso sí que es tensar la cuerda hasta el final. Bravo!
ResponderBorrarGracias Clide! Honrado por tu comentario!
BorrarHabía que seguir leyendo ... muy bueno
ResponderBorrarMuchas gracias Paul!
BorrarHabía que seguir leyendo ... muy bueno
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