jueves, 4 de junio de 2015

El pequeño y turbio estanque de cristal

-->Doris Irizarry

Puerto Rico


        Alucinada por la melodía, aparté los ojos de la pantalla de mi celular y discretamente busqué de dónde provenía aquella voz. Allí estaba, sentado en una silla más adelante, esperando, igual que yo. Y erguido, con su mirada clavada en ninguna parte, volvió a entonar bajito otra estrofa de la canción.
        Yo no sé que me han hecho tus ojos
        que me embrujan con su resplandor,
        solo sé que yo llevo en el alma
        tu imagen marcada con el fuego de amor.


        De pronto me encontré atrapada entre su voz y el tango que cantaba vehemente, como si fueran mis ojos el objeto de su inspiración. Lo observé sin querer y me topé con su nariz perfectamente delineada, sus labios finos y unas pestañas rectas sobre aquellos ojos hermosos de una profundidad embrujadora.

         No pude contenerme.

         −¡Me apasiona el tango!, le dije, cuando terminó de tararear la canción para sí.

         Me miró con una ola de mar intenso, avasallador. Apenas se le escapa una sonrisa cuando se volvió indiferente… no dijo nada.

         Insistí emocionada −¡En verdad, me gusta mucho esa música!−, pero él no se inmutó. Con algo de vergüenza, y pensando que mi acercamiento fue un tanto apresurado, desistí de la idea de proseguir la conversación. Sin embargo, después de una prolongada pausa interrumpida con las estrofas, fue él el que decidió continuar.

         −Viví en Buenos Aires, dos meses −dijo, y luego añadió, −Grabé dos discos… eso fue… después−. Volví a mirarlo, quieta, esperando a que continuara...  Pero él se sumergió en un silencio que parecía rumoroso. Mi imaginación no pudo evitar deshacer el paso de los años y le borró los surcos al rostro. Hizo que los labios evocaran mil besos, le devolvió lo abultado a sus pestañas. Como un bisturí, levantó los párpados y le afiló el contorno de las cejas bajo el ala de un sombrero caído sobre la frente. El cabello adquirió un brillo irresistible y la barbilla, esa curva masculina tan sensual que suele provocar a cualquier mujer.

        −Juan Lizarríbal−, llamó la farmacéutica en la ventanilla. Él se levantó, cuidadoso, examinó las pastillas, metió las manos en los bolsillos y pagó mientras yo curioseaba. Era alto, pausado, aún con los años a cuestas, conservaba cierta esbeltez. Al voltearse, esperé un saludo de despedida, simple, como hacemos los que coincidimos en la fila de espera después de intercambiar trozos de conversaciones que quedan suspendidos en el tiempo y que toman rumbos insospechados en boca de otros desconocidos sentados en la misma silla. Pero él, insufrible, pasó su mirada por todos lados, menos sobre mí. El tiempo se detuvo. Fue entonces cuando lo escuché hacer la fatídica pregunta que me devolvió una implacable bofetada por respuesta. Lo vi transformar su indiferencia en agonía, la altivez en desesperación. Su rostro recuperó el paso del tiempo, la boca asumió un gesto taciturno, la mandíbula perdió la sensualidad y su cabeza recuperó el tamaño real, impotente, atrapada bajo las fibras plateadas y frágiles que cubrían el cráneo. Su aura inconmovible se derrumbó ante mis ojos y personificó la vulnerabilidad en su más pura esencia.  Levantó las dos manos a la altura de los hombros, y a punto de llanto, lo vi correr aturdido por el medio del pasillo diciendo, −Mamá, ¿dónde estás? Mamá… a dónde fue mi mamá…


        Como un pez solitario en un pequeño y turbio estanque de cristal, mi recuerdo rebota con el estribillo adherido a la memoria…

        Yo no sé cuántas horas de insomnio en tus ojos pensando pasé,

        pero sé que al dormirme una noche con tus ojos preciosos soñé…
       Yo no sé que me han hecho tus ojos
        que me embrujan con su resplandor,
        solo sé que yo llevo en el alma
        tu imagen marcada con el fuego de amor…

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