ADRI DIAZ
ARGENTINA
Era un niño pequeño y travieso que
vivía en el medio del campo. Qué digo del campo, casi del monte diría. Pues ahí
era que habitaba, con su madre y con su abuela. Casi desprovisto de todo. Sin
medias ni zapatos. Descalzo siempre y andando de acá para allá, todo el día.
Los pocos vecinos que tenía cerca -
en unas pocas leguas alrededor de su casa- decían del chico que era hijo seguro
de un forastero. Algún caminante que había pasado por allí, alguna vez y
espantado o tal vez, motivado por el hambre se acercó a aquella casa en la que
vivían solas esas dos mujeres: la madre y la hija.
En busca de techo y comida, había
encontrado allí, techo y también comida. Más nadie había visto al caminante
regresando al poblado. No lo habían divisado por la cercanía ni en los
alrededores. Nadia lo había visto volver. Lo que todos suponían era que, a
aquel peregrino perdido, lo habían encerrado las damas en su casa y lo tenían
allí guardado para siempre.
Algunos pensaban que eso era cierto y
posible pues las damas aquellas eran muy sagaces e ingeniosas. Cuando querían
algo lo conseguían. Y si no lo conseguían, se encerraban en la noche y sin que
nadie pudiera saber qué hacían, al otro día sin saber cómo, lo que deseaban
sucedía. Había quienes afirmaban que las mujeres aquellas eran brujas. Otros
sólo le asignaban el rol de curanderas. En algo todos estaban de acuerdo: algo
extraño eran- aunque no supiesen precisar bien qué-.
Por eso cuando el niño nació - casi
como una deducción lógica – se aceptó que la criatura debía ser también
especial y diferente.
El pequeño no era feo sino más bien
se podría decir, bonito. La carita redonda, pequeña. Los ojos chiquitos, la
nariz menuda. Todo diminuto. Aunque era a la distancia que se dejaba ver pues
andaba siempre corriendo de un lado a otro con gran velocidad y sigilo. Casi
como oculto de los demás, guareciéndose de la mirada ajena.
Muchas veces lo vimos escondido
detrás de la gran verja de madera que delimitaba su casa y lo separaba del
resto. Aunque para ser sinceros, creo que él quería acercarse, traspasar esa
tranquera pero no podía o más bien, no lo dejaban.
Lo veíamos sí, yéndose al monte.
Metido entre los cañaverales profundos donde nadie podía seguirlo ni
alcanzarlo. Ahí pasaba la mayor parte del tiempo. Recién cuando comenzaba a
caer el sol y la luz del sol se iba transformando de color, se escuchaba un
lamento que parecía no ser humano y lo contemplábamos regresar. Siempre de
lejos, como una manchita, un pequeño bulto zigzagueando por la extensión sin
medidas de los campos.
Los demás chicos del pueblo que poco
teníamos que hacer por entonces, una noche decidimos espiarlo. Queríamos verlo
de cerca. Saber cómo era, hacernos sus amigos. Descubrir qué hacía cuando
regresaba de pasar el día entero metido entre matas de arbustos y sembrados.
Eso y no más, nos movió aquella noche a acercarnos a su casa, cuando ya nadie
podía divisarnos.
Eludimos algún que otro perro que nos
salió al encuentro, saltamos la verja y logramos acercar nuestras caras hasta
pegarlas a la ventana de la casa.
Entonces vimos a su madre y su abuela
que inclinadas sobre él, acariciaban la cabeza del niño con sus manos. Mientras
lo hacían, iban desplegando con paciencia y lentitud, sus orejas. Le cantaban
una canción que parecía de cuna y a medida que la melodía transcurría, se
producía una transformación. La piel clara se iba tiñendo cada vez de tono más
oscuro. Las mejillas se estiraban hasta casi perder su redondez y la nariz se
le reducía hasta rozarle casi la boca. Cuando aquellas dos mujeres terminaban
de cantar, el pequeño niño se convertía en algo extraño que sin embargo, cuando
logramos distinguir bien comprendimos que no era nada peligroso ni a lo que
temer. Sólo, era apenas, un simple ratón de campo.
¡Muy bueno Adri!
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